Algún día leerá estas páginas

 


Hace mucho tiempo que me propuse escribir lo que fuera más relevante en mi paso por la vida. Escribir lo que me hace feliz y lo que me pone al borde de la tristeza, el llanto y la decepción. Incluso hubieron circunstancias muy duras que me provocaron lágrimas yo que soy tan renuente a dejarlas salir con facilidad. Mi temperamento ha sido fuerte y asimilo con estoicismo los golpes dados con intención o a mansalva. Que han sido varios y propinados cuando menos lo esperaba. Desde muy pequeño me refugiaba en la escritura de un cuaderno para anotar mis cosas. En muchos casos ilustré los textos con dibujos que copiaba de otros dibujos o que sencillamente imaginaba de acuerdo a la intensidad de mis sentimientos. En alguna etapa de mi niñez me obsesioné con la idea de dibujar casas. Nunca tuvimos una casa propia, viviendo en casas alquiladas siempre y con dificultades de por medio. Cuando a papá llegaban a cobrarle el arriendo salía con excusas por carecer de dinero. Papá mantenía mucho tiempo en casa, no salía a trabajar como lo hacían muchos papás de amigos que yo tenía. Sus trabajos eran esporádicos, mejor dicho. No tenían un plan ni un tiempo estipulado. Y cuando alguna vez le dieron un trabajo en un cultivo de tomates llegaba tan maltrecho por el esfuerzo físico empleado que llegaba a acostarse como si estuviera enfermo de gravedad. Pobre papá, acostumbrado a su rutina de burócrata. Mamá se ponía triste de verlo así y nos pedía que no hiciéramos ruido para no molestarlo. Entonces yo me sentaba ante la pequeña mesa de madera con el cuaderno y dibujaba mis casas con árboles alrededor y una montaña al fondo. Le ponía también un camino, un perro ladrando afuera, y el infaltable riachuelo deslizándose por entre una verde pradera. Nunca le mostré a nadie mis trabajos. Eran para mí solo, que era al único que podía interesarle. Desde que tengo memoria fue así. Escribía lo que iba observando y también lo que pudiera ser capaz de imaginar sin haberlo visto antes. Como hice con algunas cartas de amor que me inventé recordando el rostro de alguna chica que se me atravesó en el camino y que nunca supe quién era ni en dónde vivía. Ya después fui a la escuela y el mundo fue dando un giro distinto en mi cabeza. Ya estaba pisando terreno firme y la humanidad se me presentó tal y como era, con su carga de amores, odios y pasiones. Eso me alentó más en el ejercicio de la escritura. Disponía de material para que las historias fueran más reales y verídicas. En una caja de cartón iba guardando los cuadernos llenos. Y muchos papeles sueltos con narraciones escritas de afán. Una noche sentimos un estruendo muy grande bajando de las montañas y los gritos de la gente alertando para que saliéramos de las casas y buscáramos refugio. Era el río que venía desbordado y arrasando con todo. Salimos en medio de la oscuridad con lo que teníamos puesto. Nos refugiamos en las instalaciones de la escuela, al lado de la cancha de fútbol. Los que iban llegando dijeron que nunca antes el río había causado tanto estrago. Que las casas aledañas al mismo, que era donde nosotros vivíamos, fueron arrasadas en su totalidad. Ya cuando amaneció y papá pudo ir, comprobó la magnitud de la catástrofe. Nuestra casa no estaba en el sitio, no quedaba rastro de ella.  Había un montón de barro y escombros en su lugar de todas las otras casas arrancadas de los cimientos por la fuerza del río. Todo lo perdimos ahí. Nuestras pertenencias, enseres del hogar, mobiliario, y lo más impactante para mí, los cuadernos con todos mis escritos y dibujos. Parte de mi historia, de mi identidad, perdida, enterrada y fundida entre el lodo. Una persona muy generosa, conocida de papá por tener algunos vínculos con nuestra familia, en especial con mis abuelos, nos hospedó en su casa, al otro lado del río. Porque al pueblo lo dividía el río en dos fragmentos comunitarios denominados así, “el otro lado”, tanto si se estaba en la parte opuesta o viceversa. El puente, construido en hierro, era el emblema histórico con que se conocía una de las batallas más cruentas de la independencia con la derrota de las fuerzas realistas. La llegada a la parte más importante del pueblo me permitió explorar nuevos segmentos de esa sociedad y descubrir de una vez y para siempre al amor de mi vida. Que es lo primero que uno piensa cuando se enamora por primera vez. En la casa de nuestro salvador de turno estuvimos quince días aproximadamente hasta que a papá le ofrecieron el puesto de secretario de la Inspección de Policía del lugar y consiguió una vivienda muy cerca de la plaza principal. Aquí es cuando se desarrolla uno de mis encuentros más emotivos con la chiquilla que, sin exagerar un ápice, era la más linda de todas, pero también la más introvertida e imbuida en un aura de misterio impuesta por factores propios o ajenos a su misma condición. No voy a cambiar el nombre de la protagonista porque sería como suplantar su verdadera identidad y mi propósito es rescatarla tal cual fue.

