FIEBRE DE
SÁBADO POR LA TARDE
(Cuento)
Tía Gertrudis nos invitaba los sábados por la tarde para que
jugáramos en el patio con las primas. Ese era un día muy especial para
nosotros, comíamos muchas galletas de las que preparaba con esmero en el horno.
El olor delicioso a vainilla nos
enloquecía de ganas y de que la tarde en casa de la tía nunca se acabara. Eran
galletitas de colores con forma de estrella, de jirafa, de angelito, de burrito,
en fin, hasta de la virgen y san José y el niño Jesús porque la tía era muy
creyente y tenía un reguero de santos por toda la casa. “Al comerlas notarán
que algo muy especial se despertará en sus corazones”, nos decía con voz dulce
y aflautada. La tía Gertrudis no se equivocaba porque cuando me comía a la
virgen, la galletita con forma de virgen, mirando a Magnolia cuando masticaba y
tragaba, el corazón empezaba a latirme fuerte, como con ganas de salírseme del
pecho. Y no es que Magnolia fuera la más bonita, sólo que era más alegre que
Beatriz y mejor anfitriona que Paulina.
El juego siempre empezaba con las ocurrencias de Magnolia. A
ella le gustaba jugar a los novios y después casarse. Para el efecto mantenía
con los anillos de plástico metidos en una carterita forrada de terciopelo
rojo, “el color de la pasión”, exclamaba levantando primero la vista al cielo y
bajando luego lenta, suavemente los ojos negros y muy brillantes hacia donde yo
me encontraba. Este gesto suyo me ponía
nervioso y como con ganas de ir al baño para disimular el rubor que cubría mi
cara. Beatriz en cambio era más aterrizada, lo suyo era la medicina, más
exactamente la psicología. Preparaba los test en un cuaderno del colegio y nos
cuestionaba acerca de todo, miedos, fobias, temores, gustos, en fin, lo que
tuviera que ver con nuestros actos y comportamiento. Todo radica en la mente,
nos decía con el ímpetu de la terapeuta al frente de una manada de locos, si lo
de arriba no está bien, lo demás, “el resto del edificio” tambalea. Pensé en
Magnolia, en que de pronto le sentaría bien una apretadita de tornillos. El
caso de Paulina era un poco diferente, ella mantenía ocupada, casi obsesionada
mejor, con los números y las finanzas. Se le veía de continuo echándole cuentas
a todo, hasta al valor del chicle que nos repartía. Visto de esta manera, el
juego con mis primas resultaba siempre más serio de lo que pensábamos.
La última vez que nos pusimos a jugar mi prima Magnolia dijo
que quería casarse conmigo. Ya ha pasado mucho tiempo y el noviazgo no puede
durar para siempre, increpó. Sacó los anillos de la carterita, le pusieron un
traje de cura a mi hermano Favio (en realidad era un vestido largo, de color
negro, con cuello subido y mangas de puño usado por mi abuela en los tiempos
del baile de máscara con abanico) y con dos testigos más, mi otro hermano,
Elías, y otro primo por parte de un tío al que casi nunca veíamos, se ofició la
ceremonia con marcha nupcial y todo. Pero fue en el momento en que el cura dijo
“Y ahora puede besar a la novia” cuando intervino mi prima la psicóloga
diciendo: “¡No, esto es una locura, aquí hay un impedimento de tipo ético,
genético y moral que no permite que esta unión conyugal se realice! ¡Son casi
hermanos, y lo que estamos fomentando es un caso censurable (por no decir
oprobioso) de incesto en personas con primer grado de consanguinidad, por el
bien de ellos y de la familia que somos todos nosotros me opongo rotundamente a
que la pareja salga de aquí convertidos en marido y mujer!” La prima Beatriz
parecía estar muy segura de lo que decía y sus argumentos me hicieron pensar en
divorciarme de inmediato. Pero como adivinando mis intenciones la prima
Magnolia soltó un “¡uff, demasiado tarde, ya el cura nos casó, que vivan los
novios!”, que para mí resultó suficiente para entender que ya todo estaba fuera
de mi control, y que de allí en adelante el juego lo manejaba ella con la
ventaja de tenerme ahora en sus manos. Una vez más la prima Beatriz vino en mi
ayuda al insistir, viendo la actitud resuelta de su hermana, que habían razones
de fondo para declarar nulo el matrimonio. Una, la más importante y valedera, es que a ella le gustan las cosas
fáciles, y la vida es una cosa demasiado seria, exigente y complicada para
creer que todo surge de la nada, como sacado del cubilete de un mago. “Es
cierto –dije yo en un arranque de sinceridad-, me consta que ella me ha pedido
un montón de cosas que yo no puedo darle”. Beatriz me miró vivamente interesada
en mi testimonio. “¿Puede mencionar siquiera una, tan sólo una de todo ese
montón?” Vi que por el rostro de Magnolia se descolgaban dos gruesas lágrimas.
