Un encuentro impensable.

 


 

Había anochecido. La calle estaba atestada de transeúntes afanados que empujaban insolentes en las aceras. Una mujer de un abrigo marrón me mostró sus dientes amarillos. Quise explicarle que no la conocía, pero me dio la espalda. Llegué al pequeño hospital. Una enfermera cargada de años me recibió. Lo siento, me dijo. Tendrá que esperar hasta que alguien lo atienda. Ha venido mucha gente hoy. Cuál es su problema. Le dije que no tenía ningún problema. Que estaba allí por una situación incomprensible. Yo me siento bien. No estoy enfermo. Quien está enferma es una persona que conozco y me ha llamado. ¿Y cómo se llama esa persona? Es una mujer, le dije. Parecen que le dieron algo y anduvo desubicada en la calle. Nunca pudo encontrar la dirección de regreso a su casa. ¿Y qué es para usted esta persona?, me dijo la enfermera ensayando una mueca hostil. Nada, no tenemos nada en común, le contesté mirándola fijo a los ojos. Se trata de una amiga, digamos. Alguien que conocí hace mucho tiempo. Nunca supe su paradero. Su lugar exacto de residencia. Hoy he vuelto a saber de ella. Llegó hace dos días. La primera vez me dijo que estaba en una residencia, en la ciudad. La segunda ocasión fue para decirme que andaba perdida, quizás con la voluntad debilitada por algo extraño que le suministraron. Temo que haya sido abusada también. Suele ocurrir en estos casos. Todo me conduce a pensar que fue así. Necesito verla. Hablar con ella. Deme una información de inmediato. Ella quiere mi ayuda. Apenas pudo balbucear unas palabras conmigo. El llanto no le dejaba modular bien las palabras. Dígame que se encuentra aquí. (Mi impaciencia empezó a ser notoria) La enfermera abrió el libro de registros. ¿Cómo se llama ella? Angélica, le respondí. Angélica Valenzuela. La enfermera puso a recorrer el dedo índice en la larga lista de los nombres escritos. Terminó la página y pasó a la siguiente. Busca en el lugar equivocado joven. La persona que usted menciona no se encuentra registrada en este centro asistencial. Le informaron mal. Tal vez la mujer que usted dice le esté jugando una broma. El que está perdido es usted, caballero. Estaba a punto de salir cuando por uno de los pasillos la vi a ella, a mi amiga, envuelta en una casaca azul clara. ¡Ángela, estoy aquí!, le dije con voz firme para captar su atención. La reacción fue inmediata. Levantó repetidamente la mano llamándome, casi con desespero. Sin decirle nada a la enfermera me dirigí presuroso a su encuentro. Casi que corriendo. ¡Amiga, dime qué te ha pasado! ¡Qué está pasando contigo! Afuera no quieren darme ninguna información tuya. Sospecho que la enfermera oculta algo. Todo esto me huele muy mal. Entonces ella, tomando con una fuerza inusitada mis manos, dijo estás aquí, gracias a Dios, no me dejes sola. El miedo se reflejaba con potencia en sus ojos. Parecía una demente. Estoy recluida en una habitación, me dijo sollozando. Por alguna razón no quieren dejarme salir. Hay una persona con mucho poder que quiere raptarme. Me tuvo drogada y cautiva en una bodega pero logré escapar. Escuché que me enviarían a otro país. Hablaban de recibir un pago muy alto a cambio. ¡Tienes que salvarme! ¡Sácame de aquí! ¡No tardarán en encontrarme! ¡A lo mejor tú mismo corras peligro ahora mismo! Eso me dijo Angélica antes de que el tipo, un hombre bajo de estatura y calvo, apareciera y me apuntara con un arma. Angélica tuvo un acceso de pánico. Sacó unas tijeras que tenía guardadas en el bolsillo de la casaca y se las clavó en la garganta. La sangre manó a borbotones. Un estremecimiento de horror me sacudió el cuerpo. Vi al calvo que guardaba la pistola dentro del chaleco negro que portaba. En adelante será tu culpa, me dijo. Ella ha empezado a agonizar sin remedio dentro de este infierno. Tú la condujiste a su propia muerte. Yo vine a rescatarla por las buenas. Evitando que algo malo pudiera pasarle. Se ha desangrado con las tijeras. Tendré que matarte por eso. Solo así podrás hacerle justicia. Es el precio que pagarás por cruzarte de nuevo en su camino. Por remover una herida que ya había sanado. Mira cómo la muerte retorna a los ojos toda inocencia perdida. Es como una nueva luz rompiendo esa mala sombra. Destruyendo ese pecado. Muertos ambos mi sufrimiento también acabará. Soy el principio y el fin de tu ridícula historia. El que crea y suprime. El que levanta el castillo y lo destruye de un soplo. La voz del calvo era lapidaria. Contundente. Yo no entendía nada de lo que estaba sucediendo. Ignoraba la situación de Ángela. Y la del calvo, por supuesto. Merecía una explicación. La que ninguno estaba dispuesto a darme. El calvo se irguió con poder majestuoso. Era claro que estaba en sus manos. Ha llegado el fin, dijo.  Y diciendo esto levantó el arma para apuntarme directo a la frente. Con el dedo listo para accionar el gatillo. Alcancé a ver la contracción de los labios en el instante de soltar el disparo. Un sol gigante repleto de fuego me consumió por un instante. El cuerpo empezó a consumirse en la caldera de la angustia. A fragmentarse en partículas grises. Angélica se incorporó con las tijeras puestas en su garganta. Al principio obtuve una visión descompensada de su rostro. Una visión exagerada de una mujer ya muerta por su propia mano, pero reivindicada por un gesto impensable de burla ante mi desgracia.   


Nicolás Figue/Vocesdispersas.   

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