Mi primer encuentro con ella.

Aura Rosa Grisales . Cuando apenas la conocí, vivíamos al frente, en la casa de un señor de nombre Jacobo. Papá consiguió esa casa después del desbordamiento del río. La casa donde vivíamos desapareció por completo a causa de la borrasca. No teníamos a dónde ir. La única persona en quien pensó mi padre para pedir una ayuda fue al dueño de un granero, uno de los más grandes del pueblo, y con quien empezaba a afianzar una amistad. Bueno, eso pensábamos nosotros que no conocíamos la historia. Don Arturo, que así se llamaba el señor, era oriundo de Nariño, nacido y criado en una vereda cercana a la Población de El Tambo. Era en los tiempos en que mis abuelos paternos poseían grandes extensiones de terrenos, siendo los más acaudalados de la región. Don Arturo era hijo de uno de los peones que trabajaban en la hacienda de mis abuelos y asistía a la escuela "a pie limpio", como decía  mi padre. Por las tardes se reunían todos en el inmenso patio de la casa de la hacienda, llamada San Pedro, y jugaban y se divertían hasta que llegaba la noche. No habían exclusiones ni diferencias de clase. Tanto los niños de los señores como los de la peonada compartían los mismos privilegios. Ahí fue que papá conoció y se hizo amigo de Arturo. Con el tiempo los malos manejos de la hacienda por parte de mi abuelo y por supuesto de mis tíos, incluido  también papá, provocaron la debacle económica y la pérdida consecutiva de la hacienda. Tomaron entonces la decisión de salir a la ciudad y dejar en manos de un mayordomo el manejo de la misma. Papá nunca volvió a saber de Arturo hasta cuando llegamos al pueblo, a Puente Verde, y cual la sorpresa de encontrarlo al frente de un próspero negocio de víveres y abarrotes, aparte de la actividad comercial del  café y el  ganado. Era un hombre rico don Arturo, y no fue sino ver a  papá para ponerse de inmediato a sus órdenes. Así que con el desbordamiento del río y la pérdida de nuestra casa don Arturo se ofreció generosamente a hospedarnos mientras se resolvía el asunto de una nueva vivienda.  Estuvimos “refugiados” en la casa de don Arturo Gómez durante quince días. Al principio, bien recibidos.  A doña Ligia, la esposa de don Arturo, también la conocía desde San Pedro, cuando ella era apenas una mozuela y a cuál más se la llevaba a tomar trago. Hasta que se conoció con don Arturo y le tocó ajuiciarse. Don Arturo la sacó de San Pedro y se la llevó a vivir “al norte”, como la gente acostumbraba decir cuando alguien se iba para el Valle.  Él la convirtió en su señora con todas las de la ley. Y como tal se distinguió en el pueblo donde tenían granero, finca con ganado y café en la parte de arriba, de la montaña. Al decir de la gente, “estaban tapados en plata”. Como doña Ligia nunca pudo tener hijos adoptó una niña de apenas meses de nacida. Dicen que la madre verdadera era una sirvienta que sostuvo a su servicio hasta que la niña cumplió un año, tiempo en el cual despachó a la señora de su casa dándole una gruesa suma de dinero. Nunca se supo más de su paradero.  Cuando la niña creció y tuvo consciencia de las cosas que la rodeaban, nunca sospechó de su verdadero origen. Sus únicos padres eran don Arturo y doña Ligia. Entró a la escuela, empezó a distinguirse como buena deportista, porque tildada de ruda sí era. Viendo la situación, doña Ligia le propuso que se quedara trabajando en el granero, suponía que podría irle mejor. Pero la niña era tan mala para las matemáticas que no tardaron en descartarla previendo futuros desfalcos por omisión. Volvió a la escuela y se metió al equipo de básquet donde sobresalió por la estatura y porque demostró incontrovertibles cualidades como encestadora. Los profesores fueron muy condescendientes con ella y al final logró culminar la primaria “con todos los honores”. Iban a meterla al colegio en la localidad de C, pero le surgió a la familia la posibilidad de enviarla donde unos