POSIBLE HISTORIA DE AMOR
Ahora que lo pienso, eso no tuvo que pasar
así, como en su momento quiso serlo, sólo porque muy al fondo, en el alma,
había un vacío, una sensación de abandono y
soledad insoportables. Creo que eso pasa cuando la persona que está con
uno no lo está ni física, ni emocional, ni espiritualmente cuando se la
necesita, porque en su mente sólo hay culpas, reproches y arrepentimientos.
Desamor, para ser más exactos.
Por eso digo, ahora que lo pienso, asfixiado
casi por los recuerdos en esta noche tormentosa, llena de sombras, de voces y
rostros extraviados, yo nunca debí
guardarme el secreto, ese “incontrolable pecado” que tú misma, desde tu
sapiencia de mujer casada pero irresistible, me fuiste alentando en esas tardes
de ensueño en que juntos procurábamos alargar la distancia de nuestro obligado
trayecto hasta el paradero del bus. Éramos la típica representación de los dos
empleaditos de almacén saliendo de su trabajo después de una intensa y dura
jornada de 11 horas continuas. Dos seres anhelando su libertad en medio de esa
inevitable pero creciente atracción que nos iba acercando al mas mínimo
pretexto para justificarnos ahí solos, los dos, en medio del tumulto, del
tráfico endemoniado de esa hora. Y aunque el mundo, cómplice y magnánimo,
parecía mostrarnos un camino diferente en cada aviso, en cada anuncio que
encontrábamos a nuestro paso, nosotros, sujetos a un temor inocultable,
buscábamos el camino más limpio e
iluminado para no tropezar y caer. Ni siquiera hicimos el intento de
escudriñar un poco entre las sombras para averiguar qué puede existir en ese
“un poco más allá” que a veces los ojos no logran captar. Pudo más la costumbre
de sustraernos al encanto vespertino del paisaje de siempre. Eso confirmaba que
íbamos por el camino correcto. El que inexorablemente debía conducirnos a casa,
la de cada uno. Pasado ya el tiempo, sin
embargo, sigues anclada en mi recuerdo, acompañándome, cómplice, por
esos mismos caminos de incertidumbre, pero causándome la más vil agonía ahora
que la memoria ejerce su doble función de verdugo y alcahuete.
Tu nombre, lejana hechicera de sueños
inútiles, merece ser tatuado con destellos de luna en esta oscura maraña de
recuerdos donde con angustia y desilusión parece desvanecerse mi vida.
Por eso hoy, al evocarte con el frenesí del
adolescente enamorado, presiento una irremediable sensación de tristeza, algo muy semejante a la ternura naciente, o
al recuerdo que se aleja… como lo escribió el poeta, y que a ti te pareció
“apto” para que nos fuéramos entendiendo. Si, me leíste el poema completo entre
sorbitos lentos de café y miradas furtivas de niña soñadora. No había mucho por
hacer a nuestro favor en aquel momento con todo el arrume de documentos y
facturas por liquidar. ¡La tensión a que nos sometía nuestra implacable
auditora exigiendo los resultados de la jornada! Ternura naciente. Recuerdo que
se aleja. Ya no importa lo que pueda ser esto ahora. El destino tuvo la
precaución de ponernos en el sitio y lugar que nos correspondía. Y el tiempo,
tan prolijo en coincidencias y casualidades, tendiéndonos una trampa más para
probar ese poco de aliento que nos quedaba.
Lo prohibido quita de plano lo valiente
tratándose de nosotros dos. ¿Te das cuenta la insensatez y lo pretencioso
además del enunciado? ¡Nosotros! Estoy hablando con la vaguedad del condenado.
Como si alguna vez ese “Nosotros” hubiera alcanzado la maravilla del
sentimiento declarado, revelado y aprobado por la calidez del beso. El beso y
el abrazo que funde las almas y los cuerpos en un solo pálpito del corazón
enamorado. ¿Qué debo procurar ahora? ¿Adelantar mis planes y sellar con pacto
de silencio estas duras confesiones? ¿O quizás, digo, si al menos… quisieras
escucharme por una última vez?
Admito que fue ella la que insistió, la que me dijo: nadita de irme
olvidando, llámame cuando quieras, ojalá cuando tengas terminado un cuento,
eres muy bueno en eso, recuerda que me lo prometiste. ¿Cuándo vas a dedicarte por
fin a escribir en serio? Quiero decir con una disciplina, con un plan. ¡Ahora
que vamos a engrosar la larga lista de desempleados de este país vas a tener
una buena excusa para hacerlo! Yo hasta he pensado matricularme en una academia
de baile para no perderle ritmo a la vida. Pero tu, tu, siéntate juicioso ante
la máquina y dispara cuantas palabras por minuto puedas. Como una productiva
metralleta. Tacatacatacatacatactacatacatacatacatacata así sin detenerte, con
fiereza, con puntería, sin perder el punto de tu objetivo. En tus labios sonaba muy fácil y muy lindo.
En otros tiempos, y con la persona indicada al lado, podría dar resultados. Es
por esto quizás que tomé el teléfono y marqué tu número a sabiendas que sería
el peor acto irresponsable que podía cometer pero también el más esperanzador
de mi vida: ¿Aló?- Aló, quién habla. -Hola, perdóname, soy yo (Pausa y natural
extrañeza) -No entiendo, explíquese, mire la hora que es. -Astrid, no cuelgue
por favor, no pretendo causarle problemas, reconózcame. (Breve silencio. Súbita
sorpresa) -¿Tú, a esta hora? ¿Te das cuenta si mi marido estuviera aquí
conmigo? Agradece que hoy le tocó turno en la fábrica, por Dios, qué va a
pensar. Pausa. Leve murmullo. -Perdóname, te lo suplico, quizás me volví
repentinamente loco, estoy pasando por un momento complicado, pensé en ti, lo
que estoy haciendo es indebido, eres la única persona que puede comprenderlo,
no sé que puede ocurrir conmigo dentro de un par de horas más, tengo miedo.
(Pausa prolongada, indecisión, suspenso, respiros ansiosos, entrecortados, sonidos
lejanos, indescifrables, propiciados por la magnitud de la noche, por el
delirio de las sombras…) –No debes, por favor, no debes llamarme así como así,
francamente no entiendo lo que te pasa, debería colgarte ya mismo. -¡Astrid,
por lo que más quieras escúchame, esta es una cuestión de vida o muerte, por lo
menos préstame atención unos minutos, caso contrario, no tendré mas remedio que
cortar con mi vida, no tengo alternativa, tampoco fe, y las pocas ilusiones que
me quedaban se esfumaron irremediablemente de mi ser! – ¿Me estás hablando en
serio hombre o sólo es una treta de mal gusto para retenerme en el teléfono?
