POSIBLE HISTORIA DE AMOR



                                 




   Ahora que lo pienso, eso no tuvo que pasar así, como en su momento quiso serlo, sólo porque muy al fondo, en el alma, había un vacío, una sensación de abandono y  soledad insoportables. Creo que eso pasa cuando la persona que está con uno no lo está ni física, ni emocional, ni espiritualmente cuando se la necesita, porque en su mente sólo hay culpas, reproches y arrepentimientos. Desamor, para ser más exactos.
   Por eso digo, ahora que lo pienso, asfixiado casi por los recuerdos en esta noche tormentosa, llena de sombras, de voces y rostros  extraviados, yo nunca debí guardarme el secreto, ese “incontrolable pecado” que tú misma, desde tu sapiencia de mujer casada pero irresistible, me fuiste alentando en esas tardes de ensueño en que juntos procurábamos alargar la distancia de nuestro obligado trayecto hasta el paradero del bus. Éramos la típica representación de los dos empleaditos de almacén saliendo de su trabajo después de una intensa y dura jornada de 11 horas continuas. Dos seres anhelando su libertad en medio de esa inevitable pero creciente atracción que nos iba acercando al mas mínimo pretexto para justificarnos ahí solos, los dos, en medio del tumulto, del tráfico endemoniado de esa hora. Y aunque el mundo, cómplice y magnánimo, parecía mostrarnos un camino diferente en cada aviso, en cada anuncio que encontrábamos a nuestro paso, nosotros, sujetos a un temor inocultable, buscábamos el camino más limpio e iluminado para no tropezar y caer. Ni siquiera hicimos el intento de escudriñar un poco entre las sombras para averiguar qué puede existir en ese “un poco más allá” que a veces los ojos no logran captar. Pudo más la costumbre de sustraernos al encanto vespertino del paisaje de siempre. Eso confirmaba que íbamos por el camino correcto. El que inexorablemente debía conducirnos a casa, la de cada uno. Pasado ya el tiempo, sin  embargo, sigues anclada en mi recuerdo, acompañándome, cómplice, por esos mismos caminos de incertidumbre, pero causándome la más vil agonía ahora que la memoria ejerce su doble función de verdugo y alcahuete.
    Tu nombre, lejana hechicera de sueños inútiles, merece ser tatuado con destellos de luna en esta oscura maraña de recuerdos donde con angustia y desilusión parece desvanecerse mi vida.
   Por eso hoy, al evocarte con el frenesí del adolescente enamorado, presiento una irremediable sensación de tristeza, algo muy semejante a la ternura naciente, o al recuerdo que se aleja… como lo escribió el poeta, y que a ti te pareció “apto” para que nos fuéramos entendiendo. Si, me leíste el poema completo entre sorbitos lentos de café y miradas furtivas de niña soñadora. No había mucho por hacer a nuestro favor en aquel momento con todo el arrume de documentos y facturas por liquidar. ¡La tensión a que nos sometía nuestra implacable auditora exigiendo los resultados de la jornada! Ternura naciente. Recuerdo que se aleja. Ya no importa lo que pueda ser esto ahora. El destino tuvo la precaución de ponernos en el sitio y lugar que nos correspondía. Y el tiempo, tan prolijo en coincidencias y casualidades, tendiéndonos una trampa más para probar ese poco de aliento que nos quedaba.
   Lo prohibido quita de plano lo valiente tratándose de nosotros dos. ¿Te das cuenta la insensatez y lo pretencioso además del enunciado? ¡Nosotros! Estoy hablando con la vaguedad del condenado. Como si alguna vez ese “Nosotros” hubiera alcanzado la maravilla del sentimiento declarado, revelado y aprobado por la calidez del beso. El beso y el abrazo que funde las almas y los cuerpos en un solo pálpito del corazón enamorado. ¿Qué debo procurar ahora? ¿Adelantar mis planes y sellar con pacto de silencio estas duras confesiones? ¿O quizás, digo, si al menos… quisieras escucharme por una última vez?
  

   Admito que fue ella la que  insistió, la que me dijo: nadita de irme olvidando, llámame cuando quieras, ojalá cuando tengas terminado un cuento, eres muy bueno en eso, recuerda que me lo prometiste. ¿Cuándo vas a dedicarte por fin a escribir en serio? Quiero decir con una disciplina, con un plan. ¡Ahora que vamos a engrosar la larga lista de desempleados de este país vas a tener una buena excusa para hacerlo! Yo hasta he pensado matricularme en una academia de baile para no perderle ritmo a la vida. Pero tu, tu, siéntate juicioso ante la máquina y dispara cuantas palabras por minuto puedas. Como una productiva metralleta. Tacatacatacatacatactacatacatacatacatacata así sin detenerte, con fiereza, con puntería, sin perder el punto de tu objetivo.  En tus labios sonaba muy fácil y muy lindo. En otros tiempos, y con la persona indicada al lado, podría dar resultados. Es por esto quizás que tomé el teléfono y marqué tu número a sabiendas que sería el peor acto irresponsable que podía cometer pero también el más esperanzador de mi vida: ¿Aló?- Aló, quién habla. -Hola, perdóname, soy yo (Pausa y natural extrañeza) -No entiendo, explíquese, mire la hora que es. -Astrid, no cuelgue por favor, no pretendo causarle problemas, reconózcame. (Breve silencio. Súbita sorpresa) -¿Tú, a esta hora? ¿Te das cuenta si mi marido estuviera aquí conmigo? Agradece que hoy le tocó turno en la fábrica, por Dios, qué va a pensar. Pausa. Leve murmullo. -Perdóname, te lo suplico, quizás me volví repentinamente loco, estoy pasando por un momento complicado, pensé en ti, lo que estoy haciendo es indebido, eres la única persona que puede comprenderlo, no sé que puede ocurrir conmigo dentro de un par de horas más, tengo miedo. (Pausa prolongada, indecisión, suspenso, respiros ansiosos, entrecortados, sonidos lejanos, indescifrables, propiciados por la magnitud de la noche, por el delirio de las sombras…) –No debes, por favor, no debes llamarme así como así, francamente no entiendo lo que te pasa, debería colgarte ya mismo. -¡Astrid, por lo que más quieras escúchame, esta es una cuestión de vida o muerte, por lo menos préstame atención unos minutos, caso contrario, no tendré mas remedio que cortar con mi vida, no tengo alternativa, tampoco fe, y las pocas ilusiones que me quedaban se esfumaron irremediablemente de mi ser! – ¿Me estás hablando en serio hombre o sólo es una treta de mal gusto para retenerme en el teléfono? –Es cierto, Astrid, te estoy hablando con el corazón en las manos, me quiero morir, ya nada vale la pena en este mundo, quizás no debí llamarte para decírtelo así, como la gran cosa, tampoco decidir que serías tú la persona escogida para decírselo, pero si tengo que hacerlo, si tengo que llegar hasta lo último, quiero que seas  tú esa única persona con quien pueda hablar. Por lo menos permíteme esa última dicha y ese sosiego. –Me llenas de espanto, no puedo creer que seas tú, la persona que me demostró seguridad y confianza en sí mismo, quien me lo esté diciendo, pienso que debes estar…enfermo, digamos, pero con una enfermedad mucho más grave de las que padece cualquiera. –Astrid, piensa lo que quieras, no estoy inventando nada para causarte impresión, se muy bien lo que estoy sintiendo y por eso te llamé. -¡Oye una cosa: si me estás haciendo una de tus bromas no te lo voy a perdonar nunca! ¿Me entiendes? –Astrid, amiga, soy incapaz de una cosa semejante, me conoces lo suficiente, piensa que nunca te defraudé ni como amigo ni como compañero de trabajo, menos como…como…  -¿Como qué? –Bueno, nunca tuve el valor de expresarte cosa distinta que los afectos propios de una bonita amistad, y me siento en el deber de seguir siendo leal y honesto contigo, déjame demostrártelo, así sea lo último que pueda hacer por mí y por ti, por supuesto. -¡Ignacio, por favor, no digas tonterías, recapacita, francamente te desconozco, hombre! Ignoro los motivos que tienes para hablarme en semejantes términos, pero si hay algo que yo pueda hacer, dímelo, no te reprimas, quiero conocer esas situaciones anómalas que están  ocurriendo en tu vida. Dímelo inmediatamente. (Nerviosismo, angustia, desesperación