Equinoccios
De
repente llegaste nueva, apareciste con 17 años apenas, teniendo 50. Pero
llegaste segura de mostrarme el tiempo exacto en que te enamoraste de mí, lo
que eras y representabas antes de emprender tu vida sin incluirme en ella, negándome el cuándo y el
cómo, el presente y el futuro, la llave y la entrada al mundo disparatado que
escogiste para ser tu propio personaje. La reina. Volviste anoche como la niña
ágil, inquieta, e impredecible que eras cuando te conocí. Me dijiste que te
mirara bien, que detallara cada centímetro de tu cuerpo, que midiera por deseos
cada palpitación del pecho, las ansias retenidas que lo apretaban por dentro,
esas mismas que te llevaban a conmoverte, a querer llorar sin evitarlo. Me
invitaste luego a que te desnudara delante de todo el mundo, al fin de cuentas
nadie existe, sólo sombras y recuerdos de aquellos que, alguna vez, tuvieron la
facultad de la observación aguda, del análisis certero, de la crítica
implacable. Del morbo nunca disimulado. Ellos son nada ahora. O quizás sí: el
producto de nuestras culpas y prejuicios. Fantasmas errantes de un miedo por
mucho tiempo retenido. Adoptado por desaciertos y ambigüedades. Tanto el
tiempo, como la historia, giran alrededor de la misma pregunta inconclusa. Qué
somos. Qué fuimos capaces de dar. Qué nos venció. Lo esencial es lo que sucede
en este momento. Vas a conocerme como no llegaste a hacerlo nunca. Como jamás
te lo permití. Nos separan escasos diez metros uno del otro. La penumbra es
propicia. Vas a restablecer tu fortaleza de hombre a partir del primer paso que
dé hacia ti. No te muevas. Quédate donde estás. El tiempo de la espera terminó.
Materializaste la idea del amor en esto que ves ahora. Soy tu fantasma, te doy la bienvenida ahora a esta nueva
morada.
Nicolás Figue/Vocesdispersas.
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