–Es cierto, Astrid, te estoy hablando con el corazón en las manos, me quiero
morir, ya nada vale la pena en este mundo, quizás no debí llamarte para
decírtelo así, como la gran cosa, tampoco decidir que serías tú la persona
escogida para decírselo, pero si tengo que hacerlo, si tengo que llegar hasta
lo último, quiero que seas tú esa única
persona con quien pueda hablar. Por lo menos permíteme esa última dicha y ese
sosiego. –Me llenas de espanto, no puedo creer que seas tú, la persona que me
demostró seguridad y confianza en sí mismo, quien me lo esté diciendo, pienso
que debes estar…enfermo, digamos, pero con una enfermedad mucho más grave de
las que padece cualquiera. –Astrid, piensa lo que quieras, no estoy inventando
nada para causarte impresión, se muy bien lo que estoy sintiendo y por eso te
llamé. -¡Oye una cosa: si me estás haciendo una de tus bromas no te lo voy a
perdonar nunca! ¿Me entiendes? –Astrid, amiga, soy incapaz de una cosa
semejante, me conoces lo suficiente, piensa que nunca te defraudé ni como amigo
ni como compañero de trabajo, menos como…como…
-¿Como qué? –Bueno, nunca tuve el valor de expresarte cosa distinta que
los afectos propios de una bonita amistad, y me siento en el deber de seguir
siendo leal y honesto contigo, déjame demostrártelo, así sea lo último que
pueda hacer por mí y por ti, por supuesto. -¡Ignacio, por favor, no digas
tonterías, recapacita, francamente te desconozco, hombre! Ignoro los motivos
que tienes para hablarme en semejantes términos, pero si hay algo que yo pueda
hacer, dímelo, no te reprimas, quiero conocer esas situaciones anómalas que
están ocurriendo en tu vida. Dímelo
inmediatamente. (Nerviosismo, angustia, desesperación en ambos extremos,
soledad y vacío, un gran vacío en el alma) –Astrid, escúchame, mi vida es un
completo fracaso, no he vuelto a conseguirme un empleo después que nos
liquidaron en el almacén, he ido a muchas partes, recorrido calles y tocado
puertas en vano, todos me responden con una negativa, ni siquiera se toman la
molestia de observar mi hoja de vida, dicen que con 45 años es difícil que me
tengan en cuenta para algún oficio, son las exigencias y los requisitos de las
empresas, ¿y la experiencia, y los conocimientos y las capacidades, y la
honradez, la honestidad, es que acaso eso no cuenta? Para ellos somos unas
piltrafas, unos residuos humanos, la escoria de la clase laboral. Nos pusieron
sello de vencimiento antes de tiempo. Veo el panorama demasiado oscuro. El poco
dinero de que disponía se fue acabando en ir de aquí para allá tocando puertas,
insistiendo, casi que implorando la oportunidad que merezco. Las cuentas por
pagar van creciendo, lo único que he podido mantener vigente hasta ahora es el
teléfono, sólo con la esperanza de que una llamada del destino me dé la noticia
esperada y vuelva a darle un vuelco a mi vida. Eso no va a durar mucho. Dentro
de poco suspenderán el servicio y quedaré borrado para el resto de la
humanidad. Hace un par de semanas nomás me vi enfrascado en un altercado penoso
con la dueña del apartamento por la demora en el pago. El incidente agravó aún
más la crisis en el seno de mi hogar, provocando la reacción definitiva de mi
mujer. Me dijo que si no resolvía rápido estos problemas se marcharía de mi
lado llevándose a los niños. En palabras suyas, dijo que tenía a donde irse. Se
propuso hacerme la vida más dura y complicada de lo que ya es por directa
consecuencia. Gritaba, no tenía un instante de calma, y lo peor, se valió de
argumentos infames para descargar su rabia y ofenderme. Dijo que antes de pasar
por la vergüenza de ser sacada a la calle prefería tomar veneno para que la
culpa recayera toda en mí. Se fue con los niños llevándose casi todo. Lo grave
del asunto no fue el hecho del abandono en sí, sino la intención de asestarme
la puñalada final que mujer vil y
perversa es capaz de hacerle a un hombre: irse detrás de un miserable, de un
aprovechado que se valió de las circunstancias para embaucarla con ofertas
seductoras de una vida plácida y mejor. Si, me engañaba, no se desde cuando ni
cómo, pero me engañaba mientras yo me partía el lomo trabajando catorce y hasta
quince horas en el almacén. Me engañó sin importarle absolutamente nada, ni
nuestros hijos siquiera. Yo quisiera saber qué era de ellos mientras la
desalmada se encontraba con su amante. Me horroriza pensar que haya podido
tener la osadía de recibirlo en mi propia casa y consumar su infamia en nuestra
propia cama. Este crimen, más ruin y malévolo que el perpetrado por asesinos
solapados, me dejó postrado moral y físicamente y con la vida pendiendo de un
hilo. No entiendo cómo tuvo el valor de hacerlo con tanta sevicia. Si no la
hubiera amado tanto como realmente la amaba, quizás no me hubiera importado su
engaño, su traición. Me dejó destrozado te digo. Destrozado, solo, y sin fe en
nada. (Astrid lo escuchó todo sin interrumpirme, sin haber emitido siquiera un
murmullo, ningún sonido de su voz. Tuve ganas de preguntarle si seguía ahí conmigo a sabiendas que aferraba
el teléfono con la misma sensación de desespero que me embargaba a mí. Estaba
sola también. Muchas veces lo estuvo mientras me hablaba de su matrimonio, del
abandono al que la sometía su marido. Creo que la situación no ha cambiado
mucho. Ella sigue preguntándose la razón de su comportamiento. El por qué se
propuso ser así con ella a medida que su mundo se ensanchaba en otras
direcciones. Pero es la vida, decía, qué le vamos a hacer. Y ese “que le vamos
a hacer” la sumía en el desconsuelo que nunca me ocultó para revelarme el vacío
de su corazón). -¿Cuánto tiempo llevabas con ella? (Era la pregunta con la que
pretendía seguir el diálogo con Astrid) -¡Imagínate, el niño mayor tiene trece
años, y la niña, once! Lo pensamos mucho para tenerlos. Es más, llegaron sin
proponérnoslo siquiera, como directa consecuencia del sexo practicado a
deshoras, a veces por venganza, por reproche, en contra incluso de la voluntad.
El sexo y el placer que embargan y confunden los sentidos. A mi mujer le
afectaron muchísimo los embarazos. No quería tener hijos, sólo una vida cómoda
y relajada. En ese tiempo ambos trabajábamos, ella se arreglaba muy bien,
compraba buena ropa, zapatos a su gusto, y no perdía oportunidad de irse a
rumbear con su grupo de amigos, compañeros del trabajo. Yo nunca me opuse para
no coartar su libertad. Era parte de la confianza que debíamos tenernos. Si en
verdad nos queríamos, teníamos que querernos así, le decía, siendo abiertos y
sinceros, tal cual somos en el fondo. Ahí pudo empezar todo, pienso. Mi mujer
es joven, atractiva, a cualquiera puede agradarle, despertarle interés. Las
tentaciones son grandes e inevitables, más si hay una relación directa con las
mismas personas todos los días en el ámbito laboral. Es nuestro caso, pasamos
mucho tiempo juntos en el trabajo Astrid, las cosas se van dando sin que uno lo
note siquiera. Pero me da rabia, mucha rabia con mi mujer porque niega con
cinismo cualquier situación comprometedora. Incluso hasta se da por ofendida y
deja de hablarme por muchos días. Eso me desconcierta, me pone en la duda de
entender con exactitud lo que le está pasando. (Astrid suelta un leve hum
comprensivo) -¿Nunca llegaste a sospechar nada extraño en su comportamiento? (Era
mi oportunidad para que me fuera entendiendo mejor): -¡Claro, y cuando se lo
dije se disgustó mucho conmigo, llegó a tildarme de ridículo egoísta y de estar
viendo fantasmas donde no los había! ¡Hasta me amenazó con separarse de mí si
yo no le daba confianza! (Al menos encontraba una persona apta para decírselo) –Demasiado
hábil y astuta, ¿no crees? (¡Ahora sí que la iba teniendo de mi parte). –Si, mi
punto débil fue ese precisamente, haberle dado la confianza que ella reclamaba
dizque para demostrarme la transparencia de sus actos. Lo hice creyendo estar
obrando a conciencia. Confié en su amor. (A Astrid tenía que impresionarle mi
sinceridad y mi compromiso de pareja con ella, con mi mujer) –Pero ella no te
estaba amando realmente. –No sé, pienso que siendo como era, me demostraba su
amor de alguna forma. –Te conformaste con muy poco. –Bueno, habrá modo de
calificarlo, pero a nombre del amor se cometen grandes estupideces. –¿Y eso es
lo que más te duele? ¿Qué te haya dejado por otro? Quizás, sin darte cuenta, escogiste la mujer equivocada.
–Si a errores y equivocaciones vamos, creo que uno jamás termina de conocerse
tal cual es… (Fue una salida algo desafortunada que ella aprovechó): -Suena
como a disculpa en asunto tan serio. Hasta en eso te falta carácter para
reconocerlo. Pareciera que nunca aprendiste a distinguir esa gama “de amores y
colores” que cubren el rostro de una mujer. Las mujeres somos divinas cuando
nos conviene, y espantosamente crueles y despiadadas cuando nos proponemos
serlo. En el acertado manejo de esta ambivalencia reside todo nuestro encanto
mi amigo. (Su sinceridad era aplastante) –No quiero llegar a pensar que puedas
ser una arpía en potencia. Me pareces mucho más razonablemente bella cuando
sigues siendo tu misma. (Se lo dije en tono conciliatorio esperando una
respuesta aprobatoria que me permita llegar al asunto por el cual la llamé) –El
problema tuyo, si quieres que sea franca y sincera contigo, es que eres
demasiado sentimental, y crees a pie juntillas en lo que te dicen mujeres como
la que tuviste. Y eres hasta capaz de morir por esos amores livianos que no te recompensan.
–Siempre pensé que nadie debería morir por un amor que no le conviene, pero
ella, aparte de ser el amor de mi vida, es mi mujer todavía, la persona con la
que he compartido todos estos años, y ser la madre de mis hijos. Yo deposité
toda, absolutamente toda mi confianza en ella, pero me falló, es cierto. Me
falló cuando yo más la necesitaba, cuando más creí que su comprensión iba a
estar por encima de las tantas adversidades vividas. ¿Comprendes ahora el
tamaño de mi tragedia? Nunca la falta de esa persona con la cual estuviste se
hace tan notoria cuando entiendes que ya no está a tu lado. Estar solo y
despertarse en medio de la noche equivale a morir lentamente sin llegar la
muerte del todo. ¡Qué diferencia hay entonces entre morir a medias o morir del
todo! Es por eso que necesitaba hablar con alguien para al menos…poder
explicárselo. Perdóname si escogí a la persona equivocada. (Otra vez pausa,
sollozos repentinos luego. Tristeza infinita) -¿La quieres lo suficiente como
para perdonarle su falta? –Se perdona, si, pero no se olvida. Por amor se
pueden llegar a cometer las cosas más absurdas e insólitas. Hubo un tiempo en
que creí que el nuestro era un amor puro y transparente, y todas nuestras
acciones se encaminaron a perpetuarlo
como el sol que iluminaría nuestras vidas. -El error es admitir que lo divino
trasciende lo humano. -Ya me dijiste que los seres humanos, sin excepción, nos
dejamos llevar por las emociones, pero sobre todo por las debilidades. No
pienses que haya sido ella únicamente la que aportó el máximo de culpa. –Eso
quiere decir que ya examinaste detenidamente las circunstancias para darte
cuenta de lo que ocasionó la ruptura. Súmale a eso la falta de dinero y las
pocas posibilidades de superarlo. No hay que ser expertos en el tema para saber
que este factor es causa de conflictos graves en el hogar. El deterioro de toda
relación proviene de allí. Un hombre sin dinero es un hombre que ha perdido
toda capacidad de acción y de presencia. Si ya no hay bases para sostener una
casa, una familia, la casa se derrumba sola y la familia desaparece. -Lo que no
es justo es que tú luchaste por eso, correspondiéndote la desgracia de
presenciar el desplome. Inocente de toda culpa. La labor que emprendiste no la
terminaste tú, la culminaron otros. Aún así no puedes considerarte un hombre
acabado y proclive a despreciar la vida. Lo que te quedó de todo esto, tu vida,
es ahora tu máximo tesoro, y debes empezar de nuevo para sacarle el máximo de provecho.