en ambos extremos, soledad y vacío, un gran vacío en el alma) –Astrid, escúchame, mi vida es un completo fracaso, no he vuelto a conseguirme un empleo después que nos liquidaron en el almacén, he ido a muchas partes, recorrido calles y tocado puertas en vano, todos me responden con una negativa, ni siquiera se toman la molestia de observar mi hoja de vida, dicen que con 45 años es difícil que me tengan en cuenta para algún oficio, son las exigencias y los requisitos de las empresas, ¿y la experiencia, y los conocimientos y las capacidades, y la honradez, la honestidad, es que acaso eso no cuenta? Para ellos somos unas piltrafas, unos residuos humanos, la escoria de la clase laboral. Nos pusieron sello de vencimiento antes de tiempo. Veo el panorama demasiado oscuro. El poco dinero de que disponía se fue acabando en ir de aquí para allá tocando puertas, insistiendo, casi que implorando la oportunidad que merezco. Las cuentas por pagar van creciendo, lo único que he podido mantener vigente hasta ahora es el teléfono, sólo con la esperanza de que una llamada del destino me dé la noticia esperada y vuelva a darle un vuelco a mi vida. Eso no va a durar mucho. Dentro de poco suspenderán el servicio y quedaré borrado para el resto de la humanidad. Hace un par de semanas nomás me vi enfrascado en un altercado penoso con la dueña del apartamento por la demora en el pago. El incidente agravó aún más la crisis en el seno de mi hogar, provocando la reacción definitiva de mi mujer. Me dijo que si no resolvía rápido estos problemas se marcharía de mi lado llevándose a los niños. En palabras suyas, dijo que tenía a donde irse. Se propuso hacerme la vida más dura y complicada de lo que ya es por directa consecuencia. Gritaba, no tenía un instante de calma, y lo peor, se valió de argumentos infames para descargar su rabia y ofenderme. Dijo que antes de pasar por la vergüenza de ser sacada a la calle prefería tomar veneno para que la culpa recayera toda en mí. Se fue con los niños llevándose casi todo. Lo grave del asunto no fue el hecho del abandono en sí, sino la intención de asestarme la puñalada final  que mujer vil y perversa es capaz de hacerle a un hombre: irse detrás de un miserable, de un aprovechado que se valió de las circunstancias para embaucarla con ofertas seductoras de una vida plácida y mejor. Si, me engañaba, no se desde cuando ni cómo, pero me engañaba mientras yo me partía el lomo trabajando catorce y hasta quince horas en el almacén. Me engañó sin importarle absolutamente nada, ni nuestros hijos siquiera. Yo quisiera saber qué era de ellos mientras la desalmada se encontraba con su amante. Me horroriza pensar que haya podido tener la osadía de recibirlo en mi propia casa y consumar su infamia en nuestra propia cama. Este crimen, más ruin y malévolo que el perpetrado por asesinos solapados, me dejó postrado moral y físicamente y con la vida pendiendo de un hilo. No entiendo cómo tuvo el valor de hacerlo con tanta sevicia. Si no la hubiera amado tanto como realmente la amaba, quizás no me hubiera importado su engaño, su traición. Me dejó destrozado te digo. Destrozado, solo, y sin fe en nada. (Astrid lo escuchó todo sin interrumpirme, sin haber emitido siquiera un murmullo, ningún sonido de su voz. Tuve ganas de preguntarle si  seguía ahí conmigo a sabiendas que aferraba el teléfono con la misma sensación de desespero que me embargaba a mí. Estaba sola también. Muchas veces lo estuvo mientras me hablaba de su matrimonio, del abandono al que la sometía su marido. Creo que la situación no ha cambiado mucho. Ella sigue preguntándose la razón de su comportamiento. El por qué se propuso ser así con ella a medida que su mundo se ensanchaba en otras direcciones. Pero es la vida, decía, qué le vamos a hacer. Y ese “que le vamos a hacer” la sumía en el desconsuelo que nunca me ocultó para revelarme el vacío de su corazón). -¿Cuánto tiempo llevabas con ella? (Era la pregunta con la que pretendía seguir el diálogo con Astrid) -¡Imagínate, el niño mayor tiene trece años, y la niña, once! Lo pensamos mucho para tenerlos. Es más, llegaron sin proponérnoslo siquiera, como directa consecuencia del sexo practicado a deshoras, a veces por venganza, por reproche, en contra incluso de la voluntad. El sexo y el placer que embargan y confunden los sentidos. A mi mujer le afectaron muchísimo los embarazos. No quería tener hijos, sólo una vida cómoda y relajada. En ese tiempo ambos trabajábamos, ella se arreglaba muy bien, compraba buena ropa, zapatos a su gusto, y no perdía oportunidad de irse a rumbear con su grupo de amigos, compañeros del trabajo. Yo nunca me opuse para no coartar su libertad. Era parte de la confianza que debíamos tenernos. Si en verdad nos queríamos, teníamos que querernos así, le decía, siendo abiertos y sinceros, tal cual somos en el fondo. Ahí pudo empezar todo, pienso. Mi mujer es joven, atractiva, a cualquiera puede agradarle, despertarle interés. Las tentaciones son grandes e inevitables, más si hay una relación directa con las mismas personas todos los días en el ámbito laboral. Es nuestro caso, pasamos mucho tiempo juntos en el trabajo Astrid, las cosas se van dando sin que uno lo note siquiera. Pero me da rabia, mucha rabia con mi mujer porque niega con cinismo cualquier situación comprometedora. Incluso hasta se da por ofendida y deja de hablarme por muchos días. Eso me desconcierta, me pone en la duda de entender con exactitud lo que le está pasando. (Astrid suelta un leve hum comprensivo) -¿Nunca llegaste a sospechar nada extraño en su comportamiento? (Era mi oportunidad para que me fuera entendiendo mejor): -¡Claro, y cuando se lo dije se disgustó mucho conmigo, llegó a tildarme de ridículo egoísta y de estar viendo fantasmas donde no los había! ¡Hasta me amenazó con separarse de mí si yo no le daba confianza! (Al menos encontraba una persona apta para decírselo) –Demasiado hábil y astuta, ¿no crees? (¡Ahora sí que la iba teniendo de mi parte). –Si, mi punto débil fue ese precisamente, haberle dado la confianza que ella reclamaba dizque para demostrarme la transparencia de sus actos. Lo hice creyendo estar obrando a conciencia. Confié en su amor. (A Astrid tenía que impresionarle mi sinceridad y mi compromiso de pareja con ella, con mi mujer) –Pero ella no te estaba amando realmente. –No sé, pienso que siendo como era, me demostraba su amor de alguna forma. –Te conformaste con muy poco. –Bueno, habrá modo de calificarlo, pero a nombre del amor se cometen grandes estupideces. –¿Y eso es lo que más te duele? ¿Qué te haya dejado por otro? Quizás, sin  darte cuenta, escogiste la mujer equivocada. –Si a errores y equivocaciones vamos, creo que uno jamás termina de conocerse tal cual es… (Fue una salida algo desafortunada que ella aprovechó): -Suena como a disculpa en asunto tan serio. Hasta en eso te falta carácter para reconocerlo. Pareciera que nunca aprendiste a distinguir esa gama “de amores y colores” que cubren el rostro de una mujer. Las mujeres somos divinas cuando nos conviene, y espantosamente crueles y despiadadas cuando nos proponemos serlo. En el acertado manejo de esta ambivalencia reside todo nuestro encanto mi amigo. (Su sinceridad era aplastante) –No quiero llegar a pensar que puedas ser una arpía en potencia. Me pareces mucho más razonablemente bella cuando sigues siendo tu misma. (Se lo dije en tono conciliatorio esperando una respuesta aprobatoria que me permita llegar al asunto por el cual la llamé) –El problema tuyo, si quieres que sea franca y sincera contigo, es que eres demasiado sentimental, y crees a pie juntillas en lo que te dicen mujeres como la que tuviste. Y eres hasta capaz de morir por esos amores livianos que no te recompensan. –Siempre pensé que nadie debería morir por un amor que no le conviene, pero ella, aparte de ser el amor de mi vida, es mi mujer todavía, la persona con la que he compartido todos estos años, y ser la madre de mis hijos. Yo deposité toda, absolutamente