Quise consolarla un poco mientras tanto pero el gesto imperativo de la prima
Beatriz me apresuró a hablar. “Ayer nomás, mientras pasábamos por el Parque
Infantil, me pidió que buscara y le trajera los aretes que le faltan a la luna.
Y no quiso seguir hasta que yo no satisfaciera su deseo”. Beatriz frunció el
ceño mostrando preocupación. “Grave, muy grave eso, ahí se demuestra su
carácter desconsiderado pero sobre todo fantasioso. Poco faltó para que vaya y
le traiga usted de las orejas al hijo de Limbert o quién sabe qué otra misión
imposible de esas de película. El riesgo que corre al lado de ella es
inminente. Lo mejor es que acaben ya mismo con esta obsesión de casarse y se
vuelvan personas normales en un mundo
libre, sensato y sin ataduras perniciosas que acaban con la felicidad de la
gente. He dicho”. Un suspiro de alivio se me escapó insolente del pecho. El
anillo empezaba a apretarme más de la cuenta como un mal presagio de lo que me
esperaba en el futuro si no me lo quitaba ahora. Pero quien acabó de sentenciar
con creces la clausura del recientemente adquirido compromiso matrimonial fue
la prima Paulina que, haciendo alarde de sus conocimientos matemáticos, nos
trazó un panorama desalentador en plena emergencia económica. Declaró que todo
proyecto, por sencillo que fuera, requiere un cálculo matemático, unas bases
financieras que lo sustenten, y la sagacidad del visionario para que el barco
no naufrague en las procelosas aguas de la oferta y la demanda. Y ustedes, mis
queridos tortolitos, analizando la situación en que se encuentran, no
terminarán muriendo de amor sino de hambre.
Al sólo anuncio de esa palabra clave, HAMBRE, sentí ese vacío
insoportable en el estómago que siempre me ataca en momentos críticos como
éste, y echando a correr por el largo
pasillo sin acordarme ya de la novia, que sollozaba de rabia frente al altar,
me interné en la oscura despensa donde se guardaban las provisiones de la
familia. A tientas agarré un pan enorme y un queso de los que estaban en la
ponchera de porcelana azul. Puse todo en una bolsa que encontré y salí por la
puerta posterior atravesando el pequeño patio empedrado donde currucuteaban las
loras. Al verme llegar se alborotaron éstas largando su intonsa perorata:
“Caito, Caito, ¿quieres pan y queso quieres pan y queso?” Entonces me tocó
devolverme para no ser sorprendido y evitar también que las loras siguieran
delatándome. La puerta del dormitorio de la tía Gertrudis estaba apenas
entornada y sin pensarlo dos veces entré raudo con la bolsa en las manos. Todos
los santos que pernoctaban adentro me recibieron con ojos de vidrio y sentencia
en los labios. Su impavidez de yeso me produjo miedo. El gran espejo donde se
peinaba y contemplaba tía Gertrudis empezó a sumirme en un escenario de
pesadilla. Mi propia imagen reflejada parecía increparme, juzgarme, condenarme…
Me dijo el del espejo: “¿Quieres pan y queso?”, y respondiendo con
impertinencia dije “¡sí, quiero pan y queso!”. Entonces soltando la bolsa
levanté el brazo a la altura de la frente del otro que era yo mismo como si lo
hiciera portando una pistola y apuntándome directo a la frente exclamé: “¡Pues
entonces toma!” Y accionando con resolución el gatillo se escuchó un inesperado ¡pan pan
pan… y queso te sirva de experiencia! de
mi prima muy desconsolada en la puerta con mi fatal decisión.
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