¡Reacciona, hombre, no es tiempo de bajar la guardia, los buenos tiempos están
por llegar! La única forma de averiguar como se gana una batalla es
comenzándola. ¡Qué esperas entonces! Sólo los débiles y mediocres se sientan a la vera del camino a lamentarse
y llorar. ¡Matarse! Vaya estupidez. Terminarás por semejarte al suicida del
cuento que leyó García Márquez, el de aquel desencantado que se arrojó a la
calle desde un décimo piso y que “a medida que caía iba viendo a través de las
ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los
amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían
llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse
contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del
mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para
siempre por la puerta falsa valía la pena ser vivida”… (Astrid se estaba
constituyendo en el soporte moral que yo necesitaba en ese momento para disipar
ese cúmulo de ideas que socavaban el terreno ya muy resquebrajado de mi
angustia existencial) -Exacto. Y si mal no recuerdo fuiste tú misma la que me
contó la anécdota del escrito de Gabo. Hay muchas cosas todavía que tengo
frescas en la memoria. Lo que me enseñaste y también lo que me diste a conocer.
–Supuse que… -Astrid, quiero confesarte algo: siempre, en alguna parte de este
mundo, existen como pedazos de uno mismo que quisiéramos encontrar y completar
con lo que ya somos. Nunca voy a olvidar que fuiste una excelente amiga y
persona conmigo. Los momentos que compartimos superaron en gran medida el
efecto conventual de la amistad. Eres una mujer demasiado especial y por
supuesto excepcional con todo lo que te propones. Fuimos buenos compañeros de
trabajo, pero mejores amigos por encima de esas circunstancias fatigosas y
apremiantes. Tampoco perdimos el respeto que nos debíamos el uno por el otro.
Considero que esa fue uno de nuestros mayores logros. Sabes apreciar y
conservar esos ofrecimientos de amistad que te hacen las personas que te
quieren y admiran. Jamás tienes en mente defraudar a nadie. Astrid, no todo lo
que brilla es oro. Dentro de uno parecen existir muchos individuos, cada uno
con una intención y un propósito diverso, quizás diabólico y maligno. Prueba de
ello es este rostro desconocido que ahora estoy presentándote para justificar
mis debilidades. Sin embargo sigo considerando al amor como el único
sentimiento digno de ennoblecernos, reconstruirnos y salvarnos para la vida. -¿Quiere
eso decir que no vas a rendirte, verdad? – Quiere eso decir que puede y existe
una única posibilidad de emprender otra batalla. –Me tranquiliza saberlo por tu
bien. No eres de esos tipos que se rinde tan fácilmente sin haber peleado
primero. Sólo espero que cuando hayas hecho lo suficiente me llames para
felicitarte. Llámame para que me lo cuentes, ¿prometido? –Prometido, de eso ten
plena seguridad. –Hasta pronto entonces. –Hasta pronto.
Y eso fue todo. Pude haber sacado todos los
pretextos para continuar hablando contigo durante toda la noche, pero respeté
tu condición de mujer casada, comprometida con un hombre, con una familia y con un hogar. Una esposa en ese
momento sola en una cama, es cierto. Sola en medio de esta noche inmensa y
vacía. ¿Seguir hablando contigo? ¿Para qué? Bueno, para arrancarte unas cuantas
sonrisas y formar con ellas un
espléndido ramo de nostalgias en mi tránsito a ese silencio de hielo que me
llama. ¡Un año casi de no verte, mi bella Astrid! Pero tu voz fue real, factible,
como reales también fueron mis impulsos, colmados de deseos, por tocarte y
acariciarte desde mi perspectiva de fantasma a punto de integrarse en su
territorio de sombras. Ahora ya nada me impide lanzar voces y gritos desde las
orillas de esta fosa de sombras que me traga, y de donde voy sacando los pies
poco a poco para elevarme en estatura y pensamiento sin ser el espectro que
quiero ser. ¡Astrid, amada mía! ¡Si al menos te me aparecieras de la nada
refulgiendo como uno de esos personajes mentales que representabas para
sorprenderme! ¡Eran sin duda tus dotes
histriónicas lo que yo más admiraba de ti! ¡Esa vena de actriz, de cantante, tu
gusto por los libros, la poesía, esa vocación artística que nunca pudiste disimular
y que fue el puente para conectarnos y
hablar durante horas enteras sin importar los comentarios fastidiosos que se
hacían a nuestro alrededor! “¡Ustedes dos parecen loritos parlanchines hablando de cosas que ni
se les entiende! ¡Si así como hablan, trabajaran, estuviéramos en la gloria y
hasta con tiempo de sobra para sentarnos
a tomar tinto los cuatro!” Tu magia de actriz consumada lo resolvía todo. Eso
no te llevó a semejarte a nadie más sino a ti misma por lo que eras, sentías y
creías. Sin embargo ese parecido tan inevitable de asociar con…bueno, ya sabes,
no fue asunto mío el descubrimiento, yo simplemente aprobé, corroboré, asentí
orgullosamente cuando los demás te lo decían y no precisamente para inflar tu
ego y darte ínfulas. ¡Qué locura!, ¿verdad? Todo empezó con tu ocurrencia de
querer llevarte la revista sin cancelarla del supermercado. Era la última
edición de Gatopardo con la foto de la actriz en la carátula. Una foto bellísima de una mujer
mucho mas bella y “temible” aún. Me la quiero llevar sin pagarla porque no
tengo plata. Soy pobre y vivo lejos, dijiste achicando malignamente los
ojos. Habíamos ido a ese supermercado
con el pretexto sólo de estar juntos y conversar. Y bueno, para tomarnos un
café y “curiosearnos”, como preferías denominar a nuestro gusto por el diálogo.
No puedo negar que me alarmaste cuando supe de tus intenciones verídicas de
querer llevarte la revista sin pagarla. Sabes que es un delito. Y nos pueden
llevar a la cárcel. A los dos. Sin rechistar. Piénsalo. Tienes un marido y dos
hijos. Y mis condiciones son iguales.
¿Verdad? Verdad. Otra faceta desconocida de tu personalidad. Aunque me emocioné
como un adolescente al tener al lado una mujer fascinante dispuesta a todo.
Realmente de película. Eso. Una mujer de película dispuesta al desafío y la
aventura.
En un comienzo el asunto parecía cosa de
chiflados: llegamos al reconocido centro comercial, caminamos un rato por los
pasillos viendo cosas, dejándonos seducir por las vistosidades de las vitrinas,
entramos al supermercado (aquí hacen un café express delicioso, me dijiste), nos
topamos con el exhibidor de las revistas, tomaste una muy naturalmente y la llevaste hasta el sitio donde iríamos a
sentarnos. Hasta ahí todo iba muy bien, la mayoría de las mujeres toman
revistas y se pasean con ellas dentro de las instalaciones del negocio mientras
van llenando el carrito. Si les pareció buena por las fotos y el contenido es
posible que no duden en incluirla junto a lo demás; cosa contraria, vuelven a colocarla en su sitio sin
importarles el estado en que puedan dejarla, muchas veces con las esquinas de
las páginas dobladas o untadas de dulce. A los ojos del personal activo tú eras una de esas
mujeres entretenidas en una supuesta lectura de revista, y nada ni nadie se
detenía a observar que harías luego con ella. Entre otras cosas nos habíamos
sumergido de lleno en una conversación impensable sobre política, y nuestras
opiniones eran muy puntuales para definir el terrible manejo económico que los
expertos le estaban dando a las finanzas del país. La estábamos pasando bien,
no había duda, hasta que surgió de tus propios labios el anuncio que me dejó
perplejo: “¡Alerta: Jennifer López al acecho!” Por una extraña e inevitable
asociación de imágenes en el cerebro recapitulé la foto de la carátula y te
miré idéntica al personaje que la ocupaba. Sin temor a incurrir en el ridículo
exclamé: “¡Jennifer, tú, tú aquí conmigo, esto es increíble!” Tu reacción fue
más cómica todavía: enrollaste la revista y me descargaste el tubo formado en
la cabeza. Toc sonó. Un toc ruidoso que no pasó desapercibido para quienes se
encontraban cerca. Me miraron. Creo que enrojecí un poco. Retorné los ojos a la
revista y los volví ansiosos a ti. “¡Estupenda! ¡Verdaderamente hermosa y
fascinante! ¿Me das tu autógrafo, por favor?” Amenaza de nuevo golpe con
esquivada oportuna. Espera, quédate así un momento, te ves espectacular. Angulo
perfecto. Toma ideal. Preciosa. Ven, sentémonos aquí para discutirlo. Voy por
el café. ¿Solo? Con buñuelo, tengo hambre. Las famosas también comemos. Me alejé
observando tu largo y abundante cabello negro ocultándote un poco el rostro.