toda mi confianza en ella, pero me falló, es cierto. Me falló cuando yo más la necesitaba, cuando más creí que su comprensión iba a estar por encima de las tantas adversidades vividas. ¿Comprendes ahora el tamaño de mi tragedia? Nunca la falta de esa persona con la cual estuviste se hace tan notoria cuando entiendes que ya no está a tu lado. Estar solo y despertarse en medio de la noche equivale a morir lentamente sin llegar la muerte del todo. ¡Qué diferencia hay entonces entre morir a medias o morir del todo! Es por eso que necesitaba hablar con alguien para al menos…poder explicárselo. Perdóname si escogí a la persona equivocada. (Otra vez pausa, sollozos repentinos luego. Tristeza infinita) -¿La quieres lo suficiente como para perdonarle su falta? –Se perdona, si, pero no se olvida. Por amor se pueden llegar a cometer las cosas más absurdas e insólitas. Hubo un tiempo en que creí que el nuestro era un amor puro y transparente, y todas nuestras acciones se encaminaron  a perpetuarlo como el sol que iluminaría nuestras vidas. -El error es admitir que lo divino trasciende lo humano. -Ya me dijiste que los seres humanos, sin excepción, nos dejamos llevar por las emociones, pero sobre todo por las debilidades. No pienses que haya sido ella únicamente la que aportó el máximo de culpa. –Eso quiere decir que ya examinaste detenidamente las circunstancias para darte cuenta de lo que ocasionó la ruptura. Súmale a eso la falta de dinero y las pocas posibilidades de superarlo. No hay que ser expertos en el tema para saber que este factor es causa de conflictos graves en el hogar. El deterioro de toda relación proviene de allí. Un hombre sin dinero es un hombre que ha perdido toda capacidad de acción y de presencia. Si ya no hay bases para sostener una casa, una familia, la casa se derrumba sola y la familia desaparece. -Lo que no es justo es que tú luchaste por eso, correspondiéndote la desgracia de presenciar el desplome. Inocente de toda culpa. La labor que emprendiste no la terminaste tú, la culminaron otros. Aún así no puedes considerarte un hombre acabado y proclive a despreciar la vida. Lo que te quedó de todo esto, tu vida, es ahora tu máximo tesoro, y debes empezar de nuevo para sacarle el máximo de provecho. ¡Reacciona, hombre, no es tiempo de bajar la guardia, los buenos tiempos están por llegar! La única forma de averiguar como se gana una batalla es comenzándola. ¡Qué esperas entonces! Sólo los débiles y  mediocres se sientan a la vera del camino a lamentarse y llorar. ¡Matarse! Vaya estupidez. Terminarás por semejarte al suicida del cuento que leyó García Márquez, el de aquel desencantado que se arrojó a la calle desde un décimo piso y que “a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena ser vivida”… (Astrid se estaba constituyendo en el soporte moral que yo necesitaba en ese momento para disipar ese cúmulo de ideas que socavaban el terreno ya muy resquebrajado de mi angustia existencial) -Exacto. Y si mal no recuerdo fuiste tú misma la que me contó la anécdota del escrito de Gabo. Hay muchas cosas todavía que tengo frescas en la memoria. Lo que me enseñaste y también lo que me diste a conocer. –Supuse que… -Astrid, quiero confesarte algo: siempre, en alguna parte de este mundo, existen como pedazos de uno mismo que quisiéramos encontrar y completar con lo que ya somos. Nunca voy a olvidar que fuiste una excelente amiga y persona conmigo. Los momentos que compartimos superaron en gran medida el efecto conventual de la amistad. Eres una mujer demasiado especial y por supuesto excepcional con todo lo que te propones. Fuimos buenos compañeros de trabajo, pero mejores amigos por encima de esas circunstancias fatigosas y apremiantes. Tampoco perdimos el respeto que nos debíamos el uno por el otro. Considero que esa fue uno de nuestros mayores logros. Sabes apreciar y conservar esos ofrecimientos de amistad que te hacen las personas que te quieren y admiran. Jamás tienes en mente defraudar a nadie. Astrid, no todo lo que brilla es oro. Dentro de uno parecen existir muchos individuos, cada uno con una intención y un propósito diverso, quizás diabólico y maligno. Prueba de ello es este rostro desconocido que ahora estoy presentándote para justificar mis debilidades. Sin embargo sigo considerando al amor como el único sentimiento digno de ennoblecernos, reconstruirnos y salvarnos para la vida. -¿Quiere eso decir que no vas a rendirte, verdad? – Quiere eso decir que puede y existe una única posibilidad de emprender otra batalla. –Me tranquiliza saberlo por tu bien. No eres de esos tipos que se rinde tan fácilmente sin haber peleado primero. Sólo espero que cuando hayas hecho lo suficiente me llames para felicitarte. Llámame para que me lo cuentes, ¿prometido? –Prometido, de eso ten plena seguridad. –Hasta pronto entonces. –Hasta pronto.
   Y eso fue todo. Pude haber sacado todos los pretextos para continuar hablando contigo durante toda la noche, pero respeté tu condición de mujer casada, comprometida con un hombre, con  una familia y con un hogar. Una esposa en ese momento sola en una cama, es cierto. Sola en medio de esta noche inmensa y vacía. ¿Seguir hablando contigo? ¿Para qué? Bueno, para arrancarte unas cuantas sonrisas y formar con  ellas un espléndido ramo de nostalgias en mi tránsito a ese silencio de hielo que me llama. ¡Un año casi de no verte, mi bella Astrid! Pero tu voz fue real, factible, como reales también fueron mis impulsos, colmados de deseos, por tocarte y acariciarte desde mi perspectiva de fantasma a punto de integrarse en su territorio de sombras. Ahora ya nada me impide lanzar voces y gritos desde las orillas de esta fosa de sombras que me traga, y de donde voy sacando los pies poco a poco para elevarme en estatura y pensamiento sin ser el espectro que quiero ser. ¡Astrid, amada mía! ¡Si al menos te me aparecieras de la nada refulgiendo como uno de esos personajes mentales que representabas para sorprenderme!  ¡Eran sin duda tus dotes histriónicas lo que yo más admiraba de ti! ¡Esa vena de actriz, de cantante, tu gusto por los libros, la poesía, esa vocación artística que nunca pudiste disimular y que fue el puente para  conectarnos y hablar durante horas enteras sin importar los comentarios fastidiosos que se hacían a nuestro alrededor! “¡Ustedes dos parecen  loritos parlanchines hablando de cosas que ni se les entiende! ¡Si así como hablan, trabajaran, estuviéramos en la gloria y hasta con  tiempo de sobra para sentarnos a tomar tinto los cuatro!” Tu magia de actriz consumada lo resolvía todo. Eso no te llevó a semejarte a nadie más sino a ti misma por lo que eras, sentías y creías. Sin embargo ese parecido tan inevitable de asociar con…bueno, ya sabes, no fue asunto mío el descubrimiento, yo simplemente aprobé, corroboré, asentí orgullosamente cuando los demás te lo decían y no precisamente para inflar tu ego y darte ínfulas. ¡Qué locura!, ¿verdad? Todo empezó con tu ocurrencia de querer llevarte la revista sin cancelarla del supermercado. Era la última edición de Gatopardo con la foto de la actriz en  la carátula. Una foto bellísima de una mujer mucho mas bella y “temible” aún. Me la quiero llevar sin pagarla porque no tengo plata. Soy pobre y vivo lejos, dijiste achicando malignamente los ojos.  Habíamos ido a ese supermercado con el pretexto sólo de estar juntos y conversar. Y bueno, para tomarnos un café y “curiosearnos”, como preferías denominar a nuestro gusto por el diálogo. No puedo negar que me alarmaste cuando supe de tus intenciones verídicas de querer llevarte la revista sin pagarla. Sabes que es un delito. Y nos pueden llevar a la cárcel. A los dos. Sin rechistar. Piénsalo. Tienes un marido y dos hijos. Y mis condiciones son  iguales. ¿Verdad? Verdad. Otra faceta desconocida de tu personalidad. Aunque me emocioné como un adolescente al tener al lado una mujer fascinante dispuesta a todo. Realmente de película. Eso. Una mujer de película dispuesta al desafío y la aventura.