parientes en Palmira y allá fue a parar la chica para iniciar sus estudios secundarios y quizás universitarios. Regresó al pueblo al cabo de tres años, muy desarrollada en cuerpo y estatura, pero con los signos del aburrimiento marcándole el bello rostro. Estaban para comenzar las Ferias y Fiestas en honor de la Virgen del Carmen, patrona de la población. La Junta de Acción Comunal se encargó de hacer todos los preparativos, teniendo el Reinado de Belleza juvenil como la máxima atracción. Ana Gladys, que así se llamaba la chica, fue de las primeras en inscribirse. Otras cinco agraciadas jovencitas también lo hicieron, contándose entre ellas a Aura Rosa Grisales, nuestra vecina de la casa de enfrente. El pueblo se dividió en seis sectores apoyando cada uno a su candidata. Papá dijo que había que estar del lado de la hija de don Arturo por todas las circunstancias de gratitud habidas de por medio. Yo era un niño, un jovencito todavía, pero anhelaba con toda el alma que nuestra vecina, que Aura Rosa, fuera escogida como reina. Era posible que me estuviera enamorando de ella. Aunque, por parte suya, nunca obtuve algún signo de complacencia que me motivara a conquistarla. Mi amor, como se dice en estos casos, era estricta y vergonzosamente platónico. Tenía que serlo por la falta de valor y de ambición para encararla y decirle lo que sentía por dentro. Y que no cesaba de soñarla en las mejores situaciones de conquista.  La sorpresa vino después, faltando apenas quince días para el inicio de las Ferias y Fiestas. Resulta que Aura Rosa sufrió una caída en su bicicleta, lo cual ocasionó, por el fuerte golpe recibido, que una de sus piernas quedara impedida de movimiento. Fue puesta en incapacidad, descartándose fractura, por tiempo indefinido. Con cinco candidatas en la palestra fue elegida en la noche del reinado la hija de don Arturo y doña Ligia, que no cabía de la dicha cuando le pusieron la corona en medio del alborozo  general. Don Arturo mandó a repartir trago y comida en grandes cantidades por cuenta del granero, mientras que doña Ligia mandó a contratar de urgencia un conjunto musical para que amenizara el festejo los tres días seguidos de Feria. Cuando todo hubo pasado, Ana Gladys, en calidad de reina comprometida con la comunidad, emprendió labores sociales y humanitarias, todo por cuenta del granero. Hasta que haciendo las cuentas don Arturo vio que eso de tener una reina en casa no era para nada rentable y la devolvió a Palmira con la intención expresa de que se dedicara a labores esta vez sí productivas. Por aquel tiempo tuvimos que mudarnos de casa en vista de que su dueño, el señor Jacobo, necesitaba el inmueble para montar un negocio. Nos tuvimos que ir entonces hacia un sitio cercano, una casa esquinera, semi abandonada, propiedad de Libaniel Caicedo. El hombre era otro de los ricachones del pueblo. Tenía, aparte de un estanco de licores, negocio de compra de café en grande, tierras y ganado también.  Los días se me hicieron largos y vacíos al no poder estarla viendo a ella, a mi Aura Rosa de mis entrañas, con la frecuencia a la que ya estaba acostumbrado. Y no es que me haya vuelto muy amigo de ella, todo lo contrario: nunca nos dirigimos una palabra, pero desde la ventana me quedaba horas enteras extasiado contemplando su figura y su belleza.  Y en la escuela me quedaba más difícil acercármele aún. Ella estudiaba en salón aparte, el de las niñas, haciendo su quinto de primaria. Cuando era la hora del recreo se esfumaba como por arte de magia. En vano me recorría yo la instalaciones escolares buscándola, y cuando tocaban la campana, entonces aparecía con dos o tres niñas de su grupo riendo como si nada. Siempre fue así. En cambio, viviendo cerca la veía entrando y saliendo de su casa y enterándome de algunos de sus asuntos más personales. Por la tarde salía y se sentaba en el andén con sus hermanas más pequeñas o con su mamá a jugar parqués y conversar. Me