Aquí tienes el café señora. ¿Qué otra cosa puedo ofrecerte para que no
desaparezca nunca esa sonrisa de diosa que me tiene hechizado? Tonto, me
ofendes. Abriste la revista buscando el artículo. Curiosamente tu interés fue
creciendo al empezar la lectura del extenso reportaje a la actriz y cantante
portorriqueña a quien la revista calificaba con el ostentoso título de “¿Quién
le teme a Jennifer López?” en directa alusión al libro de Albee, ¿Quién le teme a Virginia Wolf? Que
ninguno de los dos, valga la verdad, habíamos leído. ¿Quieres que te diga algo
demasiado serio y convincente? Se lo dije adoptando un aire de intelectual
erudito, y ella, como si mayor no fuera la cosa, simplemente contestó con un
“dilo ahora o calla para siempre” que me dejó a las puertas del cielo para
volvérmele importante. Era mi turno y no quería desperdiciarlo: Te pareces
putamente a Jennifer López. Entre esa foto de la revista y el tuyo no hay
ninguna diferencia que las altere, eres idéntica a ella. Mírala y piensa que te asomas a un espejo. Sonrió.
Sonreíste. -¡Para tu desgracia yo también opino lo mismo! Y ahora que leo esto,
más me convenzo. Su mirada franca pero soberbia bastó para confirmarme la autenticidad
de la respuesta. Al cabo de unos minutos de acuciosa lectura un gesto infantil
fue apoderándose de su rostro ligeramente maquillado. Era lindísima cuando se
ponía así, tan fresca y liviana como la brisa matinal de un día esplendoroso.
Tuve que hacer grandes esfuerzos para no caer en el desespero que me producían
sus labios entreabiertos y seductores. A veces, sin que ella lo notara, me
ponía a contemplarla largamente, a extasiarme en su figura como si fuese una
diosa terrena impulsada por la sola magia de su belleza. Y la veía y soñaba con atraparla en la red potente de
mis deseos como si fuera una sirenita extraviada. ¡Astrid, dónde estaba yo
cuando empezaste a irradiar tanta magia de mujer de ensueños y fantasías!
¡Cuando empezaste a escribir tus primeras poesías y disfrutar de tus dotes de
actriz y bailarina! ¡Cuánto la vida la tenías toda para ti y soñabas con
agarrar al mundo en tus manos! Y por qué, por qué te dio por escoger al hombre
que nunca te iba a entender ni hacerte feliz como lo merecías realmente… Por
qué eso tenía que sucederte así. Me hubiera gustado verle la cara al imbécil en
ese momento. Vernos ahí solos, tomándonos un café y leyendo una revista. Una
revista donde estaba una mujer de nombre Jennifer Astrid López Valencia. Hermosa
combinación para definirte a mi manera. Jennifer Astrid- López Valencia. Como
para tatuarlo hasta la muerte en mi piel. ¿Estaba jugando con fuego? Perdóname
si con esta pequeña felicidad te ofendo. Cuando estoy contigo pierdo
irremediablemente el juicio. Eso pasa, creo, cuando uno ama con el corazón. Es
la única razón que me convence de estar en mis cabales. De andar hacia donde me
señala el instinto. ¿O el destino? Estuve así, divagando, no sé por cuanto
tiempo, hasta que apareciste de nuevo en el plano de la realidad diciéndome
sonriente: bájate ya de esa nube y estate atento a lo que voy a decirte. Vamos
a salirnos de aquí con la revista. No vayas a asustarte ni a hacer ningún
movimiento falso que nos delate, actúa simplemente con naturalidad, y si la situación
se pone turbia, agárrame la mano y bésame. Da la impresión, el hecho cierto e
incontrovertible de que somos pareja, lo demás corre por mi cuenta. ¡Dios mío!
¡Tomarla de la mano! ¡Y besarla, besarla! ¡Actuar como pareja! ¡Esto es
demasiado y no voy a soportarlo! ¿Querrá en el fondo burlarse de mí? ¡Las cosas
que se le ocurren! ¿En qué líos nos estaremos metiendo?
Hasta ese momento nuestra amistad era
básicamente el resultado de habernos convertido en compañeros de trabajo y
pasar once horas diarias ejerciendo labores en una oficina. Yo como auxiliar
contable, y ella como relacionista comercial. Nuestro trabajo era supervisado
por la Jefe-auditora y reseñado por la secretaria general. Entre los cuatro se
formó un ágil y muy productivo grupo de trabajo matizado por la concordia y los
buenos gestos de amistad. Hacíamos recesos para tomar café y hablar. Cada cual,
a su manera, se encargaba de ventilar lo suyo, lo que pasaba en su casa, en su
hogar, en su familia. Asuntillos domésticos la mayoría. Astrid era reservada en
ese aspecto, y en vez de recurrir a la exploración íntima de su vida para ganar
simpatías y consideraciones, optaba por hacernos bromas y cantar. Cantaba como
Talía, como Noelia, como Gloria Trevi, como Alejandra Guzmán, como Shakira, o
para nuestro gusto, como ella misma. Y
cantaba más que todo para exteriorizar sus emociones, esos estados de ánimo que
la embargaban súbitamente, y que a mí me quedaba fácil interpretar con solo
mirarla a los ojos. Hasta ese momento, digo, el trato era normal y nunca se
excedió en confianzas ni nada distinto que no fuera el muy amable y cordial que
debe permitirse dentro de un ambiente de trabajo. A mí nunca se me pasó por la
cabeza, por ejemplo, que algo, necesariamente, tuviera que ocurrir allí. Mercedes, nuestra robusta jefe
inmediata, sostenía una relación
sentimental con un joven ingeniero de sistemas, siendo éste su segundo
intento de querer formar un hogar estable. Se ufanaba de haber logrado un
cambio positivo en su vida mediante un manejo ordenado, claro, preciso, inteligente
y “libre de fanatismos peligrosos” en su ejercicio de amor. Amar sin depender,
era su lema. No tenía hijos, pero deseaba tenerlos con todas las fuerzas de su
alma. Incluso en contra de todos los pronósticos médicos que la descalificaban
para un proceso normal de gestación. Caprichos del destino y de una matriz
nunca desarrollada. En el fondo parecía experimentar un gran temor por esta
causa: un segundo fracaso con el hombre al que había depositado toda su
confianza de mujer. La ruptura podría ser inminente. Doña Imelda, la secretaria
administrativa, nunca quiso revelarnos su edad, aunque era fácil colegir que
estaba a punto de traspasar el umbral de los 50 años bien cumplidos. Pero ojo:
siendo muy alta de estatura y con un
cuerpo demasiado esbelto y ejercitado en rutinas de gimnasio, cualquiera
incurriría en el error de pensar que no tenía más de cuarenta, y que lo de sus
cincuenta años era puro embeleco para despistar a sus fastidiosos admiradores.
Para eso se daba al propósito de pensar
y actuar como una mujer de 60 con ínfulas bien cultivadas de abuelita vigente y
encantadora. Y muy aristocrática cuando se enfundaba en sus finos y elegantes
vestidos de marca. Entonces era lo que se dice una señora de mucha clase
confirmando el privilegio de su antigua posición en el mundo social. Por el
vaivén de los tiempos tuvo que ir descendiendo los escalones del infortunio y
seguir caminando como todos los mortales venidos a menos. Aún así conservaba un
brillo de dignidad resaltado por su gran sentido del humor pese a la aparente
seriedad que la caracterizaba. Y gracias a su desprendimiento y mejor apetito
pudimos complementar nuestras tazas de café con irresistibles buñuelos y
pandebono que traía camuflados en su bolso de cuero marrón.
Astrid, a pesar de su evidente juventud,
también era casada y madre de un niño inquietísimo de apenas seis años. Decía
que por nada del mundo volvería a embarazarse por todas las complicaciones y sufrimientos
que el parto le causó. Si para tener un hijo hay que padecer tanto en una
clínica, lo mejor es olvidarse del asunto y optar por lo más fácil: conseguirse
uno ya hecho. Eso, o no casarse, no ir metiendo las de andar con el primero que
le venga a endulzar el oído y pintarle pajaritos en el aire, aseguraba ella con
resuelto desdén. ¿Sería una pista? ¿Una clave tal vez para interpretar un
arrepentimiento tardío de su estado? Así quise descifrarlo yo. Por tanto, había que empezar el juego, el maravilloso
juego de la conquista. El juego practicado y manejado con la sutileza y el
fervor del cada día. Del instante justo y preciso.
Ella no pareció mostrarse del todo ajena al
cambio. Lo advertimos recíprocamente en las miradas, en los gestos, en ese aire
de complicidad que antecedió al riesgoso acto de sustraernos la Revista del
prestigioso supermercado de cadena. La cosa resultó tan simple e insignificante
que ni siquiera fue necesario aferrar su mano y darle un beso. Actuamos más
bien como una pareja común y corriente en trance de estar dirimiendo algún
viejo asunto doméstico. Te portaste como todo un héroe -me dijo aprisionando la
revista contra su pecho-. La cuestión es de “lo tomas o lo dejas”, y cuando me
propongo algo lo consigo al precio que sea. Escucha: “Si creo que merezco algo,
lo pido. No tengo miedo de pedir. Pero si no lo obtengo, lo tomo” ¿Ves la
diferencia? ¡Cuál es el problema entonces!
