Sólo una cosa sé.

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Sólo una cosa sé y es que el amor existe. Pero el placer de la carne es el amor más sagrado que existe entre un hombre y una mujer. Sin tener en cuenta nexos ni vínculos. Es la fuerza más poderosa para derribar tabúes y prejuicios. ¡Qué representa eso ante un placer verdadero! ¡Nada, ni siquiera un leve arrepentimiento! Lo que se obtiene de ese placer experimentado por gracia de lo prohibido, es lo que vale y pone a vibrar los sentidos. Ninguna sensación debe compararse a esto.  Lo dijo el vate Rubén Darío y a su sentencia me atengo: “Cuando el hombre ama de veras, su pasión lo penetra todo y es capaz de traspasar la tierra”. Si no hacemos lo que sentimos cuando lo sentimos, ¿para qué vivimos? No hay que escandalizarse ante el llamado del deseo. El momento tiene que ser único. Fuera vergüenzas, fuera reproches: hay que olvidarse del mundo para meterse de lleno al mundo de los sentidos. De las deliciosas sensaciones. ¿Te imaginas yo mirándote a los ojos y sin decirte nada desordenar tu pelo, quitar esa blusita blanca que llevas puesta, desabrochar el brasier entre roces fugaces de mis labios en tus labios, en tu piel delicada y palpitante, dejar al descubierto tus magníficos senos de sonrosados pezones, olerlos despaciosamente para embriagarme con su aroma de mujer cercana, asombrada, prohibida, ir bajando hasta llegar al punto de tu ombligo, escarbar con mi lengua su oquedad tibia, sentir en el colmo del éxtasis que me estoy abriendo camino, que voy en pos de lo más deseado, que basta desabrochar el botón de  tu short color naranja para descubrir tu calzoncito blanco de algodón ceñido candorosamente a esa parte de tu piel que nadie más ha visto, excepto tu marido, tu gran mor, el que  ya te hizo un hijo con toda la gana, le rogaste que así fuera, que actuara como el semental que siempre soñaste para tí, te guardaste para él briosa, entera, haciendo ver que ahí reside todo tu encanto y tu magia de mujer, como cuando una vez dejaste un calzoncito húmedo, acabado de sacar, ahí en el baño, y yo entré, y fue lo primero que atrapé, es mío, me dije, y sin dudarlo un instante me lo llevé a la boca, a la nariz, para aspirar el olor reciente ahí dejado, impregnado en forma de corazón, un halo amarillo, la huella y el testimonio directo de tu capullo vaginal. Imposible evitar la acuciante erección y el no menos despreciable placer autoprocurado  a medida que tu olor íntimo se dispersaba por mi cerebro y me hacía temblar en un delirio febril. Así empecé a quererte y a desearte de una manera francamente libidinosa mientras te retorcías de placer en brazos de tu amante de turno. Han pasado muchos años de aquel pírrico suceso y hoy, cuando he vuelto a verte, estás mejor, muchísimo mejor que ayer. Un portento de mujer. Mírate no más las piernas, tersas y provocativas, la antesala de tu universo abierto y oculto a la vez a toda tentación. Y lo que pienso cuando te tengo cerca! Las ganas de ir devorándote a pedacitos. De masticarte y saborearte sin tregua mientras estimulas mi apetito con solo hablarme. Que de eso también nos alimentamos los desprovistos de sueños reales, tangibles, los que naufragamos en el engaño y la mentira por arte del desamor y la cruel melancolía. Hablaremos de esto después. Por lo pronto dirijo la memoria a lo más abyecto de nuestra naturaleza humana para dirimir el asunto  del deshonor y la estulticia     con toda la serenidad posible.


Nicolás Figue/Vocesdispersas.

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