La agonía del Tosco.

La casa seguía estando allí, sin nada que la hubiese modificado. Lúgubre y silenciosa. Con esa sensación de abandono en sus puertas, pisos y  paredes. Eché un vistazo al dormitorio principal, último refugio de mi abuelo. Me espantó el olor a humedad y el frio represado allí adentro.  La oscuridad era otro de sus tristes distintivos. Casi que vi la silueta inclinada del abuelo sosteniendo el periódico al lado de la ventana. Preferí dar la vuelta y seguir inspeccionando el lugar. Di  con la puerta de la pieza contigua donde él expiró en brazos de mi tío Ernesto. Era un miércoles si mal no recuerdo.  Serían las nueve de la mañana cuando vi su pecho estremecerse con el abrupto estertor de la agonía. El  llanto de los familiares que lo rodeábamos en ese momento invadió el ámbito de la casa. Yo abracé a mi padre muy fuerte con la clara evidencia de tenerlo  vivo por el resto de la vida. Nos acostumbramos a verlo como un ser dotado de una enorme capacidad y resistencia para jamás dejarse doblegar por el infortunio. Mi hermano Bernardo decía que era su ídolo. Y efectivamente lo era. Un ser poderoso, fuerte e invencible. Blindado contra todos los embates y desastres de la vida. Las imágenes de esos instantes dolorosos por la partida del abuelo me conmovieron de nuevo. Quisiera hablar de mi abuela Clara Sofía, pero el único recuerdo que tengo de ella es muy vago, muy incipiente. Tendría yo alrededor de cinco años, mi madre me llevaba de la mano, íbamos cruzando justo la calle 16 con 28, en el barrio San Andrés, cuando ella me dijo "mire hacia allá, hacia esa casa grande, la de puertas verdes oscuras, la que está asomada a la ventana es su abuela Clara Sofía" Obviamente ella miraba hacia otro lado, creo que nunca se percató, ni sospechó siquiera, que el niño a quien la madre llevaba de  la mano era su nieto. Yo no entendía lo que estaba pasando. Si era mi abuela lo más correcto era que mi madre se dirigiera hacia allá, hacia donde estaba mi abuela y yo pudiera saludarla y abrazarla.  Que ella me conociera. Que supiera que yo era su nieto. Lo que hizo mi madre fue apresurar el paso y perderme de su vista. Fue un vacío que me quedó para toda la vida. Unos pocos años después falleció por causa de un cáncer en el seno. Mis tíos paternos casi todos han muerto ya. La monja  Rosa Felicia, Alma Brígida, Modesto, Teobardo, Elpidio,  emprendieron el rumbo de la eternidad. ¿Qué hacía  entonces yo allí en medio de tantos recuerdos, con un tiempo detenido entre esos cuartos y esas paredes de la ilustre casona familiar? Vinimos a habitarla cuando todos se habían ido. Cuando otro dueño surgido de la nada llegó para tomar posesión por derecho propio. La casa que yo no conocí en pleno esplendor familiar nos recibía casi en ruinas para ser nosotros después los únicos testigos de su derrumbamiento final. Seguí caminando por aquel desolado recinto hasta la pieza que ocupó mi tía Alma Brígida con su séquito de santos e imágenes sagradas aureolando el estrecho espacio. Cuando ella se fue llevándose todo eso suyo que le pertenecía, lo reemplacé con libros y con dibujos que yo mismo hice. Me quedaba hasta muy tarde leyendo y escuchando música. Me aficioné a la música clásica, Beethoven, Mozart, Brahms, Litz, que luego mezclaría con  Rolling Stones, Zeppelin, AC-DC, Scorpions, Queen, Bee Gees, Dire Straits, Duran Duran, y así, hasta toda la música de la banda sonora  de la película Flashdance  que me complacía en escuchar porque me recordaba a una amiga cuyo parecido físico con la protagonista, Jennifer Beals, me provocaba todo tipo de alucinaciones sexuales. Estando yo una noche concentrado en estos pasatiempos solitarios, recibí sorpresivamente la visita de tres  ilustres fantasmas familiares que llegaron a reprocharme por tanto escándalo y exceso de imaginación. Eran fantasmas reales de personas que nunca conocí pero que sabían a la perfección quién era yo y la clase de tentaciones malévolas que me asediaban. Se me aparecieron para darme un escarmiento de tipo moral pero acabé por darles la espalda una vez repuesto del susto mientras terminaba por masturbarme debajo de las cobijas con la mente siempre puesta en la fascinante Jennifer Beals a quien mi memoria conserve impecable en su gloria. Continuando el recorrido llegué a la pieza de enseguida donde alguna vez estuvo hospedado mi tío Augusto. Lo recuerdo en aquellas mañanas de intensa actividad familiar envuelto en su bata de baño y afeitándose meticulosamente en el lavamanos mientras la niña Dávila merodeaba solícita a  su alrededor intentando adivinar cada impulso, cada movimiento, cada gesto de su sereno rostro. Se distinguió mi tío por ser el único en terminar completa su carrera de Derecho y no presentar su trabajo de Tesis para titularse como abogado. Se inclinó por la burocracia y los medianos beneficios que esta le dio en el tiempo que estuvo como gerente de Comfamiliar en