   En un comienzo el asunto parecía cosa de chiflados: llegamos al reconocido centro comercial, caminamos un rato por los pasillos viendo cosas, dejándonos seducir por las vistosidades de las vitrinas, entramos al supermercado (aquí hacen un café express delicioso, me dijiste), nos topamos con el exhibidor de las revistas, tomaste una muy naturalmente  y la llevaste hasta el sitio donde iríamos a sentarnos. Hasta ahí todo iba muy bien, la mayoría de las mujeres toman revistas y se pasean con ellas dentro de las instalaciones del negocio mientras van llenando el carrito. Si les pareció buena por las fotos y el contenido es posible que no duden en incluirla junto a lo demás; cosa contraria,  vuelven a colocarla en su sitio sin importarles el estado en que puedan dejarla, muchas veces con las esquinas de las páginas dobladas o untadas de dulce. A los ojos  del personal activo tú eras una de esas mujeres entretenidas en una supuesta lectura de revista, y nada ni nadie se detenía a observar que harías luego con ella. Entre otras cosas nos habíamos sumergido de lleno en una conversación impensable sobre política, y nuestras opiniones eran muy puntuales para definir el terrible manejo económico que los expertos le estaban dando a las finanzas del país. La estábamos pasando bien, no había duda, hasta que surgió de tus propios labios el anuncio que me dejó perplejo: “¡Alerta: Jennifer López al acecho!” Por una extraña e inevitable asociación de imágenes en el cerebro recapitulé la foto de la carátula y te miré idéntica al personaje que la ocupaba. Sin temor a incurrir en el ridículo exclamé: “¡Jennifer, tú, tú aquí conmigo, esto es increíble!” Tu reacción fue más cómica todavía: enrollaste la revista y me descargaste el tubo formado en la cabeza. Toc sonó. Un toc ruidoso que no pasó desapercibido para quienes se encontraban cerca. Me miraron. Creo que enrojecí un poco. Retorné los ojos a la revista y los volví ansiosos a ti. “¡Estupenda! ¡Verdaderamente hermosa y fascinante! ¿Me das tu autógrafo, por favor?” Amenaza de nuevo golpe con esquivada oportuna. Espera, quédate así un momento, te ves espectacular. Angulo perfecto. Toma ideal. Preciosa. Ven, sentémonos aquí para discutirlo. Voy por el café. ¿Solo? Con buñuelo, tengo hambre. Las famosas también comemos. Me alejé observando tu largo y abundante cabello negro ocultándote un poco el rostro. Aquí tienes el café señora. ¿Qué otra cosa puedo ofrecerte para que no desaparezca nunca esa sonrisa de diosa que me tiene hechizado? Tonto, me ofendes. Abriste la revista buscando el artículo. Curiosamente tu interés fue creciendo al empezar la lectura del extenso reportaje a la actriz y cantante portorriqueña a quien la revista calificaba con el ostentoso título de “¿Quién le teme a Jennifer López?” en directa alusión al libro de Albee, ¿Quién le teme a Virginia Wolf? Que ninguno de los dos, valga la verdad, habíamos leído. ¿Quieres que te diga algo demasiado serio y convincente? Se lo dije adoptando un aire de intelectual erudito, y ella, como si mayor no fuera la cosa, simplemente contestó con un “dilo ahora o calla para siempre” que me dejó a las puertas del cielo para volvérmele importante. Era mi turno y no quería desperdiciarlo: Te pareces putamente a Jennifer López. Entre esa foto de la revista y el tuyo no hay ninguna diferencia que las altere, eres idéntica a ella. Mírala  y piensa que te asomas a un espejo. Sonrió. Sonreíste. -¡Para tu desgracia yo también opino lo mismo! Y ahora que leo esto, más me convenzo. Su mirada franca pero soberbia bastó para confirmarme la autenticidad de la respuesta. Al cabo de unos minutos de acuciosa lectura un gesto infantil fue apoderándose de su rostro ligeramente maquillado. Era lindísima cuando se ponía así, tan fresca y liviana como la brisa matinal de un día esplendoroso. Tuve que hacer grandes esfuerzos para no caer en el desespero que me producían sus labios entreabiertos y seductores. A veces, sin que ella lo notara, me ponía a contemplarla largamente, a extasiarme en su figura como si fuese una diosa terrena impulsada por la sola magia  de su belleza. Y la veía  y soñaba con atraparla en la red potente de mis deseos como si fuera una sirenita extraviada. ¡Astrid, dónde estaba yo cuando empezaste a irradiar tanta magia de mujer de ensueños y fantasías! ¡Cuando empezaste a escribir tus primeras poesías y disfrutar de tus dotes de actriz y bailarina! ¡Cuánto la vida la tenías toda para ti y soñabas con agarrar al mundo en tus manos! Y por qué, por qué te dio por escoger al hombre que nunca te iba a entender ni hacerte feliz como lo merecías realmente… Por qué eso tenía que sucederte así. Me hubiera gustado verle la cara al imbécil en ese momento. Vernos ahí solos, tomándonos un café y leyendo una revista. Una revista donde estaba una mujer de nombre Jennifer Astrid López Valencia. Hermosa combinación para definirte a mi manera. Jennifer Astrid- López Valencia. Como para tatuarlo hasta la muerte en mi piel. ¿Estaba jugando con fuego? Perdóname si con esta pequeña felicidad te ofendo. Cuando estoy contigo pierdo irremediablemente el juicio. Eso pasa, creo, cuando uno ama con el corazón. Es la única razón que me convence de estar en mis cabales. De andar hacia donde me señala el instinto. ¿O el destino? Estuve así, divagando, no sé por cuanto tiempo, hasta que apareciste de nuevo en el plano de la realidad diciéndome sonriente: bájate ya de esa nube y estate atento a lo que voy a decirte. Vamos a salirnos de aquí con la revista. No vayas a asustarte ni a hacer ningún movimiento falso que nos delate, actúa simplemente con naturalidad, y si la situación se pone turbia, agárrame la mano y bésame. Da la impresión, el hecho cierto e incontrovertible de que somos pareja, lo demás corre por mi cuenta. ¡Dios mío! ¡Tomarla de la mano! ¡Y besarla, besarla! ¡Actuar como pareja! ¡Esto es demasiado y no voy a soportarlo! ¿Querrá en el fondo burlarse de mí? ¡Las cosas que se le ocurren! ¿En qué líos nos estaremos metiendo?
   Hasta ese momento nuestra amistad era básicamente el resultado de habernos convertido en compañeros de trabajo y pasar once horas diarias ejerciendo labores en una oficina. Yo como auxiliar contable, y ella como relacionista comercial. Nuestro trabajo era supervisado por la Jefe-auditora y reseñado por la secretaria general. Entre los cuatro se formó un ágil y muy productivo grupo de trabajo matizado por la concordia y los buenos gestos de amistad. Hacíamos recesos para tomar café y hablar. Cada cual, a su manera, se encargaba de ventilar lo suyo, lo que pasaba en su casa, en su hogar, en su familia. Asuntillos domésticos la mayoría. Astrid era reservada en ese aspecto, y en vez de recurrir a la exploración íntima de su vida para ganar simpatías y consideraciones, optaba por hacernos bromas y cantar. Cantaba como Talía, como Noelia, como Gloria Trevi, como Alejandra Guzmán, como Shakira, o para nuestro gusto, como ella misma.  Y cantaba más que todo para exteriorizar sus emociones, esos estados de ánimo que la embargaban súbitamente, y que a mí me quedaba fácil interpretar con solo mirarla a los ojos. Hasta ese momento, digo, el trato era normal y nunca se excedió en confianzas ni nada distinto que no fuera el muy amable y cordial que debe permitirse dentro de un ambiente de trabajo. A mí nunca se me pasó por la cabeza, por ejemplo, que algo, necesariamente, tuviera que  ocurrir allí. Mercedes, nuestra robusta jefe inmediata, sostenía una relación  sentimental con un joven ingeniero de sistemas, siendo éste su segundo intento de querer formar un hogar estable. Se ufanaba de haber logrado un cambio positivo en su vida mediante un manejo ordenado, claro, preciso, inteligente y “libre de fanatismos peligrosos” en su ejercicio de amor. Amar sin depender, era su lema. No tenía hijos, pero deseaba tenerlos con todas las fuerzas de su alma. Incluso en contra de todos los pronósticos médicos que la descalificaban para un proceso normal de gestación. Caprichos del destino y de una matriz nunca desarrollada. En el fondo parecía experimentar un gran temor por esta causa: un segundo fracaso con el hombre al que había depositado toda su confianza de mujer. La ruptura podría ser inminente. Doña Imelda, la secretaria administrativa, nunca quiso revelarnos su edad, aunque era fácil colegir que estaba a punto de traspasar el umbral de los 50 años bien cumplidos. Pero ojo: siendo muy alta de estatura y con  un cuerpo demasiado esbelto y ejercitado en rutinas de gimnasio, cualquiera incurriría en el error de pensar que no tenía más de cuarenta, y que lo de sus cincuenta años era puro embeleco para despistar a sus fastidiosos admiradores. Para eso se daba al  propósito de pensar y actuar como una mujer de 60 con ínfulas bien cultivadas de abuelita vigente y encantadora. Y muy aristocrática cuando se enfundaba en sus finos y elegantes vestidos de marca. Entonces era lo que se dice una señora de mucha clase confirmando el privilegio de su antigua posición en el mundo social. Por el vaivén de los tiempos tuvo que ir descendiendo los escalones del infortunio y seguir caminando como todos los mortales venidos a menos. Aún así conservaba un brillo de dignidad resaltado por su gran sentido del humor pese a la aparente seriedad que la caracterizaba. Y gracias a su desprendimiento y mejor apetito pudimos complementar nuestras tazas de café con irresistibles buñuelos y pandebono que traía camuflados en su bolso de cuero marrón.
   Astrid, a pesar de su evidente juventud, también era casada y madre de un niño inquietísimo de apenas seis años. Decía que por nada del mundo volvería a embarazarse por todas las complicaciones y sufrimientos que el parto le causó. Si para tener un hijo hay que padecer tanto en una clínica, lo mejor es olvidarse del asunto y optar por lo más fácil: conseguirse uno ya hecho. Eso, o no casarse, no ir metiendo las de andar con el primero que le venga a endulzar el oído y pintarle pajaritos en el aire, aseguraba ella con resuelto desdén. ¿Sería una pista? ¿Una clave tal vez para interpretar un arrepentimiento tardío de su estado? Así quise descifrarlo yo. Por tanto,   había que empezar el juego, el maravilloso juego de la conquista. El juego practicado y manejado con la sutileza y el fervor del cada día. Del instante justo y preciso.
   Ella no pareció mostrarse del todo ajena al cambio. Lo advertimos recíprocamente en las miradas, en los gestos, en ese aire de complicidad que antecedió al riesgoso acto de sustraernos la Revista del prestigioso supermercado de cadena. La cosa resultó tan simple e insignificante que ni siquiera fue necesario aferrar su mano y darle un beso. Actuamos más bien como una pareja común y corriente en trance de estar dirimiendo algún viejo asunto doméstico. Te portaste como todo un héroe -me dijo aprisionando la revista contra su pecho-. La cuestión es de “lo tomas o lo dejas”, y cuando me propongo algo lo consigo al precio que sea. Escucha: “Si creo que merezco algo, lo pido. No tengo miedo de pedir. Pero si no lo obtengo, lo tomo” ¿Ves la diferencia? ¡Cuál es el problema entonces!