gustaba cuando se soltaba el cabello que siempre mantenía atado en forma de cola. Y también cuando se ponía una blusita amarilla con florecitas y short blanco. Me dolió cuando uno de mis amigos, el que le decían Colmillo, viéndola así toda bonita, dijo ésta pelada se está pasando de buena, hay que ir pensando en hacerle la vuelta. A partir de ese día Colmillo pasó a convertirse en mi enemigo más odiado. Tanto, que hasta pensé en provocarle un accidente para que lo mandaran incapacitado a su casa por lo menos un año. En nuestra nueva vivienda tuvimos espacio para jugar y subirnos a los árboles. Toda la loma le pertenecía a Libaniel Caicedo. El hijo mayor, de nombre Lisímaco, era el encargado del pastoreo del ganado. Se hizo amigo de nosotros y nos llevaba a reunir y meter el ganado en el corral por las tardes. Pero mi mente estaba puesta en Aura Rosa y en lo que había dicho el repudiable  Colmillo. Maldito. Fue cuando se me acrecentó más mi curiosidad, pero sobre todo mi amor por Aura Rosa. Disimuladamente me iba por los solares aledaños hasta llegar al predio de su casa y por entre el cerco de cañabrava me ponía a observar hacia su interior. Unas veces lograba verla por escasos segundos, en otras me descubría el perro que tenían, uno furioso que le decían Lión, y armaba un escándalo de padre y señor mío queriéndoseme tirar por encima del cerco. Tenía yo que salir a perderme en pura carrera no vaya a ser cosa que don Libardo, que bien jodido sí que era, saliera a perseguirme machete en mano suponiendo ladrones. Perdidas todas mis esperanzas me acerqué un sábado por la mañana al cerco sin hacer bulla, muy atento a la presencia del perro, y que no fuera a delatarme con los ladridos, cuando la vi saliendo con afán al solar y llegando a una mata de maracuyá muy frondosa que tenían, se subió la falda hasta la cintura y se bajó el calzón para soltar un chorro abundante sobre la tierra. Yo estaba de frente, protegido por el cerco de cañabrava y las enredaderas que lo cubrían, pero ella no me veía a mí, ocupada como estaba en la ejecución plácida de la orinada. Debo admitir que el pulso se me aceleró en tal medida que temí caer fulminado por un infarto. Cuando acabó, alzando los ojos hacia arriba donde colgaban las maracuyás maduras, metió un pañito blanco entre las piernas para secarse. Lo curioso fue que después se lo llevó a la nariz para olerlo. Hizo un gesto de aprobación. Dejó tirando el pañito entre el cascajero y así como llegó, corriendo, así mismo ingresó de nuevo a la casa. Se me ocurrió la triste idea de buscar una vara larga que llegase hasta donde estaba el paño, ensartarlo y traerlo hacia mí. Que ese hallazgo lo guardaría como una reliquia. Pero como si el perro, aparecido de la nada, hubiera descubierto mis intenciones, se abalanzó contra el cerco armándome feroz bulla. Maldiciendo con ímpetu al animal me alejé del sitio pensando que ahora sí tenía por todos los medios posibles que conquistar a Aura Rosa antes que otro más avispado y ambicioso lo hiciera y diera al traste con mis sueños, que era lo mismo decir con mis ilusiones. El corazón no dejó de latirme durante el resto de ese día. Y verla como la vi en todo su esplendor de mujer fue una de las cosas que nunca podré olvidar. Así tuviera en el futuro que casarme con otra mujer. Justo al año de estar viviendo en esa casa papá tuvo una discusión con el dueño, el señor Libaniel Caicedo. Nunca supe por qué razón. Lo cierto es que al otro día ya estábamos desocupando, y cuál mi sorpresa cuando papá dijo que había que ir llevando las cosas a nuestra próxima vivienda, una casa enorme al lado nada más ni nada menos que de la casa de mi amada Aura Rosa. Allá fuimos a parar con el alborozo propio de estar llegando al paraíso mismo. El destino me imponía un reto. Quizás un acto de justicia a mis sentimientos por todo ese tiempo esperado. Era ahora o nunca.  Al menos así tuve el coraje de planteármelo. 