Tus palabras estaban ahí mismo, en la
Revista, constituyéndose en esa otra verdad que también te pertenecía.
En el estrecho espacio que constituía
nuestra oficina transcurrían las horas matizadas por la voz de madre superiora
de doña Imelda y sus puntuales ocurrencias. De esta manera disimulaba la
verdadera intención de sus comentarios para evitar reacciones del gerente, que
no perdía oportunidad de estar atento y pendiente de todo cuanto acá, del otro
lado, se decía. Y cuando se ausentaba éste de su oficina, corría la jovial
señora a desatarse el cabello, mandar al diablo las gafas, quitarse los zapatos
y ponerse a exclamar con brazos abiertos que esta vida valía la pena vivirse
pero afuera, al aire libre, a pleno sol, sin horarios ni jefes abusivos ni
déspotas para hacer realmente lo que a uno le diera la gana sin contravenir
normas ni estatutos. “Lo que nos ha
frustrado a gentes, a personas como nosotros, que dependemos de un salario, es
la esclavitud disimulada. Y aunque no nacimos para ser esclavos de nadie ni de
nada, todo nos esclaviza: la sociedad, el estado, la religión, la familia, los
afectos, los sitios, los lugares, las costumbres, todo, todo. Hasta los animales
que tenemos en la casa nos esclavizan. Claro, porque hay que estar pendientes
de ellos y evitar que nada malo les pase. ¿Y qué obtenemos a cambio? ¿Algo
bueno acaso? Yo les digo qué obtenemos: ingratitud, desprecio y olvido. Sendas
patadas en el trasero. Eso. Ya ni entiendo para quién o para qué es que
vivimos.”
Con similares arengas, casi siempre
dirigidas a un auditorio escaso y por consiguiente ajeno o desapercibido de sus
elucubraciones filosóficas, doña Imelda descargaba su tensión e inconformidad
para caer luego en un estado de abatimiento asombroso rayano en la angustia y
la depresión. No le quedaba de otra sino que acomodarse de nuevo al frente del computador,
muy enderezadita en la silla para proseguir sin más la ejecución de su tarea. Resultaba cómico y absurdo a la
vez verla en su aplicadísimo papel de esclava del deber hasta el final de la
jornada. Y así como se sufría con las injusticias de la vida, también se gozaba
y se le sacaba provecho a las situaciones en conflicto. La clave estaba en no
dejarse apabullar por las incomodidades y por las normas. A lo hecho pecho. Y
si quedaba alguna duda, pues levantar la cabeza y leer: QUEDAN PROHIIDAS LAS
CONFIANZAS Y EL ACERCAMIENTO ESTRECHO DENTRO DEL AREA. En tanta estrechez resultaba inevitable el contacto físico con
pretensiones abiertas o solapadas de cultivar algún mal pensamiento. A pesar de
su obesidad Mercedes se ufanaba de su cuerpo bien moldeado, con una cintura
talladita que daba gusto verla. Doña Imelda nunca dejó de vestirse con elegancia
para resaltar su porte señorial y aristocrático. Pienso que debió ser reina de
cualquier evento en su juventud. ¡Y qué decir de Astrid y su impactante
belleza! ¡Todo en ella era gracia y perfección, calidez y alegría, magia y
ensueño! ¡Y cuando sonreía tenías la sensación de ser atrapado por una fuerza irresistible
que te transportaba a un ámbito desconocido del universo del cual no querías
regresar nunca! ¿Estaría el paraíso detrás de esos dientes limpios como
cascadas de luz surgiendo de ese arcoíris vivo de sus labios? No era justo
entonces someterse a un régimen laboral cruel y asfixiante donde nunca te
reconocían nada valioso, nada positivo y apreciable de ti. El lema constante
era trabaje, trabaje, trabaje, porque si no lo haces al ritmo que se te exige
afuera mantenía la supuesta cola de aspirantes con una hoja de vida bajo el
brazo. “Asómense por la ventana, les decía, hay más aspirantes que clientes”. Y
aunque el almacén registraba buenos movimientos de clientela diarios siempre
existía el resultado de las ventas, de los resultados por encima de los logros
obtenidos. Es la esclavitud moderna de la que hablaba doña Imelda en sus
peroratas. Hasta que un día, inolvidable
por su clásico simbolismo, Shakespeare, desde su inmortal Otelo, me alentó el
espíritu de poética rebeldía para pronunciarme con estas sublimes palabras:
“¡Piedad, Dios mío! ¿Sois hombres, partida de becerros, o es que habéis perdido
el juicio? Desde ahora renuncio a mi empleo…” Al oír esto doña Imelda estuvo a
punto de salir proyectada de su asiento por causa de la emoción. Se lo impidió
el rostro endurecido del gerente empotrado en la pared. La foto en el cuadro
sobrepasaba todo indicio de estar ahí vivo presidiendo la actividad en el magno
recinto. Yo la tranquilicé indicando con el dedo la página del libro. Astrid,
que no me dejaba solo en circunstancias
extremas, concluyó la lectura: “No te vayas. Escúchame. Mejor es que
seas honrado…” Supongo que Skakespeare propició aún más el acercamiento, y
Astrid la confianza dentro del área.
Nuestra pequeña tragedia seguía consumándose
a perpetuidad.
Pocos días después de nuestro ingreso al crimen
organizado, y procurando tener el secreto lo más escondido posible,
aprovechaste la ocasión que nos concedía el cafecito servido a las tres de la
tarde para confesar el delito: “¡Míren lo que me robé!” Desplegaste con
elegancia y coquetería la revista en el escritorio. Doña Imelda ni siquiera se inmutó. Su interés se centraba
en el acto de echarle pedacitos de pandebono al café humeante. Sin embargo la
reacción de Mercedes, la auditora, fue inmediata: “¿Te robaste qué?” Astrid me
hizo un gesto teatral denotando pánico interior. Pusiste luego carita de niña
culpable y mimosa estilo Chilindrina: “¡Una revistita, fíjese, fíjese…!” El
cuello de jirafa retrocedió indignado. Astrid volvió a la carga: “Y no me la
robé sola, él me ayudó” Ante tal delación fue ahora doña Imelda la que apartó
un poco los anteojos para mirarme por encima. Astrid me instó con las cejas
para que siguiera la parodia. “¡Fue sin querer queriendo!”, les dije amarrando
las manos atrás y bajando una mirada avergonzada. La auditora, entre mordaz e
indignada, complementó la ingeniosa representación: “¡Y claro, como no les
tienen pacienciaaaaaaa….!” Al final carcajada unánime. Chispitas de luz en tus
ojos juguetones. Y como para acabar de echarle más leña al fuego se puso la
cínica a exhibir como un trofeo recién ganado la revista y emprender luego su
lectura, en voz alta, exactamente lo concerniente al artículo por el cual se había
arriesgado a cometer la falta. Y abran bien los ojos y los oídos con esto que
van a escuchar, para que vean que no solamente nosotras las del montoncito
andamos con nuestras propias tragedias a cuestas: “Hago alarde de mi derriere
porque quisiera que con mi ejemplo las mujeres latinas, especialmente las más
gorditas, aprendieran a aceptar y a amar su propio trasero rellenito y
sustancioso y dejaran de una vez por todas de identificarse desfavorablemente
con modelos que son puros atados de huesos”
Casi sonrojada, doña Imelda se despojó ahora
sí de sus anteojos como si estuviera recibiendo noticias de su propia hija:
“¿Trasero rellenito y…sustancioso? ¡Pero desde cuando los traseros son
sustanciosos, válgame Dios! ¡Ni que se refiriera a un pavo navideño listo para
el consumo! ¡Lo que tenemos que ver y oír hoy en día! ¿Y quiere que les diga
algo más? En mis tiempos los traseros se ocultaban del morbo y la impertinencia
pública con trajes elegantes y apropiados que infundían respeto además de
realzar el decoro y la dignidad de la mujer. Si alguien quería ver culos al
aire, como se dice, pues no le quedaba otra opción que buscar un sitio “de esos
condenados por la iglesia” donde se pueda verlos a conformidad y ya. Me
perdonan que sea tan atrasada pero yo no le veo ninguna gracia a lo que se dice
en esa revista” Ante tan airados comentarios la auditora no tuvo más que
encogerse de hombros y mirarnos de soslayo. Sin embargo se decidió a
intervenir: “Imeldita, estos son otros tiempos, y con eso no quiero decirle que
esté desactualizada, la dinámica es distinta, hay mucha libertad para todo, y
me extraña que siendo usted una mujer de vanguardia se aterre y escandalice con
cosas tan normales y naturales que ya a nadie aterra ni alborota, todo lo
contrario, vende, promociona, publicita, hace más famosos a los famosos. Si una
mujer no se desnuda y muestra sus
atributos no está en nada. Mejor dicho, ahí reside todo su éxito. Y el culo,
considerado una de las partes más perseguidas y admiradas del cuerpo femenino
en el ámbito del comercio y la publicidad mueve verdaderas fortunas. Entonces
sí que se convierte en un plato suculento y sustancioso del que nadie quiere
privarse. La niña de la revista sabe lo que tiene y se jacta sencillamente de
eso sin remordimientos porque ahí esta representado su potencial. Aparte de sus
otros talentos, claro. Que todo tiene que ir bien complementado. Y ella es una
estrella brillando con luz propia. De eso no hay la menor duda. O si no dígame,
señor aspirante a literato, cuántos artistas y cuántos poetas y cuántos autores
de novelas no han exaltado con bellas expresiones los traseros directos o
platónicos de sus mujeres entrañables, ah? La interpelación me dejó seriamente
comprometido pero con la posibilidad de mencionar un ejemplo como respuesta:
Constance Chatterley, la bella adúltera del libro de Lawrence. Relaté la escena
de la cabaña con su amante el guardabosques Mellors y las palabras que éste
pronunció ante ese prodigio de
sensualidad y singular belleza que era el culo de su amada: tienes un
trasero delicioso tienes el culo más delicioso que nadie es el más delicioso el
culo de mujer más delicioso que existe cada pedacito es de mujer de mujer
palpable como las nueces no eres de esas muchachas con el culo en botón como
los chicos que hay por ahí tienes un auténtico trasero sobre el que podría
alzarse el mundo de verdad… Más o menos así lo dije y lo repetí de memoria
fijando directamente la vista en los ojos expectantes y asombrados, un poco
sorprendidos quizás, de Astrid, para quien no era ninguna afrenta decirle que
tenía el culo más hermoso del mundo. De alguna manera se lo dije y ella lo
entendió. Y mientras la auditora se internaba en las páginas de la revista, y
doña Imelda a su vez tecleaba como una posesa, la bella Astrid cuadró un poco
el asiento al lado del mío para empezar el relato de su propia vida. Una vida
con rasgos, acentos y similitudes a la de la mujer de la revista, como si entre
una y otra no existiesen dicotomías y en el fondo actuasen como una sola,
siendo este asombroso paralelismo la consumación natural de una simbiosis casi
perfecta: “Nunca en mi vida me he mostrado dispuesta a divulgar mis intimidades
a nadie, lo de uno es lo de uno, y debe ser parte de una reserva personal a
prueba de asaltos y atentados. Con decirles que ni siquiera con mi mamá tuve la
confianza necesaria para confiarle mis secretos. Y eso que hasta los últimos
días que vivió conmigo tuvo conmigo una relación afectuosa y cordial pese a las
diferencias que siempre nos separaron. Ya les he contado como era ella, una
persona tranquila, despreocupada, desentendida de sus elementales deberes de
madre, aunque en la parte económica nunca nos hizo faltar nada. Trabajaba todo
el día y la plata nunca le faltó. Pero se aferró más al trabajo y a todo cuanto
conseguía dentro y fuera de él para afianzar más sus intereses. Demasiado
ambiciosa. Nunca me importó saber a qué se dedicaba realmente, aunque suponía
que nada bueno podría ser. El poquito tiempo que permanecía en la casa se la
pasaba hablando por teléfono. Luego alguien venía por ella y se la llevaba.