Puerto Asís, Putumayo. Sin embargo es preciso decir que mi tío es tal vez la persona que más se cultivó a nivel intelectual destacándose en el medio político en el que le tocó desenvolverse. Hospedó nada más ni nada menos que al Doctor Alfonso López Michelsen en su casa dadas las simpatías granjeadas desde los tiempos del MRL. Continuando un poco más adelante empezaba el estrecho pasillo entre el comedor y la habitación grande que en los primeros tiempos fue el recinto sagrado de mi tío Augusto y su esposa Leticia. Tenían allí guardados todos sus objetos de valor incluyendo una invaluable colección de libros. Estaba casi que prohibido husmear por esos lados. La única que entraba a desempolvar y realizar el aseo era la niña Dávila. El celo con que abría y cerraba la puerta era realmente conmovedor, como si en el acto confluyeran todas las responsabilidades y cuidados habidos y por haber en este mundo. Entrar allí por cuenta propia era una misión imposible. Hasta que una vez entré de la mano de la propia Leticia que muy gentilmente se ofreció a "ingresarme a ese país de maravillas" y prestarme un ejemplar del libro La marquesa de Yolombó, de Tomás Carrasquilla, sólo para demostrarme que era mejor escritor que Gabriel García Márquez. "Se lo presto con carácter devolutivo, porque yo no le presto mis libros a cualquiera", me dijo con su habitual  pedantería. No sé en qué aspecto de tipo literario se basó para decirme semejante denuesto. Que García Márquez era un principiante al lado de Carrasquilla. Quizás nunca leyó aplicadamente a Gabo para tener una opinión diferente. Un día cualquiera llegaron con un furgón de trasteos, sacaron hasta lo último que atesoraban  allí adentro y le dejaron la pieza desocupada a la niña Dávila para que se acomodara con su pobreza franciscana. La pobre Dávila, que le sirvió a la familia desde los doce años y nunca cobró un peso. La aceptación de la familia al reconocerla como un miembro más de la misma era su única y merecida recompensa. Quise continuar hasta el fondo donde estaban la cocina, la primera pieza que ocupó la niña Dávila donde guardaba el pan que asaba en el horno, otra pieza inservible donde  acumulaban objetos y chécheres viejos, y los baños. ¡Cuántas pajitas me hice bajo la regadera del agua caliente pensando en mi prima Luz Magnolia con la que pugnábamos secretamente  tener un noviazgo que nos resarciera de  nuestros conflictos internos y demás frustraciones sentimentales! Hasta que una noche en que yo me encontraba plácidamente cagando le pegaron un manotazo a la cortina desde afuera para asustarme y de verdad que lo lograron porque a mí se me paralizaron las piernas, se me atajó la respiración y sólo fue el llanto y el crujir de dientes al ver el bulto negro alejándose por el aire como si fuera un murciélago gigante. Desde allí no me quedaron dudas que la casa estaba embrujada. De  sólo recordar todo eso un mal presentimiento hizo que me devolviera. Caminé de vuelta  por el estrecho corredor y salí al patio principal. Vi las gradas que conducían al segundo piso. El apartamento que fue de Bernardo y su familia y luego ocuparon papá, mamá y mis hermanos. Lo primero que se me vino a la cabeza fue el Tosco en la terraza. El perro tendría que estar allí. Era su lugar. Allí tomaba el sol con mamá. El frío nos tenía acobardados a todos. Y el Tosco fue el que más sintió este cambio, venidos como estábamos de la costa pacífica nariñense, de Candelillas, concretamente. Subí las gradas detectando en el corazón lo que me esperaba. Efectivamente el Tosco estaba ahí rumiando su soledad y su abandono. Llevaba sin comer varios días. Nadie le había dado nada. Pero él seguía sobreviviendo  a costa de una fuerza superior que lo asistía. El pelaje del animal siempre fue de un gris oscuro muy brillante. Cuando llegué ni siquiera se inmutó. Yo quise hablarle, quise pedirle perdón por su sufrimiento y su abandono. La actitud del animal era casi la de un sabio en trance de concentración. A un movimiento que hizo para acomodarse en el piso donde estaba echado su pelaje empezó a cambiar prodigiosamente. Ya no era gris oscuro sino amarillo, como si un sol esplendente saliera de sus entrañas y empezara a cubrirlo por completo. Hay cosas que por más que se intentan entender no se entienden. Son inexplicables. Simplemente pasan dejándonos atónitos. Sin ninguna interpretación posible. Lo digo por lo que siguió a continuación. En momentos en que yo me acerqué para prodigarle una caricia el Tosco me habló diciéndome solo estas dos palabras: "Experiencia", y "Conocimiento". Presentí que su fin estaba cerca. El perro lo sabía pero lo aceptaba con conocimiento y resignación. La experiencia nunca me sirvió de nada para entenderlo y valorarlo hasta el final de este supremo acto de valentía.

Ricardo Figueroa-La Máquina de Escribir/ Autor.

Junio 10 de 2017.       


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