   Tus palabras estaban ahí mismo, en la Revista, constituyéndose en esa otra verdad que también te pertenecía.
   En el estrecho espacio que constituía nuestra oficina transcurrían las horas matizadas por la voz de madre superiora de doña Imelda y sus puntuales ocurrencias. De esta manera disimulaba la verdadera intención de sus comentarios para evitar reacciones del gerente, que no perdía oportunidad de estar atento y pendiente de todo cuanto acá, del otro lado, se decía. Y cuando se ausentaba éste de su oficina, corría la jovial señora a desatarse el cabello, mandar al diablo las gafas, quitarse los zapatos y ponerse a exclamar con brazos abiertos que esta vida valía la pena vivirse pero afuera, al aire libre, a pleno sol, sin horarios ni jefes abusivos ni déspotas para hacer realmente lo que a uno le diera la gana sin contravenir normas  ni estatutos. “Lo que nos ha frustrado a gentes, a personas como nosotros, que dependemos de un salario, es la esclavitud disimulada. Y aunque no nacimos para ser esclavos de nadie ni de nada, todo nos esclaviza: la sociedad, el estado, la religión, la familia, los afectos, los sitios, los lugares, las costumbres, todo, todo. Hasta los animales que tenemos en la casa nos esclavizan. Claro, porque hay que estar pendientes de ellos y evitar que nada malo les pase. ¿Y qué obtenemos a cambio? ¿Algo bueno acaso? Yo les digo qué obtenemos: ingratitud, desprecio y olvido. Sendas patadas en el trasero. Eso. Ya ni entiendo para quién o para qué es que vivimos.”
   Con similares arengas, casi siempre dirigidas a un auditorio escaso y por consiguiente ajeno o desapercibido de sus elucubraciones filosóficas, doña Imelda descargaba su tensión e inconformidad para caer luego en un estado de abatimiento asombroso rayano en la angustia y la depresión. No le quedaba de otra sino que acomodarse de nuevo al frente del computador, muy enderezadita en la silla para proseguir sin más  la ejecución  de su tarea. Resultaba cómico y absurdo a la vez verla en su aplicadísimo papel de esclava del deber hasta el final de la jornada. Y así como se sufría con las injusticias de la vida, también se gozaba y se le sacaba provecho a las situaciones en conflicto. La clave estaba en no dejarse apabullar por las incomodidades y por las normas. A lo hecho pecho. Y si quedaba alguna duda, pues levantar la cabeza y leer: QUEDAN PROHIIDAS LAS CONFIANZAS Y EL ACERCAMIENTO ESTRECHO DENTRO DEL AREA. En tanta estrechez  resultaba inevitable el contacto físico con pretensiones abiertas o solapadas de cultivar algún mal pensamiento. A pesar de su obesidad Mercedes  se ufanaba de  su cuerpo bien moldeado, con una cintura talladita que daba gusto verla. Doña Imelda nunca dejó de vestirse con elegancia para resaltar su porte señorial y aristocrático. Pienso que debió ser reina de cualquier evento en su juventud. ¡Y qué decir de Astrid y su impactante belleza! ¡Todo en ella era gracia y perfección, calidez y alegría, magia y ensueño! ¡Y cuando sonreía tenías la sensación de ser atrapado por una fuerza irresistible que te transportaba a un ámbito desconocido del universo del cual no querías regresar nunca! ¿Estaría el paraíso detrás de esos dientes limpios como cascadas de luz surgiendo de ese arcoíris vivo de sus labios? No era justo entonces someterse a un régimen laboral cruel y asfixiante donde nunca te reconocían nada valioso, nada positivo y apreciable de ti. El lema constante era trabaje, trabaje, trabaje, porque si no lo haces al ritmo que se te exige afuera mantenía la supuesta cola de aspirantes con una hoja de vida bajo el brazo. “Asómense por la ventana, les decía, hay más aspirantes que clientes”. Y aunque el almacén registraba buenos movimientos de clientela diarios siempre existía el resultado de las ventas, de los resultados por encima de los logros obtenidos. Es la esclavitud moderna de la que hablaba doña Imelda en sus peroratas.  Hasta que un día, inolvidable por su clásico simbolismo, Shakespeare, desde su inmortal Otelo, me alentó el espíritu de poética rebeldía para pronunciarme con estas sublimes palabras: “¡Piedad, Dios mío! ¿Sois hombres, partida de becerros, o es que habéis perdido el juicio? Desde ahora renuncio a mi empleo…” Al oír esto doña Imelda estuvo a punto de salir proyectada de su asiento por causa de la emoción. Se lo impidió el rostro endurecido del gerente empotrado en la pared. La foto en el cuadro sobrepasaba todo indicio de estar ahí vivo presidiendo la actividad en el magno recinto. Yo la tranquilicé indicando con el dedo la página del libro. Astrid, que no me dejaba solo en circunstancias  extremas, concluyó la lectura: “No te vayas. Escúchame. Mejor es que seas honrado…” Supongo que Skakespeare propició aún más el acercamiento, y Astrid la confianza dentro del área.
   Nuestra pequeña tragedia seguía consumándose a perpetuidad.
    Pocos días después de nuestro ingreso al crimen organizado, y procurando tener el secreto lo más escondido posible, aprovechaste la ocasión que nos concedía el cafecito servido a las tres de la tarde para confesar el delito: “¡Míren lo que me robé!” Desplegaste con elegancia y coquetería la revista en el escritorio. Doña Imelda  ni siquiera se inmutó. Su interés se centraba en el acto de echarle pedacitos de pandebono al café humeante. Sin embargo la reacción de Mercedes, la auditora, fue inmediata: “¿Te robaste qué?” Astrid me hizo un gesto teatral denotando pánico interior. Pusiste luego carita de niña culpable y mimosa estilo Chilindrina: “¡Una revistita, fíjese, fíjese…!” El cuello de jirafa retrocedió indignado. Astrid volvió a la carga: “Y no me la robé sola, él me ayudó” Ante tal delación fue ahora doña Imelda la que apartó un poco los anteojos para mirarme por encima. Astrid me instó con las cejas para que siguiera la parodia. “¡Fue sin querer queriendo!”, les dije amarrando las manos atrás y bajando una mirada avergonzada. La auditora, entre mordaz e indignada, complementó la ingeniosa representación: “¡Y claro, como no les tienen pacienciaaaaaaa….!” Al final carcajada unánime. Chispitas de luz en tus ojos juguetones. Y como para acabar de echarle más leña al fuego se puso la cínica a exhibir como un trofeo recién ganado la revista y emprender luego su lectura, en voz alta, exactamente lo concerniente al artículo por el cual se había arriesgado a cometer la falta. Y abran bien los ojos y los oídos con esto que van a escuchar, para que vean que no solamente nosotras las del montoncito andamos con nuestras propias tragedias a cuestas: “Hago alarde de mi derriere porque quisiera que con mi ejemplo las mujeres latinas, especialmente las más gorditas, aprendieran a aceptar y a amar su propio trasero rellenito y sustancioso y dejaran de una vez por todas de identificarse desfavorablemente con modelos que son puros atados de huesos”
   Casi sonrojada, doña Imelda se despojó ahora sí de sus anteojos como si estuviera recibiendo noticias de su propia hija: “¿Trasero rellenito y…sustancioso? ¡Pero desde cuando los traseros son sustanciosos, válgame Dios! ¡Ni que se refiriera a un pavo navideño listo para el consumo! ¡Lo que tenemos que ver y oír hoy en día! ¿Y quiere que les diga algo más? En mis tiempos los traseros se ocultaban del morbo y la impertinencia pública con trajes elegantes y apropiados que infundían respeto además de realzar el decoro y la dignidad de la mujer. Si alguien quería ver culos al aire, como se dice, pues no le quedaba otra opción que buscar un sitio “de esos condenados por la iglesia” donde se pueda verlos a conformidad y ya. Me perdonan que sea tan atrasada pero yo no le veo ninguna gracia a lo que se dice en esa revista” Ante tan airados comentarios la auditora no tuvo más que encogerse de hombros y mirarnos de soslayo. Sin embargo se decidió a intervenir: “Imeldita, estos son otros tiempos, y con eso no quiero decirle que esté desactualizada, la dinámica es distinta, hay mucha libertad para todo, y me extraña que siendo usted una mujer de vanguardia se aterre y escandalice con cosas tan normales y naturales que ya a nadie aterra ni alborota, todo lo contrario, vende, promociona, publicita, hace más famosos a los famosos. Si una mujer no se desnuda  y muestra sus atributos no está en nada. Mejor dicho, ahí reside todo su éxito. Y el culo, considerado una de las partes más perseguidas y admiradas del cuerpo femenino en el ámbito del comercio y la publicidad mueve verdaderas fortunas. Entonces sí que se convierte en un plato suculento y sustancioso del que nadie quiere privarse. La niña de la revista sabe lo que tiene y se jacta sencillamente de eso sin remordimientos porque ahí esta representado su potencial. Aparte de sus otros talentos, claro. Que todo tiene que ir bien complementado. Y ella es una estrella brillando con luz propia. De eso no hay la menor duda. O si no dígame, señor aspirante a literato, cuántos artistas y cuántos poetas y cuántos autores de novelas no han exaltado con bellas expresiones los traseros directos o platónicos de sus mujeres entrañables, ah? La