Casi nunca nos dábamos cuenta a qué horas regresaba. En su pieza siempre había
cosas tiradas por todos lados. Zapatos, bolsos, ropa sucia, también prendas
nuevas, frascos, botellas vacías o semivacías de licor, colillas de
cigarrillos, en fin, como si en vez de vivir allí una persona normal viviera
una loca. Una vez que me puse a sacudirle los tendidos de la cama encontré ahí
desparramados debajo de las cobijas muchos billetes. Era una gran cantidad de
dinero para que lo haya dejado así tirado. Yo llamé a mi hermana y ella me dijo
que no le vaya a estar diciendo a nadie de eso, cogió los billetes y los guardó
en un cajoncito del peinador. Nunca nos preguntó mamá quién ni cuando le
pusimos esa plata ahí. A veces me daba miedo que una persona así pudiera ser
nuestra madre. ¡Si al menos hubiera estado papá en esos momentos! Pero mi papá
desapareció de un día para otro sin dejar rastro, y nadie, por más que lo
buscamos, nos dio razón de él. Eso pasó cuando yo apenas tenía seis años. Mi
hermana dice que todo eso fue muy raro porque papá era muy trabajador y nunca
le hizo faltar nada a mamá. Que al principio ella hizo bulla para buscarlo y
tratar de dar con él, pero que después se calmó, se resignó, y dejó las cosas así,
tal vez convencida de que papá quería irse y era en vano esperar que vuelva. A
partir de ese tiempo ella no volvió a nombrarlo. Para nada lo que se dice nada.
Nosotras entendimos que eso era para que nosotras tampoco lo hiciéramos. Tal
vez por eso crecí con tantos problemas. La única que me ha entendido es mi
hermana, y si no fuera por ella, yo no se qué habría pasado conmigo. Me volví
díscola, huraña, no consentía visitas de nadie en mi casa, no toleraba que me
llamaran ni siquiera por teléfono. Quizás por vergüenza o por timidez siempre
rechacé cualquier acercamiento con gentes y personas que querían verme y darme
ánimos. Me aterraba la idea de tener que decirle a alguien lo que me estaba
pasando. Suponía también que a nadie tenía porqué importarle ni interesarle mis
asuntos. Eso de estar revelándole secretos a cualquiera es como pararse al
frente de un escenario, despojarse del vestido que llevas puesto, y esperar a
que te digan si estás bien o mal de carnes. Además, en mi caso particular, yo
tenía bien guardado lo mío, lo que en esos momentos me estaba definiendo y
caracterizando como persona, y por nada del mundo pensaba someterme al
escrutinio público para aceptarme o reprobarme a mis propios ojos. Y si hoy les
cuento esto, es porque ya superé el trauma y me encuentro satisfecha y en paz
conmigo misma.
Los años más horribles de mi vida los viví
cuando tenía… ¿trece, catorce años? Si, hasta los dieciocho. En ese tiempo
vivíamos en un barriecito chévere a mi modo de ver, pero donde la injusticia y
la desigualdad social lo habían convertido “en el lunar negro” que todos
señalaban. Una ollita, como se dice. Pero no, tampoco era para tanto, pues en
todas partes hay inseguridad, problemas de drogas y pandillas, eso ya se volvió
típico y pasa en todos los barrios de la ciudad. Bueno, vivíamos allá entonces
y estaba terminando el bachillerato. ¡Es que no quiero ni acordarme! Era bonita
y todo lo demás (risitas pretenciosas), me gustaba jugar básquetbol con los
muchachos, montar en cicla, ir de paseo a cualquier lado, a cine, que es uno de
mis programas favoritos cuando quiero darme otro ambiente. Sería por eso que no
me perdía oportunidad de participar en los eventos artísticos del colegio, todo
lo que tenía que ver con el canto, el baile, y la representación teatral. Tenía
una facilidad increíble para interpretar personajes de carácter y aprenderme
los diálogos sin mayor esfuerzo. Hasta llegué a inventarme un argumento
adaptado después a una obra de teatro sobre una mujer rara, enigmática, siempre
vestida de negro por una supuesta viudez prematura, que sostenía interminables
diálogos con el retrato de su difunto marido. Un monólogo, si, para ser actuado
y personificado por mí misma. Recibí muchos elogios y muestras de admiración
por los resultados finales. A mí no me pareció que fuera cosa del otro mundo.
Cosas así escribía mucho en mis cuadernos. Es que ni siquiera me esforcé para
hacer las dos cosas. Escribirlo y representarlo fue de lo más sencillo que pudo
habérseme ocurrido. Algo así como una tomadura de pelo solamente para ver la
reacción de los demás. Pero la gente insistiendo: “¡Uy, esta pelada sabe mucho,
tiene futuro y es hasta bonita! Tiene que ponerse a estudiar en serio. Pero yo
casi no les ponía atención a lo que decían. Si alguna vez llegaba a ser alguien
importante en la vida sería tal vez por la música, me decía. Cantar era
principalmente lo que me atraía de verdad. Tenía mis casetes con los discos y
los cantantes que me gustaban. Ponía la música a todo volumen en la grabadora y
yo cantando al unísono, asimilando el estilo casi hasta lograr la perfección.
Pero en el colegio era dále con el cuento de que tenía que volverme actriz. Y
yo sí, claro, Bo Derek, Brooke Shields, Greta Garbo, qué quieren. Totiada de la
risa. Pero nada. Hasta ahí muy rico y muy divertido el vacile hasta que ¡Tás!
Ocurrió la tragedia, la verdadera, la real. El drama en que iba a convertirse
mi vida de ahí en adelante. “Eso empezó a crecer” Yo sí había notado una cierta
propensión en mi parte posterior a desarrollarse más de la cuenta, y supongo
que quienes me veían también se daban cuenta sin llegar a mencionarlo del todo.
Lo cierto es que cada vez que me veía de reojo en el espejo notaba que mi
trasero aumentaba de volumen sobresaliendo demasiado en el conjunto de mi humanidad.
Se lo dije a mi hermana, y ella me salió con que eran cosas de la formación,
del crecimiento, del desarrollo, que las glándulas, que las hormonas, no se
asuste mija antes vaya dándose por bien servida mire cuántas culiplanas andan
por ahí aburridas esperando milagros. Yo me hacía la boba pensando que eso
podría ser así, hasta cuando un imbécil en la calle empezó a decirme cosas
horribles que me hicieron sentir como un trapo. Llegué corriendo a mi casa
llorando desconsoladamente. ¡Y a vos que bicho te picó que vienes así vuelta
una sopa!, me dijo mi hermana al verme, y yo le conté lo del tipo y todas esas
groserías que me dijo. Y para que no me siga preguntando más fui y me encerré
con llave en la pieza. No salí sino hasta el otro día. Ese fue el comienzo de
mi pesadilla, de mis absurdos pero constantes tormentos. Le cogí rabia hasta a
mirarme al espejo. Estaba convencida que afuera, en la calle, todos los ojos se
dirigían primero a mi trasero que a mi cara.
