A veces rezo para atemperar mi espíritu

 


¡Qué bueno es saber que el tiempo ha sanado viejas heridas! Es algo que como humanos debemos reconocer y aceptar. La vida sigue en distintas perspectivas y funciones. Acá hay un dicho muy caleño que como filosofía popular funciona a la perfección: a la pasado, pisado. No quiero con esto decir que todo tiempo pasado fue mejor o peor; el tiempo en su momento se vivió y se disfrutó, siendo parte "del yo y mis circunstancias", sin temores ni arrepentimientos. Lo que tuve y me correspondió hacer, bien o mal, pero haciéndolo en la medida de lo que fui capaz de asumir, reconociendo en ese actuar cosas buenas, pero también fallidas o negativas es, son, mis consecuencias. Los errores, los equívocos a que nos vemos expuestos con o sin conocimiento de causa, invitan a la reflexión. Acerca de esas etapas de mi vida tengo mi propia versión. No quiero empeorarla o mejorarla dándole otros matices vindicatorios. Soy el que soy, el que me reconozco no sólo a distancia de un espejo, sino a contraluz de mis propios actos. Me apruebo y me acepto desde la más discreta de mis sonrisas hasta el más amargo y detestable de mis gestos. En unas con cara de santo. En otras, adoptando una singular pose satánica. A veces rezo para atemperar mi espíritu, para conectarme con la luz, provenga de donde provenga. Aunque muchas veces resplandezco en las sombras y en la oscuridad, donde invoco otras fuerzas de estirpe maligna para enceguecerme de rayos y centellas. Eso se me quedó de niño. La casa era grande y lúgubre. Con árboles inmensos por donde silbaba el viento y aleteaban aves extrañas. Me dejaban encerrado en una pieza oscura sin ventanas hasta el otro día. No era como castigo. Mis padres querían lo mejor para su hijo el primogénito. El que siempre era sorprendido haciendo cosas indebidas. Cosas de niño adelantado, entre otras que nunca entendían ellos. Antes de acostarme mamá tenía la luz prendida para hacerme rezar. Cuando terminábamos me acostaba en la cama, me ponía un gorrito de lana con una estampita de la virgen metida en mi cabeza, me cubría con la cobija, apagaba la luz, y cerraba la puerta. "Nunca enciendas la luz, tienes que quedarte así hasta que amanezca. Las manos sobre el pecho" Entonces se iba y yo me quedaba solo, íngrimo, pensando en lo fácil que era morirse sin que nadie se diera cuenta. El miedo a la oscuridad hacía que yo me envolviera en la cobija y me protegiera en el rincón, contra la pared. A la mente se me venían las imágenes del demonio, ese de que tanto hablaban cuando los niños eran desobedientes y se sobrepasaban en sus intenciones. Un ser siniestro, con cuernos de punta muy afilada, ojos encendidos y boca ávida expeliendo un aliento de azufre. Y sacaba la lengua como los perros acuciados por la lascivia. Él sí se dejaba ver en la oscuridad. Y como sabía que estaba adentro, en mi pieza, yo hacía hasta lo imposible para no moverme. Ni respirar siquiera. El calor empezaba a consumirme por dentro. Chorros de sudor empapaban la almohada. Fueron noches eternas las que siguieron en la misma situación. Hasta que cansado de atormentarme, "de darme palo" con la imaginación, reaccioné con una ferocidad de perro rabioso para enfrentar al demonio. Le dije que diera la cara, que quería verlo, que no sea hijueputa y me dijera qué quería de mí. Lo traté mal para que me fuera conociendo de una vez. Y me respetara.  Una sensación de paz me invadió por completo desde ese momento. Ya no le tenía miedo al diablo. Me sentía fuerte y con el valor suficiente para enfrentarlo.  Aquella noche fue distinta y nunca más necesité de luz artificial ni de cobija para taparme. Creo que me hice amigo del diablo porque no era sino quedarme dormido para empezar a soñar con cosas que ni en la vida real había visto ni oído ni conocido. Cada noche una película distinta donde podía actuar con absoluta libertad. Y como el diablo seguramente sabía de mi temperamento inquieto, precozmente mórbido, me internó por una especie de burdel donde me mostró toda clase de mujeres en posiciones y actitudes lúbricas y tentadoras. Ahí reconocí a muchas santurronas del pueblo haciéndome aspavientos. Incitándome al pecado. Y como era un niño y no sabía de esas cosas cavilaba pensando en mamá y en sus oraciones que no me estaban sirviendo para nada. Tendría que escoger y escogí ser una persona distinta, diferente. Ahora creo que soy un escritor.

Nicolás Figue-Vocesdispersas/ escrittore17.blogspot.com

Septiembre 4 de 2023





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