interpelación me dejó seriamente comprometido pero con la posibilidad de mencionar un ejemplo como respuesta: Constance Chatterley, la bella adúltera del libro de Lawrence. Relaté la escena de la cabaña con su amante el guardabosques Mellors y las palabras que éste pronunció ante ese prodigio de  sensualidad y singular belleza que era el culo de su amada: tienes un trasero delicioso tienes el culo más delicioso que nadie es el más delicioso el culo de mujer más delicioso que existe cada pedacito es de mujer de mujer palpable como las nueces no eres de esas muchachas con el culo en botón como los chicos que hay por ahí tienes un auténtico trasero sobre el que podría alzarse el mundo de verdad… Más o menos así lo dije y lo repetí de memoria fijando directamente la vista en los ojos expectantes y asombrados, un poco sorprendidos quizás, de Astrid, para quien no era ninguna afrenta decirle que tenía el culo más hermoso del mundo. De alguna manera se lo dije y ella lo entendió. Y mientras la auditora se internaba en las páginas de la revista, y doña Imelda a su vez tecleaba como una posesa, la bella Astrid cuadró un poco el asiento al lado del mío para empezar el relato de su propia vida. Una vida con rasgos, acentos y similitudes a la de la mujer de la revista, como si entre una y otra no existiesen dicotomías y en el fondo actuasen como una sola, siendo este asombroso paralelismo la consumación natural de una simbiosis casi perfecta: “Nunca en mi vida me he mostrado dispuesta a divulgar mis intimidades a nadie, lo de uno es lo de uno, y debe ser parte de una reserva personal a prueba de asaltos y atentados. Con decirles que ni siquiera con mi mamá tuve la confianza necesaria para confiarle mis secretos. Y eso que hasta los últimos días que vivió conmigo tuvo conmigo una relación afectuosa y cordial pese a las diferencias que siempre nos separaron. Ya les he contado como era ella, una persona tranquila, despreocupada, desentendida de sus elementales deberes de madre, aunque en la parte económica nunca nos hizo faltar nada. Trabajaba todo el día y la plata nunca le faltó. Pero se aferró más al trabajo y a todo cuanto conseguía dentro y fuera de él para afianzar más sus intereses. Demasiado ambiciosa. Nunca me importó saber a qué se dedicaba realmente, aunque suponía que nada bueno podría ser. El poquito tiempo que permanecía en la casa se la pasaba hablando por teléfono. Luego alguien venía por ella y se la llevaba. Casi nunca nos dábamos cuenta a qué horas regresaba. En su pieza siempre había cosas tiradas por todos lados. Zapatos, bolsos, ropa sucia, también prendas nuevas, frascos, botellas vacías o semivacías de licor, colillas de cigarrillos, en fin, como si en vez de vivir allí una persona normal viviera una loca. Una vez que me puse a sacudirle los tendidos de la cama encontré ahí desparramados debajo de las cobijas muchos billetes. Era una gran cantidad de dinero para que lo haya dejado así tirado. Yo llamé a mi hermana y ella me dijo que no le vaya a estar diciendo a nadie de eso, cogió los billetes y los guardó en un cajoncito del peinador. Nunca nos preguntó mamá quién ni cuando le pusimos esa plata ahí. A veces me daba miedo que una persona así pudiera ser nuestra madre. ¡Si al menos hubiera estado papá en esos momentos! Pero mi papá desapareció de un día para otro sin dejar rastro, y nadie, por más que lo buscamos, nos dio razón de él. Eso pasó cuando yo apenas tenía seis años. Mi hermana dice que todo eso fue muy raro porque papá era muy trabajador y nunca le hizo faltar nada a mamá. Que al principio ella hizo bulla para buscarlo y tratar de dar con él, pero que después se calmó, se resignó, y dejó las cosas así, tal vez convencida de que papá quería irse y era en vano esperar que vuelva. A partir de ese tiempo ella no volvió a nombrarlo. Para nada lo que se dice nada. Nosotras entendimos que eso era para que nosotras tampoco lo hiciéramos. Tal vez por eso crecí con tantos problemas. La única que me ha entendido es mi hermana, y si no fuera por ella, yo no se qué habría pasado conmigo. Me volví díscola, huraña, no consentía visitas de nadie en mi casa, no toleraba que me llamaran ni siquiera por teléfono. Quizás por vergüenza o por timidez siempre rechacé cualquier acercamiento con gentes y personas que querían verme y darme ánimos. Me aterraba la idea de tener que decirle a alguien lo que me estaba pasando. Suponía también que a nadie tenía porqué importarle ni interesarle mis asuntos. Eso de estar revelándole secretos a cualquiera es como pararse al frente de un escenario, despojarse del vestido que llevas puesto, y esperar a que te digan si estás bien o mal de carnes. Además, en mi caso particular, yo tenía bien guardado lo mío, lo que en esos momentos me estaba definiendo y caracterizando como persona, y por nada del mundo pensaba someterme al escrutinio público para aceptarme o reprobarme a mis propios ojos. Y si hoy les cuento esto, es porque ya superé el trauma y me encuentro satisfecha y en paz conmigo misma.
   Los años más horribles de mi vida los viví cuando tenía… ¿trece, catorce años? Si, hasta los dieciocho. En ese tiempo vivíamos en un barriecito chévere a mi modo de ver, pero donde la injusticia y la desigualdad social lo habían convertido “en el lunar negro” que todos señalaban. Una ollita, como se dice. Pero no, tampoco era para tanto, pues en todas partes hay inseguridad, problemas de drogas y pandillas, eso ya se volvió típico y pasa en todos los barrios de la ciudad. Bueno, vivíamos allá entonces y estaba terminando el bachillerato. ¡Es que no quiero ni acordarme! Era bonita y todo lo demás (risitas pretenciosas), me gustaba jugar básquetbol con los muchachos, montar en cicla, ir de paseo a cualquier lado, a cine, que es uno de mis programas favoritos cuando quiero darme otro ambiente. Sería por eso que no me perdía oportunidad de participar en los eventos artísticos del colegio, todo lo que tenía que ver con el canto, el baile, y la representación teatral. Tenía una facilidad increíble para interpretar personajes de carácter y aprenderme los diálogos sin mayor esfuerzo. Hasta llegué a inventarme un argumento adaptado después a una obra de teatro sobre una mujer rara, enigmática, siempre vestida de negro por una supuesta viudez prematura, que sostenía interminables diálogos con el retrato de su difunto marido. Un monólogo, si, para ser actuado y personificado por mí misma. Recibí muchos elogios y muestras de admiración por los resultados finales. A mí no me pareció que fuera cosa del otro mundo. Cosas así escribía mucho en mis cuadernos. Es que ni siquiera me esforcé para hacer las dos cosas. Escribirlo y representarlo fue de lo más sencillo que pudo habérseme ocurrido. Algo así como una tomadura de pelo solamente para ver la reacción de los demás. Pero la gente insistiendo: “¡Uy, esta pelada sabe mucho, tiene futuro y es hasta bonita! Tiene que ponerse a estudiar en serio. Pero yo casi no les ponía atención a lo que decían. Si alguna vez llegaba a ser alguien importante en la vida sería tal vez por la música, me decía. Cantar era principalmente lo que me atraía de verdad. Tenía mis casetes con los discos y los cantantes que me gustaban. Ponía la música a todo volumen en la grabadora y yo cantando al unísono, asimilando el estilo casi hasta lograr la perfección. Pero en el colegio era dále con el cuento de que tenía que volverme actriz. Y yo sí, claro, Bo Derek, Brooke Shields, Greta Garbo, qué quieren. Totiada de la risa. Pero nada. Hasta ahí muy rico y muy divertido el vacile hasta que ¡Tás! Ocurrió la tragedia, la verdadera, la real. El drama en que iba a convertirse mi vida de ahí en adelante. “Eso empezó a crecer” Yo sí había notado una cierta propensión en mi parte posterior a desarrollarse más de la cuenta, y supongo que quienes me veían también se daban cuenta sin llegar a mencionarlo del todo. Lo cierto es que cada vez que me veía de reojo en el espejo notaba que mi trasero aumentaba de volumen sobresaliendo demasiado en el conjunto de mi humanidad. Se lo dije a mi hermana, y ella me salió con que eran cosas de la formación, del crecimiento, del desarrollo, que las glándulas, que las hormonas, no se asuste mija antes vaya dándose por bien servida mire cuántas culiplanas andan por ahí aburridas esperando milagros. Yo me hacía la boba pensando que eso podría ser así, hasta cuando un imbécil en la calle empezó a decirme cosas horribles que me hicieron sentir como un trapo. Llegué corriendo a mi casa llorando desconsoladamente. ¡Y a vos que bicho te picó que vienes así vuelta una sopa!, me dijo mi hermana al verme, y yo le conté lo del tipo y todas esas groserías que me dijo. Y para que no me siga preguntando más fui y me encerré con llave en la pieza. No salí sino hasta el otro día. Ese fue el comienzo de mi pesadilla, de mis absurdos pero constantes tormentos. Le cogí rabia hasta a mirarme al espejo. Estaba convencida que afuera, en la calle, todos los ojos se dirigían primero a mi trasero que a mi cara.
