Rumba en la Luna

 

 


Carmen Helena. Así se llamaba la compañera de mi hermano Bernardo en el Banco. Era la compinche de sus andanzas bohemias. Soltera. Teme comprometerse. Aprecia su libertad por encima de todo. Vivir la vida es lo que le interesa. No se le conoce novio. Obvio. Hasta pensaron algunos, me dijo mi hermano, de que era lesbiana. Pero no, qué va a ser lesbiana por muy loca que aparente ser. Ese día, sábado, me dijo mi hermano, tengo salida con ella y dos amigas más. Hicimos planes para irnos a bailar. ¿Vienes con nosotros? Es más, te ruego que vengas porque soy el único hombre. Me quedaría difícil con las tres yo solo. Le dije que bueno, salgo del almacén, me baño, me cambio de ropa y salimos. En ese tiempo tenía mi hermano un Renault 4 azul que era prácticamente el cómplice insustituible de sus andanzas. Cuando llegué a la casa me dijo que no hiciera ningún comentario de esos planes. Que, si me preguntan, diga que vamos a visitar unos parientes, y ya. Una vez arreglado nos subimos al carro. Mi hermano me dijo que había que recogerlas a las tres en la casa de una de ellas ahí en el barrio las Cuadras donde quedaron de esperarnos. “Tienes que dedicarle más tiempo y atención a Carmen Helena, ya conversé con ella, y me dijo que estaba muy interesada de conocerte. A ella le gusta mucho bailar. Yo le dije que para el baile eras un fenómeno que ni exportado de Cali. Se entusiasmó mucho. No me vayas a hacer quedar mal entonces, ¿entendido? Y si corres con suerte, te la llevas a la cama. Aunque es conocido que ella no se va con cualquiera, tiene que ser alguien que le guste mucho. Ahora que la veas vas a darte cuenta lo simpática que es, y el cuerpazo que tiene esa mujer” Llegamos a las cuadras, apenas a cinco o seis manzanas de nuestra casa. Apenas llegamos mi hermano hizo sonar el pito del carro. Alguien descorrió el velo de la ventana para cerciorarse. Casi que inmediatamente salieron las tres. Carmen Helena se saludó de beso con mi hermano, dirigiéndose luego a mí muy sonriente. Debes ser tú, el hermano de este miserable borracho. Mucho gusto, le dije, asintiendo con la cabeza. Las otras dos muchachas se unieron a la presentación oficial mostrando sus mejores dotes de amabilidad. Soy Gloria, mucho gusto. Soy Aurora, mucho gusto. Me quedé ocupando el puesto delantero. Mi hermano pisó el acelerador y cogimos por San Ignacio para salir hasta la panamericana por los lados del Inem. “Hay una discoteca que recién abrieron y me dicen que es buena, comprobemos por nuestros propios medios qué tan buena es, se llama La luna, así que ojo con tomar demasiado porque de seguro vamos a parar allá, a la luna, y con el riesgo de no poder bajarnos”, dijo mi hermano y las muchachas soltaron a reírse. Carmen Helena aprovechó para preguntarme si era cierto que me gustaba bailar. No te han informado mal, le dije. Vengo de un lugar, cerca de Cali, donde la salsa se baila de manera frenética. Tampoco es que me creo el Watusi del paseo, pero aprendí a moverme con solvencia para no desentonar en el ritmo con los demás. El entusiasmo que demostró Carmen Helena fue exagerado: “¡por fin diosito me hizo el milagro de encontrar mi media naranja, esta noche vamos a explotar en la pista, te lo juro!” Fernando aprovechó para darme un golpecito con el codo en señal de asentimiento. Llegamos al sitio. Muchos vehículos ocupando el parqueadero de la discoteca. Luego de algunos requerimientos con los empleados externos logramos ubicar el carro por allá en la cola, al borde de una ladera. Entramos. El lugar estaba abarrotado de gente. Sin embargo, encontramos una mesa desocupada que un diligente mesero acabó de adecuar para que nos sentáramos los cinco. Botella de brandy cinco estrellas de una vez. Con soda, por favor. ¡Ah! Y un paquete de cigarrillos que la noche es larga. Carmen Helena se sentó al lado mío. Vi que mi hermano prefirió la compañía de Gloria. Hasta se atrevió de entrada a unas confianzas con ella. Esto no le molestó a ella, todo lo contrario: empezaron a entenderse de manera jocosa y cómplice. Aurora simplemente festejaba y reía. Me gusto su porte, sin ser demasiado bonita. En cambio, Carmen Helena tenía el cabello lacio, largo, y cayéndole en mechones caprichosos por encima de los hombros. Era bien conformada y maciza, con