“…la llaman la guitarra no tanto por su
talento musical…como por sus formas corporales increíblemente sinuosas…el apodo
tiene en particular que ver con su derriere rotundo y pleno que siempre va
espectacularmente destacado por vestidos concienzudamente elegidos para llamar
la atención…el derriere de Jennifer López supera con creces cualquiera de sus
demás atributos físicos los cuales no son para nada desdeñables…
Y cuando miraban mi trasero antes que mi rostro me conturbaba y
perdía el dominio de mi misma. Ni siquiera la opinión de mi hermana, que me
decía que yo era bonita de los pies a la cabeza, mejor incluso que muchas de
mis amigas y condiscípulas, terminaba convenciéndome y hasta reanimándome. La
diferencia, sin embargo, me decía para mis adentros, es que ellas, mis amigas,
sin ser todo lo bonitas que mi hermana decía, tenían algo de lo cual no
acomplejarse en ningún momento. Lo peor vino después cuando los pelados
comenzaron a decirme “Polonia”, primero haciéndose los disimulados, claro,
siempre cambiando la voz, como cuando se burlan
y recochan a alguien. Polonia era la negra del Distrito de Aguablanca
que se sentaba afuerita del colegio a vender chontaduro y mango biche con sal.
Por lo general las negras tienen el trasero muy protuberante, pero la Polonia esa
lo tenía enorme, grandote, fuera de control. Por eso sería que casi nunca se
paraba de ahí de donde ella se sentaba, vencida por el peso de semejante mole.
Perfectamente podía detener un carro en plena calle con solo ponerle al frente
su culazo y no pasarle nada. Eso era lo que los muchachos le decían para
burlársele. ¡Y justo me escogen a mí para decirme Polonia! El que me hayan
puesto semejante apodo a mí, una niña demasiado sensible, fue como mi sentencia
de muerte. ¿Por qué tenía que sucederme eso cuando creía que todo en mi vida y
en mi cuerpo funcionaba perfectamente? Mi hermana no era así, tenía un cuerpo
normal, y mi mamá sí que se distinguía por tener uno de los cuerpos más lindos,
armoniosos y elegantes de todo el barrio
y alrededores a pesar de la vida que se daba. Supuse que alguien, en lo que
concierne al origen de nuestras familias, padeció la misma deformación y me la
transmitió por vía genética. Y como todo en este mundo tiene una relación de
causa y efecto, me vi convertida de la noche a la mañana en la negra Polonia
para el resto de mis días. Pensé también en el hombre que me restregó
morbosamente mi defecto y lo maldije y lo aborrecí y le deseé con los dientes
apretados por la rabia todos los males posibles de este mundo. Bastaron sólo unas
pocas palabras suyas para sumirme en la peor de las amarguras. Mi corazón
empezaba a temblar de odio y repugnancia por ese y por todos los que no vieran
en mi nada distinto que eso, un “culo bamboleante” llevándome y trayéndome por
las calles. ¿En eso tan fútil e insustancial iba a encasillarme la gente? ¿Qué
quedaba entonces de la niña despierta y talentosa que se había trazado unas
metas en su vida para realizarse y sobresalir con méritos? Empecé a maldecir a todos los
hombres sin excepción alguna por malévolos y perversos. Y por las noches, en
los intervalos del insomnio, mi cabeza se volvía un revoltijo de dudas y
pensamientos dañinos y peligrosos. Me daba por pensar de todo, en mi mamá, que
no sabía donde andaba, en mis amigas, las buenas y sinceras, y en las malas y
destructivas, en el colegio, en los profes, en la gente del barrio que me
conocía, en aquellos amigos que me invitaban a las fiestas y bailes, en lo que sería yo para ellos de allí en
adelante. Pensaba más que todo en que me había llegado la desgracia y que
tendría por fuerza que salir corriendo a cualquier sitio donde nadie me conozca
ni tenga que tratar conmigo. Pensaba con mucho miedo y tristeza a la vez en lo
que era, en lo que había sido, y en lo que seguiría siendo de allí en adelante
con tanta adversidad por delante. Ya mis ojos me dolían de tanto llorar. Las
noches se me hacían largas, oscuras, tenebrosas, sin encontrar la forma de
recuperar la calma y la confianza para tranquilizarme. Con decirles que me
entró la tentación de recurrir al alcohol, drogarme, en fin, cualquier cosa que
me aparte de esa realidad cruel que vivía. Me acordé de Lizet, la monita de
Tulúa. Ella me contó que tenía un problema que no la dejaba dormir tranquila.
Le dijeron que fumara marihuana para relajarse y coger la vida con calma. Ella probó y desde entonces no ha dejado de
usarla. Dice que duerme sin acordarse de nada pero con los sueños más bacanos
del mundo. La verdad, pienso yo, es que todo reside aquí adentro, en la mente,
en el cerebro. Sin embargo, me decía, si ella probó y le dio resultados, yo
también podía hacer lo mismo. Era una pelada con problemas. Y los problemas me
estaban metiendo en callejones sin salida. Pero tampoco era fácil. No se puede
ser una adicta de la noche a la mañana por resabio. O por capricho. El problema
después con la droga es que te atrapa y no te suelta. A un problema grande otro
peor. De tanto darle vueltas al asunto terminé preguntándome si no me estaba
volviendo loca por gusto. Y que muy estúpida era si me dejaba llevar por mis
debilidades y por lo que estuviera pensando la gente. Yo, que siempre fui la
primera en todo, demostrando ánimo e iniciativa, ahora me sentía decaída,
incapaz de enfrentar el problema. Mi hermana se dio a la tarea de decirme todo
el tiempo que yo era una niña muy linda y que debía aprovechar toda esa gracia
que Dios me dio para salir adelante. ¿Qué fuerzas superiores a mi propia
voluntad habrían de impedirme que yo me sintiera mejor y mucho, mucho más linda
y talentosa todavía? Si en tan poquito tiempo me acostumbré a verme así como
tan pobre e insignificante, ¿no podía acaso, con la misma potencia y
determinación romper esa cadena de amargura para salir y enfrentar al mundo con
un semblante positivo y renovado? No se trataba de emerger de entre las
cenizas, como se dice en estos casos, simplemente llegar a un punto de
reconciliación conmigo misma, aceptando virtudes, defectos y cualidades como
ser humano que soy. ¿Creen que me estoy refiriendo acaso con demasiada
exageración a un problema que pude resolverlo fácil sin dejar que tomara tanta
trascendencia? Una bobada, si, eso al parecer, pero para una chica joven,
inexperta, desprotegida, incapaz de valerse por sí misma, cualquier situación
que se saliera de los cauces normales ya tomaba dimensiones de catástrofe. Y yo
no fui la excepción para haberme sentido tan mal. Con lo tierna, sentimental y
susceptible que era. ¡Imagínense! El hecho de saberse bonita, inteligente, con
sueños, con metas y proyectos, y que de pronto tienes algo que desentona en tu
cuerpo, que se insinúa más de lo normal para que la gente te lo esté retacando
con saña, es ofensivo y humillante, golpea, descontrola, hiere en lo más
profundo de tu amor propio. Y uno generalmente no se da cuenta de lo que es
hasta mientras no se lo dicen. El reto que tenía ante mí era crucial y
decisivo. En mi fortaleza interior
estaba la clave de vencer. Había que actuar ya, y para eso tenía, en primera
medida, que aprender a aceptar, amar, y explotar (en el mejor sentido del
término, claro) mi propio trasero rellenito y sustancioso. Al fin y al cabo era
yo misma con los atributos que Dios me dio. ¡Salir, salir, y no dejarme apabullar nunca más con la inquina de la gente! En una palabra,
mostrarme, dar la cara, irles de frente sin nada ya que pudiera afectarme ni
acomplejarme. ¡Y me puse mi mejor ropa para resaltar esta figura que aquí ven!
¿El resultado? ¡Los ojos que no dan crédito a lo que están viendo! ¡La
sorpresa, el halago y la admiración! ¡El
éxito rotundo en últimas! ¡Orgullo y satisfacción! La historia de ninguna
manera es larga ni complicada: inicialmente acudí en la ayuda de mi profesora
de música, ella me apreciaba muchísimo, y fue la primer sorprendida al conocer
los motivos que originaron mi comportamiento y forzoso enclaustramiento en mi
casa. Entendió perfectamente por lo que yo había pasado y me habló y me
aconsejó como ni siquiera mi propia madre habría sido capaz de hacerlo. Volví a
incorporarme al plantel educativo y participar en los concursos llegando a ser
la más destacada en teatro, canto y danza. Obtuve premios, trofeos,
distinciones y reconocimientos, al tiempo que muchas invitaciones a participar
en eventos artísticos y culturales en otros colegios. Tuve también la dicha de
ser escogida para representar al colegio en otras ciudades de nuestro bello
territorio. Por ahí alcancé a salir en la prensa con foto incluida, y hasta me
entrevistaron en un programa del canal regional. Y al tiempo que iba cosechando
triunfos y volviéndome famosa, el mito de mi trasero empezó a propagarse como
la cosa más espectacular y atractiva de mi cuerpo. Permítanme que sonría, y no
por vanidad, sino por esas locas ironías que tiene la vida. Pero, como sucede
casi siempre en estos casos, se me atravesó “el amor” en la figura de un
muchacho muy simpático y sincero. Caí redondita a sus pies. ¿El resultado ahora
sí? Juramentos de amor eterno y dicha infinita. Momentos sublimes de placer.