                                     “…la llaman la guitarra no tanto por su talento musical…como por sus formas corporales increíblemente sinuosas…el apodo tiene en particular que ver con su derriere rotundo y pleno que siempre va espectacularmente destacado por vestidos concienzudamente elegidos para llamar la atención…el derriere de Jennifer López supera con creces cualquiera de sus demás atributos físicos los cuales no son para nada desdeñables…
   Y cuando miraban mi trasero antes que mi rostro me conturbaba y perdía el dominio de mi misma. Ni siquiera la opinión de mi hermana, que me decía que yo era bonita de los pies a la cabeza, mejor incluso que muchas de mis amigas y condiscípulas, terminaba convenciéndome y hasta reanimándome. La diferencia, sin embargo, me decía para mis adentros, es que ellas, mis amigas, sin ser todo lo bonitas que mi hermana decía, tenían algo de lo cual no acomplejarse en ningún momento. Lo peor vino después cuando los pelados comenzaron a decirme “Polonia”, primero haciéndose los disimulados, claro, siempre cambiando la voz, como cuando se burlan  y recochan a alguien. Polonia era la negra del Distrito de Aguablanca que se sentaba afuerita del colegio a vender chontaduro y mango biche con sal. Por lo general las negras tienen el trasero muy protuberante, pero la Polonia esa lo tenía enorme, grandote, fuera de control. Por eso sería que casi nunca se paraba de ahí de donde ella se sentaba, vencida por el peso de semejante mole. Perfectamente podía detener un carro en plena calle con solo ponerle al frente su culazo y no pasarle nada. Eso era lo que los muchachos le decían para burlársele. ¡Y justo me escogen a mí para decirme Polonia! El que me hayan puesto semejante apodo a mí, una niña demasiado sensible, fue como mi sentencia de muerte. ¿Por qué tenía que sucederme eso cuando creía que todo en mi vida y en mi cuerpo funcionaba perfectamente? Mi hermana no era así, tenía un cuerpo normal, y mi mamá sí que se distinguía por tener uno de los cuerpos más lindos, armoniosos y elegantes de todo el  barrio y alrededores a pesar de la vida que se daba. Supuse que alguien, en lo que concierne al origen de nuestras familias, padeció la misma deformación y me la transmitió por vía genética. Y como todo en este mundo tiene una relación de causa y efecto, me vi convertida de la noche a la mañana en la negra Polonia para el resto de mis días. Pensé también en el hombre que me restregó morbosamente mi defecto y lo maldije y lo aborrecí y le deseé con los dientes apretados por la rabia todos los males posibles de este mundo. Bastaron sólo unas pocas palabras suyas para sumirme en la peor de las amarguras. Mi corazón empezaba a temblar de odio y repugnancia por ese y por todos los que no vieran en mi nada distinto que eso, un “culo bamboleante” llevándome y trayéndome por las calles. ¿En eso tan fútil e insustancial iba a encasillarme la gente? ¿Qué quedaba entonces de la niña despierta y talentosa que se había trazado unas metas en su vida para realizarse y sobresalir con  méritos? Empecé a maldecir a todos los hombres sin excepción alguna por malévolos y perversos. Y por las noches, en los intervalos del insomnio, mi cabeza se volvía un revoltijo de dudas y pensamientos dañinos y peligrosos. Me daba por pensar de todo, en mi mamá, que no sabía donde andaba, en mis amigas, las buenas y sinceras, y en las malas y destructivas, en el colegio, en los profes, en la gente del barrio que me conocía, en aquellos amigos que me invitaban a las fiestas y bailes, en  lo que sería yo para ellos de allí en adelante. Pensaba más que todo en que me había llegado la desgracia y que tendría por fuerza que salir corriendo a cualquier sitio donde nadie me conozca ni tenga que tratar conmigo. Pensaba con mucho miedo y tristeza a la vez en lo que era, en lo que había sido, y en lo que seguiría siendo de allí en adelante con tanta adversidad por delante. Ya mis ojos me dolían de tanto llorar. Las noches se me hacían largas, oscuras, tenebrosas, sin encontrar la forma de recuperar la calma y la confianza para tranquilizarme. Con decirles que me entró la tentación de recurrir al alcohol, drogarme, en fin, cualquier cosa que me aparte de esa realidad cruel que vivía. Me acordé de Lizet, la monita de Tulúa. Ella me contó que tenía un problema que no la dejaba dormir tranquila. Le dijeron que fumara marihuana para relajarse y coger la  vida con calma.  Ella probó y desde entonces no ha dejado de usarla. Dice que duerme sin acordarse de nada pero con los sueños más bacanos del mundo. La verdad, pienso yo, es que todo reside aquí adentro, en la mente, en el cerebro. Sin embargo, me decía, si ella probó y le dio resultados, yo también podía hacer lo mismo. Era una pelada con problemas. Y los problemas me estaban metiendo en callejones sin salida. Pero tampoco era fácil. No se puede ser una adicta de la noche a la mañana por resabio. O por capricho. El problema después con la droga es que te atrapa y no te suelta. A un problema grande otro peor. De tanto darle vueltas al asunto terminé preguntándome si no me estaba volviendo loca por gusto. Y que muy estúpida era si me dejaba llevar por mis debilidades y por lo que estuviera pensando la gente. Yo, que siempre fui la primera en todo, demostrando ánimo e iniciativa, ahora me sentía decaída, incapaz de enfrentar el problema. Mi hermana se dio a la tarea de decirme todo el tiempo que yo era una niña muy linda y que debía aprovechar toda esa gracia que Dios me dio para salir adelante. ¿Qué fuerzas superiores a mi propia voluntad habrían de impedirme que yo me sintiera mejor y mucho, mucho más linda y talentosa todavía? Si en tan poquito tiempo me acostumbré a verme así como tan pobre e insignificante, ¿no podía acaso, con la misma potencia y determinación romper esa cadena de amargura para salir y enfrentar al mundo con un semblante positivo y renovado? No se trataba de emerger de entre las cenizas, como se dice en estos casos, simplemente llegar a un punto de reconciliación conmigo misma, aceptando virtudes, defectos y cualidades como ser humano que soy. ¿Creen que me estoy refiriendo acaso con demasiada exageración a un problema que pude resolverlo fácil sin dejar que tomara tanta trascendencia? Una bobada, si, eso al parecer, pero para una chica joven, inexperta, desprotegida, incapaz de valerse por sí misma, cualquier situación que se saliera de los cauces normales ya tomaba dimensiones de catástrofe. Y yo no fui la excepción para haberme sentido tan mal. Con lo tierna, sentimental y susceptible que era. ¡Imagínense! El hecho de saberse bonita, inteligente, con sueños, con metas y proyectos, y que de pronto tienes algo que desentona en tu cuerpo, que se insinúa más de lo normal para que la gente te lo esté retacando con saña, es ofensivo y humillante, golpea, descontrola, hiere en lo más profundo de tu amor propio. Y uno generalmente no se da cuenta de lo que es hasta mientras no se lo dicen. El reto que tenía ante mí era crucial y decisivo.  En mi fortaleza interior estaba la clave de vencer. Había que actuar ya, y para eso tenía, en primera medida, que aprender a aceptar, amar, y explotar (en el mejor sentido del término, claro) mi propio trasero rellenito y sustancioso. Al fin y al cabo era yo misma con los atributos que Dios me dio. ¡Salir, salir, y no dejarme  apabullar nunca más  con la inquina de la gente! En una palabra, mostrarme, dar la cara, irles de frente sin nada ya que pudiera afectarme ni acomplejarme. ¡Y me puse mi mejor ropa para resaltar esta figura que aquí ven! ¿El resultado? ¡Los ojos que no dan crédito a lo que están viendo! ¡La sorpresa, el halago y la admiración!  ¡El éxito rotundo en últimas! ¡Orgullo y satisfacción! La historia de ninguna manera es larga ni complicada: inicialmente acudí en la ayuda de mi profesora de música, ella me apreciaba muchísimo, y fue la primer sorprendida al conocer los motivos que originaron mi comportamiento y forzoso enclaustramiento en mi casa. Entendió perfectamente por lo que yo había pasado y me habló y me aconsejó como ni siquiera mi propia madre habría sido capaz de hacerlo. Volví a incorporarme al plantel educativo y participar en los concursos llegando a ser la más destacada en teatro, canto y danza. Obtuve premios, trofeos, distinciones y reconocimientos, al tiempo que muchas invitaciones a participar en eventos artísticos y culturales en otros colegios. Tuve también la dicha de ser escogida para representar al colegio en otras ciudades de nuestro bello territorio. Por ahí alcancé a salir en la prensa con foto incluida, y hasta me entrevistaron en un programa del canal regional. Y al tiempo que iba cosechando triunfos y volviéndome famosa, el mito de mi trasero empezó a propagarse como la cosa más espectacular y atractiva de mi cuerpo. Permítanme que sonría, y no por vanidad, sino por esas locas ironías que tiene la vida. Pero, como sucede casi siempre en estos casos, se me atravesó “el amor” en la figura de un muchacho muy simpático y sincero. Caí redondita a sus pies. ¿El resultado ahora sí? Juramentos de amor eterno y dicha infinita. Momentos sublimes de placer. Embarazo. Barriguita llena. Bebé pidiendo pista. Padre feliz. Madre asustada. Sorprendida. Un hijo. Un chiquito. Un bebé tierno precioso gordito con el que le puse punto final a mis pretensiones de convertirme en cantante y actriz. Me dije que el mejor papel de mi vida me correspondía hacerlo como madre, cuidándolo para que no tenga que vivir lo que yo viví, ni soportar lo que soporté a falta de una mamá cariñosa y comprometida. ¡Y aquí me tienen ahora lidiando con un jefe y una ruma de papeles! Pero bella, hermosa, y con muchas ilusiones todavía como corresponde a alguien que aún le apuesta a las oportunidades dichosas de la vida. A propósito Merceditas, ¿será cierto que la empresa tiene los días contados? ¿Qué el cierre por quiebra es inminente? Pero no se me escamosee que no estoy en plan de sonsacar información para la competencia, pero cuando el río suena… El miedo que tengo se relaciona con el pago de nuestra vivienda; ustedes saben que hace apenas cinco meses nos la entregaron, y estamos debiendo toda la plata de la cuota inicial. Y lo que viene en adelante. Si ya no hay forma, chao. Adiós sueño de tener casa propia. Es que la plata ya no alcanza para nada. La plata y la fama son una ilusión. Se los digo yo, la filósofa de Cuatro Esquinas. Cuatro esquinas para donde mirar y echar a correr. O colocar un puesto de arepas. Yo conozco mucha gente que se gana la vida vendiendo arepas por la mañana y chorizos por la tarde. Pero bueno, no nos salgamos del tema que esto de la revista está interesantísimo, oigan: dice aquí que el trasero de Jennifer López es “celestial”, ¿se imaginan? En cambio yo sí puedo decir del mío que fue lo más parecido y cercano al infierno por todo lo que me tocó vivir al comienzo. Y faltó muy poco para no salir nunca de él.  A estas alturas de la vida, superado ya el trauma, me gusta, me fascina, me llena de orgullo, que la gente siga haciendo comentarios sobre mi trasero. La maternidad ayudó mucho también. Todo en la vida se va equilibrando. Todo va adquiriendo ese punto ideal que en el fondo deseamos lograr. Y así como las miraditas de los caballeros siguen igual de fastidiosas e impertinentes, yo me sostengo en lo mío demostrándoles que como yo no hay nadie igual. Y si no que sigan mirando para que se convenzan. Incluso aquellos caballeretes que se escudan en falsas posturas para no evidenciar “sus bajos instintos”… Pero tranquilícese, Mr. Mellors, lo suyo tiene más de poético que de morboso. De tanto verse uno aquí las caras termina conociéndose hasta la médula. ¡Lo cual tampoco lo exime de toda culpa, mi querido señor! Ustedes los hombres sufren de lo mismo: ven una mujer medianamente atractiva y los pensamientos se les activan como carbones encendidos. ¿O me equivoco, vea? A mí me da risa cuando dicen que soy… ¡sexy! ¿Sexy yo? Para eso se necesita cierto temperamento y yo más bien tiendo a la timidez. Por su causa me he cohibido para comportarme como lo que realmente he querido ser. Aparentemente todo habla en mi favor pero mentira. Nadie sabe lo de nadie. Aquí donde me ven lo que yo trato es de arreglarme un poco con los chiros viejos, tratando que la ropita que me pongo me haga sentir cómoda y a gusto. Mi maridito podrá quererme mucho, pero la platica no le alcanza para convertirme en una modelo ambulante. Ahí se hace lo que se puede. Lo que con maña y paciencia consiguen hacer las pobres criaturitas del Señor. Lo demás va viniendo por añadidura. Se sigue siendo natural y espontánea por gracia de la necesidad. Nace con uno, de cómo se es realmente. Cualquier persona que no me conozca y me ve caminando por la calle seguramente piensa que soy una mujer seductora y apasionada, que transpira sensualidad y voluptuosidad por todos los poros. Confunden y malinterpretan las cosas, llegando a extremos ridículos y escandalosos. Hace poco iba un señor en un carro lujoso y me dijo que estaba dispuesto a darme lo que quisiera por tenerme desnuda en su apartamento. Yo le  dije que estaba dispuesta a dar lo poco que tenía para verlo desaparecer en la primera esquina que tenía al frente. En fin. Lo del cuerpo de guitarra no es exclusivo de las famosas. En medio de la pobreza y las necesidades resplandece la hermosura de la mujer. De esa mujer anónima que se levanta todos los días a conseguirse su sustento diario. Tengo mi carácter, no puedo negarlo, y cuando hay que decir las cosas las digo sin tapujos ni vacilaciones. Detesto la ambigüedad y los términos medios. Me gusta que la gente sea clara y directa conmigo, a nadie se le puede juzgar mal por lo que piensa. Se entiende entonces que la mentira y el engaño me saquen de quicio. Y así como puedo llegar a ser tolerante y complaciente en unos casos, puedo también ser muy dura e inflexible en otros. Esas serían más bien las definiciones que emplearía para decir quién soy o cómo puedo ser. Si estos son  rasgos típicos, especiales para darme algún relieve o status de sexy, entonces lo admito: soy privilegiadamente sexy hasta extremos inverosímiles, como sólo una persona de mi categoría puede entenderlo. Lo cual, sin  ninguna pretensión por delante, logra ser placentero. Y no les pienso decir más porque no lo merezco. Ya. Fin de la historia. ¿O de la crónica, Mr. Mellors? Espero que no haya aguzado tanto el sentido de la observación para el posible desarrollo de sus anotaciones. ¡Y cuidadito con estar inventando! Algún día nos volveremos a ver las caras y entonces me dará la oportunidad de decirle qué tan infame se habrá portado conmigo. No se trata, como dijo un personaje de Andrés Caicedo, de “sufrir me tocó a mí en esta vida, sino de agúzate que te están velando” Lo único que le recomiendo es que ni de fundas vaya a incurrir en pretensiones de alto vuelo y salga colocándole el título que hoy le estoy mostrando aquí: “¿Y quién le teme a Astrid Valencia?”
   Tenías razón: esa tarde, mi bella Astrid, no solamente empecé a escribir la historia, sino a darme cuenta que tu recuerdo era parte de la mía también. De qué otra cosa podía hablar sino de ti y de lo que lograste despertar en este corazón desquiciado que late sin tiempo mientras te pienso. Sin tiempo ni códigos ni mensajes sesgados que tú no puedas clasificar dentro del tuyo. Tampoco es el resumen de una terrible confesión. Es que ni siquiera pretendo convencerme ni convencerte de nada. Lo que experimento es una sensación irremisible de pérdida. Saber que un día te tuve cerca sin otra recompensa que tus ojos y sin otra propuesta que tus palabras. Lo de tu cuerpo, bueno, qué puedo decir ahora de tu cuerpo espléndido y prodigioso: que siempre fue tuyo y lo protegiste y defendiste como la causa más sagrada que te impelía a caminar como diosa. Verte en él cada mañana era como tener un sueño en tercera dimensión, por ejemplo, y subías al cielo y volabas como una cometa que yo traía o dejaba alejarse dependiendo de ese hilo de ilusión con que te sostenía. En fin, en fin, dificultades del amor para establecer con precisión esos instantes de alegría que sólo recoge el espíritu. La frase tomada de la revista volvió a estremecerme de nostalgia: “Siempre he creído que no hay nada en nuestro interior que no pueda salir durante una sana conversación con  un  amigo” ¿La dijiste tú o la dijo la persona del retrato que se parecía a ti misma? ¿Qué tan próxima resulta la narración de la historia que me contaste, y qué factibles y verosímiles sus resultados ante el  arribo de tantas coincidencias? No cabe la menor duda de que eres hermosa y que ciertos rasgos físicos son un calco de la cantante y actriz en cuestión, creo que te lo dije a propósito del papel que hizo la López de Selena en la película, ¿te acuerdas? Y tú, con un gesto delicioso muy tuyo, pero también de ella,  me explicaste que todo ese deslumbramiento por Jennifer  (acentuando provocativamente el nombre) no tenía nada que ver con tu personalísimo encanto. “Todo es cuestión de percepciones”, volví a recapitular del contenido de la revista, sin ganas ya de seguir insistiendo con el tema por temor a parecer ridículo.

   Como quizás sea ridículo, incongruente, y absolutamente fuera de lugar, mi pretensión de buscarte por teléfono a esta hora inusual de la noche con la intención, absurda y desesperada, de apaciguar un sentimiento con la acción final que me llevará a callarme para siempre. 

Ricardo Figueroa-escribidore17.blogspot.com-la máquina de escribir

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