unos pechos firmes, de cadera perfecta, y unas piernas que daba gusto ver. Y olía delicioso. A pura hembra en celo en noche de luna. Sonó un merengue. Le extendí la mano cortésmente para irnos a la pista. Ella giró el cuerpo con visible coquetería. Bailamos amacizados. Cruzándonos de vez en cuando palabras simples, anodinas, pero sintiendo en el fondo la proximidad deliciosa de los cuerpos. ¿Eres casado? ¡No, qué va! Pero tienes novia. No, tampoco. ¿Tampoco? No puedo creerte. Es cierto, no tengo novia. ¿Y entonces? Entonces qué. ¡Cómo le haces con estos fríos! Ah no, aguantarme. ¡Eso no debe decirlo un hombre como tú, tan apuesto y caballeroso! Aunque no me creas, pero estoy solo como un perro sin amo. ¿Necesitas un collar? (risas de ella) También festejé su ocurrencia. No, faltaba más. Cargo mis propias pulgas. Quiero decir, mis propias desgracias. ¿Tú, diciéndome eso a mí? ¡No te lo puedo creer! Si estás soltero de hecho debes estar feliz. Te lo digo por experiencia. ¿Tú, soltera? Tampoco te lo puedo creer. Eres muy linda para estar sola. Me estás tomando el pelo. ¡De ninguna manera, puedes preguntarle a tu hermano, él me conoce demasiado, soy soltera de nacimiento, lo cual no quiere decir que tenga que privarme de mis propios placeres! El disco se acabó, pero siguió uno de los que me gustan, de salsa brava, uno de Oscar de León, Sigue tu camino. Fue mi turno para regarme como verdolaga en playa en la pista. Prodigiosamente ella siguió cada uno de mis pasos. ¡Eres sensacional, bailas como una caleña!, le dije, y ella me guiñó con picardía el ojo. Lo más curioso de todo es que en la pista no estábamos sino ella y yo. La gente terminó el merengue y fueron a sentarse, a tomarse un respiro, quizás. Pero al ver que nos quedamos los dos, y haciéndolo de la manera como lo estábamos haciendo, con sello característico de salseros, se quedaron fue mirándonos. Carmen Helena bailaba con una voluptuosidad tal que a mí no me dejó dudas de ser una mujer hecha para el placer y para la rumba. Cuando el disco terminó nos abrazamos, dándonos el primer beso de la noche. Ahí empezó todo. Lo que siguió de allí en adelante fue el romance, el consumo exagerado de licor en la mesa, y los propósitos, ya descarados, de irnos a un lugar discreto y apropiado a terminar la noche. Vamos a mi casa, me dijo Carmen Helena, te invito. Dile a tu hermano que nos lleve. Quiero amanecer contigo hoy. Yo vivo con mi madre. Ella está vieja, sorda, y casi no ve. Tenemos todas las favorabilidades por delante. Mañana es domingo. Nadie trabaja. De qué nos preocupamos entonces. Le comuniqué de nuestros planes a mi hermano. Él estuvo de acuerdo. Los llevo, dijo. Sé dónde vive. Tienes ya que quedarte allá porque yo me voy con estas dos. Están igual de borrachas, pero con ganas de experimentar cosas nuevas. Ya te has de imaginar. Arrancamos en el carro y mi hermano se internó por una calle desolada a la parte más alta de la ciudad. Mencionó el nombre de la urbanización, pero como estaba yo tan borracho, ni siquiera lo tuve en cuenta para recordarlo después. Sé que llegamos hasta cierta parte en donde el carro no podía continuar porque las casas estaban divididas por pasajes peatonales. Carmen Helena me dijo no te preocupes que ya de aquí llegamos sin problemas. Me despedí de mi hermano y de las dos mujeres. Que pichen bonito, dijo la Gloria, y la Aurora dijo qué envidia estoy que me meto un plátano por el medio de la raja. Cuando Carmen Helena dijo “¡aquí es, no hagas bulla!”, vi que sacó la llave de su bolso, la metió en la cerradura, y la hizo girar lentamente. La puerta quedó libre. Entra, me dijo. Considérate mi invitado especial de esta noche. Cruzamos una pequeña sala, y llegamos a su alcoba. Me llamó la atención la colección de muñecas puestas alrededor de toda la habitación. No me preguntes nada, simplemente ven a mi cama y haz tu trabajo. Se sentó en el borde de la cama para empezar a quitarse la ropa. Yo había quedado como en estado de alucinación viéndola. ¡Con ese cuerpo tan perfecto bien podía exhibirse como una reina hasta en los mejores lugares del universo! Qué pasa, me dijo, utilizando un acento enfadado en la voz. Te he traído a mi casa, a donde nunca traigo a nadie, para que me haga el amor, y te quedas como una estatua, ¿es que se te