Embarazo. Barriguita llena. Bebé pidiendo pista. Padre feliz. Madre asustada.
Sorprendida. Un hijo. Un chiquito. Un bebé tierno precioso gordito con el que
le puse punto final a mis pretensiones de convertirme en cantante y actriz. Me
dije que el mejor papel de mi vida me correspondía hacerlo como madre,
cuidándolo para que no tenga que vivir lo que yo viví, ni soportar lo que
soporté a falta de una mamá cariñosa y comprometida. ¡Y aquí me tienen ahora
lidiando con un jefe y una ruma de papeles! Pero bella, hermosa, y con muchas
ilusiones todavía como corresponde a alguien que aún le apuesta a las
oportunidades dichosas de la vida. A propósito Merceditas, ¿será cierto que la
empresa tiene los días contados? ¿Qué el cierre por quiebra es inminente? Pero
no se me escamosee que no estoy en plan de sonsacar información para la
competencia, pero cuando el río suena… El miedo que tengo se relaciona con el
pago de nuestra vivienda; ustedes saben que hace apenas cinco meses nos la
entregaron, y estamos debiendo toda la plata de la cuota inicial. Y lo que
viene en adelante. Si ya no hay forma, chao. Adiós sueño de tener casa propia.
Es que la plata ya no alcanza para nada. La plata y la fama son una ilusión. Se
los digo yo, la filósofa de Cuatro Esquinas. Cuatro esquinas para donde mirar y
echar a correr. O colocar un puesto de arepas. Yo conozco mucha gente que se
gana la vida vendiendo arepas por la mañana y chorizos por la tarde. Pero
bueno, no nos salgamos del tema que esto de la revista está interesantísimo,
oigan: dice aquí que el trasero de Jennifer López es “celestial”, ¿se imaginan?
En cambio yo sí puedo decir del mío que fue lo más parecido y cercano al
infierno por todo lo que me tocó vivir al comienzo. Y faltó muy poco para no
salir nunca de él. A estas alturas de la
vida, superado ya el trauma, me gusta, me fascina, me llena de orgullo, que la
gente siga haciendo comentarios sobre mi trasero. La maternidad ayudó mucho
también. Todo en la vida se va equilibrando. Todo va adquiriendo ese punto
ideal que en el fondo deseamos lograr. Y así como las miraditas de los
caballeros siguen igual de fastidiosas e impertinentes, yo me sostengo en lo
mío demostrándoles que como yo no hay nadie igual. Y si no que sigan mirando
para que se convenzan. Incluso aquellos caballeretes que se escudan en falsas
posturas para no evidenciar “sus bajos instintos”… Pero tranquilícese, Mr.
Mellors, lo suyo tiene más de poético que de morboso. De tanto verse uno aquí
las caras termina conociéndose hasta la médula. ¡Lo cual tampoco lo exime de
toda culpa, mi querido señor! Ustedes los hombres sufren de lo mismo: ven una
mujer medianamente atractiva y los pensamientos se les activan como carbones
encendidos. ¿O me equivoco, vea? A mí me da risa cuando dicen que soy… ¡sexy!
¿Sexy yo? Para eso se necesita cierto temperamento y yo más bien tiendo a la
timidez. Por su causa me he cohibido para comportarme como lo que realmente he
querido ser. Aparentemente todo habla en mi favor pero mentira. Nadie sabe lo
de nadie. Aquí donde me ven lo que yo trato es de arreglarme un poco con los
chiros viejos, tratando que la ropita que me pongo me haga sentir cómoda y a
gusto. Mi maridito podrá quererme mucho, pero la platica no le alcanza para
convertirme en una modelo ambulante. Ahí se hace lo que se puede. Lo que con
maña y paciencia consiguen hacer las pobres criaturitas del Señor. Lo demás va
viniendo por añadidura. Se sigue siendo natural y espontánea por gracia de la
necesidad. Nace con uno, de cómo se es realmente. Cualquier persona que no me
conozca y me ve caminando por la calle seguramente piensa que soy una mujer
seductora y apasionada, que transpira sensualidad y voluptuosidad por todos los
poros. Confunden y malinterpretan las cosas, llegando a extremos ridículos y
escandalosos. Hace poco iba un señor en un carro lujoso y me dijo que estaba
dispuesto a darme lo que quisiera por tenerme desnuda en su apartamento. Yo
le dije que estaba dispuesta a dar lo
poco que tenía para verlo desaparecer en la primera esquina que tenía al
frente. En fin. Lo del cuerpo de guitarra no es exclusivo de las famosas. En
medio de la pobreza y las necesidades resplandece la hermosura de la mujer. De
esa mujer anónima que se levanta todos los días a conseguirse su sustento
diario. Tengo mi carácter, no puedo negarlo, y cuando hay que decir las cosas
las digo sin tapujos ni vacilaciones. Detesto la ambigüedad y los términos
medios. Me gusta que la gente sea clara y directa conmigo, a nadie se le puede
juzgar mal por lo que piensa. Se entiende entonces que la mentira y el engaño
me saquen de quicio. Y así como puedo llegar a ser tolerante y complaciente en
unos casos, puedo también ser muy dura e inflexible en otros. Esas serían más
bien las definiciones que emplearía para decir quién soy o cómo puedo ser. Si
estos son rasgos típicos, especiales
para darme algún relieve o status de sexy, entonces lo admito: soy
privilegiadamente sexy hasta extremos inverosímiles, como sólo una persona de
mi categoría puede entenderlo. Lo cual, sin
ninguna pretensión por delante, logra ser placentero. Y no les pienso
decir más porque no lo merezco. Ya. Fin de la historia. ¿O de la crónica, Mr.
Mellors? Espero que no haya aguzado tanto el sentido de la observación para el
posible desarrollo de sus anotaciones. ¡Y cuidadito con estar inventando! Algún
día nos volveremos a ver las caras y entonces me dará la oportunidad de decirle
qué tan infame se habrá portado conmigo. No se trata, como dijo un personaje de
Andrés Caicedo, de “sufrir me tocó a mí en esta vida, sino de agúzate que te
están velando” Lo único que le recomiendo es que ni de fundas vaya a incurrir
en pretensiones de alto vuelo y salga colocándole el título que hoy le estoy
mostrando aquí: “¿Y quién le teme a Astrid Valencia?”
Tenías razón: esa tarde, mi bella Astrid, no
solamente empecé a escribir la historia, sino a darme cuenta que tu recuerdo
era parte de la mía también. De qué otra cosa podía hablar sino de ti y de lo
que lograste despertar en este corazón desquiciado que late sin tiempo mientras
te pienso. Sin tiempo ni códigos ni mensajes sesgados que tú no puedas
clasificar dentro del tuyo. Tampoco es el resumen de una terrible confesión. Es
que ni siquiera pretendo convencerme ni convencerte de nada. Lo que experimento
es una sensación irremisible de pérdida. Saber que un día te tuve cerca sin
otra recompensa que tus ojos y sin otra propuesta que tus palabras. Lo de tu
cuerpo, bueno, qué puedo decir ahora de tu cuerpo espléndido y prodigioso: que
siempre fue tuyo y lo protegiste y defendiste como la causa más sagrada que te
impelía a caminar como diosa. Verte en él cada mañana era como tener un sueño
en tercera dimensión, por ejemplo, y subías al cielo y volabas como una cometa
que yo traía o dejaba alejarse dependiendo de ese hilo de ilusión con que te
sostenía. En fin, en fin, dificultades del amor para establecer con precisión
esos instantes de alegría que sólo recoge el espíritu. La frase tomada de la
revista volvió a estremecerme de nostalgia: “Siempre he creído que no hay nada
en nuestro interior que no pueda salir durante una sana conversación con un
amigo” ¿La dijiste tú o la dijo la persona del retrato que se parecía a
ti misma? ¿Qué tan próxima resulta la narración de la historia que me contaste,
y qué factibles y verosímiles sus resultados ante el arribo de tantas coincidencias? No cabe la
menor duda de que eres hermosa y que ciertos rasgos físicos son un calco de la
cantante y actriz en cuestión, creo que te lo dije a propósito del papel que
hizo la López de Selena en la película, ¿te acuerdas? Y tú, con un gesto
delicioso muy tuyo, pero también de ella,
me explicaste que todo ese deslumbramiento por Jennifer (acentuando
provocativamente el nombre) no tenía nada que ver con tu personalísimo encanto.
“Todo es cuestión de percepciones”, volví a recapitular del contenido de la
revista, sin ganas ya de seguir insistiendo con el tema por temor a parecer
ridículo.
Como quizás sea ridículo, incongruente, y
absolutamente fuera de lugar, mi pretensión de buscarte por teléfono a esta
hora inusual de la noche con la intención, absurda y desesperada, de apaciguar
un sentimiento con la acción final que me llevará a callarme para siempre.
Ricardo Figueroa-escribidore17.blogspot.com-la máquina de escribir
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