(¡Los buenos recuerdos! Por medio de ellos descubrimos la importancia de vivir sin culpas, sin remordimientos, dándole a la vida un sentido perfecto. El tiempo siempre apremia, y cuando menos lo esperamos, los días y los años van levantando su propio castillo de sueños siempre o nunca realizados, es la opción, la escogemos para medir los pasos, el alcance de nuestros actos; los años vividos nos van ubicando en lugares que, si son cómodos y agradables, nos permiten apreciar y disfrutar lo logrado. No de otra manera nos daremos el gusto de ver nuevos amaneceres, nuevos y atractivos paisajes, que son la suma del trayecto recorrido. Si no escribiese todos los días, uno acumularía veneno y empezaría a morir, o desquiciarse, o las dos cosas. Uno tiene que mantenerse borracho de escritura, para que la realidad no lo destruya. Me encontré la frase como se encuentra una pequeña joya entre la barahúnda de cosas inservibles arrastradas por el mundo. Es de Ray Bradbury, cosa que me alienta a seguir escribiendo apenas tengo la oportunidad de hacerlo aunque muchos vean esta labor como el producto de un desajuste mental progresivo. El pobre está loco, no de otra manera puede calificarse el hecho de quedarse inmóvil, estático, casi sin parpadear, sin respirar, ante un papel. Ni de comer se acuerda. Hay que estarle recordando eso para que no muera de inanición. ¡Con qué extraño fin se pondrá a hacer eso! Eso dicen los que me ven. Levantan su propio juicio. Hacen su particular señalamiento. Califican y descalifican sin averiguar primero el quid del asunto. La broca que carcome el cerebro del paciente. Me causan extrañeza sus conductas de gente normal. ¡Si al menos preguntaran primero! Pero evitan hacerlo. No quieren caer en confusiones. Menos en contradicciones. Su juicio está a salvo. El mío en entredicho. Pronto me pondrán a buen recaudo. Yo anticipo mi escritura como única fórmula de salvación. De estar rompiendo el hechizo. Es lo que me diferenciará entre una locura y otra.)

Nicolás Figue/ Vocesdispersas- escrittore17.blogspot.com  


  Foto subida de internet


 

 

Comentarios

  1. Que bonito relato de ese primer amor que dicen nunca se olvida, Dios te siga iluminando y dando sabiduria para seguir cultivando tu sueño.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Este largo párrafo corresponde, o mejor, es parte del libro que abarca buenas parte de una historia escrita que puede ser, en el fondo, una autobiografía, con título propio: "Esta risa no es de loco", evocando al gran Héctor Lavoe, causante de mi pasión por la salsa.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Rumba en la Luna

Es domingo.