quitaron las ganas de pichar o qué? Sus palabras hicieron mella en mi dignidad. Voy al baño primero, le dije. Ignoro qué extrañas circunstancias se confabularon para apagarme totalmente el ánimo. La erección que tuve al principio, viendo cuando se desnudaba, había desaparecido, y ahora lo que había era un pedazo de tripa sin vida ahí colgando. ¡Al fin qué, vienes o no vienes!, dijo Carmen Helena desde la cama. Cuando salí le dije discúlpame, creo que los tragos me cayeron mal, pero no te preocupes, ya estaré listo en segundos. Me quité la chaqueta y todo lo demás. El frío que se sentía en la parte más alta de la ciudad, a esa hora de la madrugada, era insoportable. Ella estaba borracha también, pero con el suficiente control de la situación para conducirse y conducirme. Advertí que bajó las manos y con los dedos apartó los labios vaginales. Quiero que me beses mucho, mucho, muchísimo, esta parte aquí, ven, acerca tu boca, dame placer primero, ya después haz conmigo lo que te de la gana. Cuando ella me propuso eso deduje que podía utilizarlo en mi favor, sólo así era posible que recuperara mi erección, probando su sexo. Me apliqué con todo el fervor a la oquedad de sus piernas, lamiendo y chupando y haciendo que se retorciera en la cama. Cuando estaba llegando al clímax juntó las piernas dejándome a merced de la fuerza que imprimía con las piernas cerradas en mi cabeza. Eso me produjo de inmediato una erección triunfal. La sensación no duró mucho porque empezó la sangre a acumulárseme en la cabeza y dejarme sin respiro. Quería zafarme de esa trampa mortal pero no podía. Ella entre más placer sentía ella, más apretaba con intenciones, suponía yo, de asfixiarme, de matarme. Cuando vi que mis propias fuerzas se desvanecían, que me internaba en un pozo de oscuridad, que era al mismo tiempo la oscuridad de una tumba recién abierta, la presión de sus piernas empezó a ceder. No tengo claro qué me pasaba, pero tenía la cara completamente empapada de un líquido viscoso y de un olor muy fuerte y peculiar emanado del interior de su propio cuerpo. Inexplicablemente quedó rígida, desvanecida, como muerta. ¡Carmen Helena, dime como te sientes, háblame que me asusta verte así! Pero nunca respondió. Acepté con todo el derecho impuesto a desquitarme ahí mismo ahora que sentía el pene levantarse de nuevo. Pero en vista del estado de indefensión en que se encontraba, y que podría yo incurrir en delito de violación, desistí del infame propósito. ¿Y si en verdad estuviera muerta? ¿Incurriría en un aberrante caso de necrofilia? Volví a llamarla esta vez más fuerte con la esperanza de que se despertara. Pero siguió impávida, ajena a todo cuanto la rodeaba. Lo que hice fue ponerle una cobija encima y salir de allí una vez que me hube vestido. No tenía idea en dónde estaba. Pero las luces de la ciudad abajo me fueron orientando. Cuando llegué a la panamericana abordé un taxi que me llevó de vuelta a casa. El carro de mi hermano Bernardo no estaba, señal de que seguía celebrando con sus amigas, la Gloria y la Aurora. Ahí fue cuando caí en cuenta de que si me hubiera involucrado con cualquiera de las dos la cosa me hubiera ido mejor. Pero quién iba a saber. Así que cuando el lunes en la noche, en el momento de mi hermano llegar del trabajo, le pregunté por Carmen Helena, y me dijo que esa hembra había quedado encantada por mi forma de besar. Pero lo dijo riéndose, quizás en son de burla, porque él sabía perfectamente que a esa hembra no había podido culiársela nadie en su puta vida porque no lo permitía, sólo que le practicaran sexo oral, que era lo único que le satisfacía por completo y buscaba solamente de los hombres. ¿Entiendes ahora cuál es el misterio alrededor de su fama?, me dijo, y yo le dije si, es cierto, hizo lo mismo conmigo, aunque pude perfectamente romper ese mito. El problema fue que quedó inconsciente después y eso no se le hace a ninguna mujer por muy arrecha que sea. Ella me llevó a su casa con ese fin, se desnudó para mí, me invitó a su cama. Ahí el que la cagó fue yo metiéndome al baño a contemplar una desgracia que no existía, le dije. Lo demás es fruto del destino. De mi mala suerte.

Nicolás Figue-Vocesdispersas/ escrittore17.blogspot.com- diciembre 14 de 2023



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