No se lo digo a nadie

 


De las cosas que recuerdo, que me han marcado a nivel emocional, ésta es la que todavía me produce  una morbidez fuera de lo común. Debía tener yo 12 años. Vivíamos en El Lopa, allá en el Cauca. Mi papá era Inspector de Policía de ese lugar. Nuestro amigo más cercano y con el que más compartíamos el tiempo era Rubén Darío Pulgarín. Tenía él dos hermanas menores, Maria Eugenia, de 12 años, cabello lacio, muy negro, tez trigueña, y Stella María, de 9 años, cabellos rizados, rubia total. Eran huérfanas de padre. Siendo agente de policía fue emboscado y muerto por un grupo insurgente que operaba en la región. De eso hacían ya cinco años, decía la viuda, poniendo cara de tristeza y alborozo a la vez. El recuerdo que les quedaba a los huérfanos era leve. Insustancial. La madre, de nombre Lusitania Benítez, siguió atendiendo el granero desde la primera hora del día hasta la última de la noche, única fuente de ingresos para el sustento de la familia. Los sábados y domingos el granero se convertía en cantina. Ella, la señora, entendió que la única diversión en el pueblo era poner música para que la gente baile. El trago vende, y si se le añade la atención de algunas mujeres atentas, salidas del inframundo, y hasta un par de maricas dispuestos a hacer el show, los clientes llegaban puntuales a disfrutar del espectáculo. Este era el escenario que la madre les montaba a sus hijos los fines de semana con la excusa de incrementar el presupuesto familiar para bien de todos. La plata había que buscarla a como dé lugar. Era un martes si mal no recuerdo cuando llegaba el surtido del granero. Lo traía un camioncito Ford 300 color verde. Eso motivaba a más de un muchacho de los tantos desocupados que merodeaban por la plaza a buscarse lo del mecato. Doña Lusitania ocupaba al que se le ofreciera para bajar la mercancía y arrumarla en el cuarto que hacía de bodega. El pago era una gaseosa con pan. Nunca daba plata. Ese día nos apuntamos con mi hermano Felipe a bajar los bultos y cajas del destartalado vehículo. Terminada la labor nos dijo la señora que le ayudáramos a pesar azúcar. Que el pago iba reforzado. Aceptamos encantados. Eso significaba gaseosa, pan, helados, y otro mecato adicional que nos daba a medida que íbamos haciendo  la labor del pesaje. Todos muy serios y acomodados alrededor del bulto de azúcar, cuidando de no sobrepasarnos con la medida. Así iban transcurriendo los minutos cuando veo a Stella María muy concentrada metiéndose la mano dentro del short y oliendo. Hasta ahí nadie más se había dado cuenta, ni la mamá que acomodaba las libras de azúcar ya pesadas y las acomodaba en el estante, muy cerca de ella. Pasaron los minutos y Stella seguía inmersa en su postura, metiendo la mano, dejándola ahora un rato ahí, escarbando la rajita con los dedos. Nunca volteó a ver a ninguno de los que estábamos allí. Era ella, desafiante, impetuosa, con su insolente travesura rasgando la tarde. La niña queriendo transformarse en mujer. Y en su juego, si es que podía denominársele así, quedaba al descubierto la esencia de un comportamiento casi demoniaco.  De pronto se bajó el short lo suficiente para abarcar con su mano inquieta el promontorio íntimo apenas cubierto por una leve pelusilla dorada. Su petición fue demasiado inverosímil pero explícita: “¡Mamá, quiero pichar!”. Todos soltaron la carcajada, y la mamá, muy tranquila, lo único que dijo fue “¡Ay con lo que salen estos niños de ahora, vaya pa´dentro  mija, métase  un baño que le quite esa pereza!”. Sentí que la cara me ardía. Fue lo que más risa causó entre los que estaban allí. “¡Mírenlo, se puso rojo!”. Maldije en mis adentros la ocurrencia de la chica. Pero porqué tenía que ser yo quien llevara la peor parte. La que tenía ganas de pichar era ella, el problema era que nunca en mi vida lo había escuchado así directamente de una mujer. En este caso, de una niña inocente. Bueno, de una niña tan audaz como ella. Alcancé a verle incluso el pubis con el nacimiento de la raya encima. Lo que realmente me hizo sentir mal fue la súbita erección que siguió a continuación de su propuesta. El caso es que ella tenía nueve años apenas. No era del todo consciente de lo que decía, aunque con su cuerpo expresaba lo contrario. A regañadientes se alejó la niña de allí en dirección supuestamente al sitio donde su mamá la mandaba. Supuse que al llegar allá entraría muy desganada, cerraría la puerta, se quitaría toda la ropa, abriría la llave para que el chorro del agua le caiga  encima por breves segundos. ¿Aprovecharía para  meterse los dedos ahora sí con toda la libertad del caso, repitiendo una vez más su “quiero pichar quiero pichar quiero pichar” hasta que logre un simulacro de sexo apenas consumado?  Su hermana María Eugenia, con doce años, descollaba ya con un cuerpo muy bien formado y cierta picardía en la mirada. Fue la única que advirtió mi erección. Con la mirada le supliqué silencio. Siguió riendo estruendosamente pero sin decir nada. Gracias, le repetí mentalmente. Y cuando tengas ganas de hacer cositas (me pareció horroroso decir "cuando tengas ganas de pichar, usando la expresión de su hermana), me buscas. Yo no se lo diré a nadie.

Nicolás Figue/Vocesdispersas.




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