Los trabajos

 

 

Los trabajos

 

Me enseñaron mis padres a ser responsable, a practicar cualquier labor que representara un pequeño esfuerzo. Allá en el pueblo donde vivimos las expectativas no eran las mejores. Si alguien se sentía dispuesto a trabajar como los demás tenía que enrolarse en las cuadrillas de peones yendo a las fincas aledañas a coger café, principalmente. Otros ofrecían opciones distintas, pero no tan estables como era el ordeño de las vacas, el cuidado y mantenimiento de cerdos en las granjas marraneras, al igual que de las gallinas. Pero si uno quería ser más independiente recurría a la sacada de arena del río, allí no tenías patrón y el río te ofrecía la arena que quisieras amontonar. Muchos, incluyéndome yo, optamos por explotar la riqueza que nos brindaba el afluente, incluyendo las piedras pequeñas que también eran un material cotizado. Los días martes llegaban las volquetas del municipio cercano, y por un precio que ellos mismos fijaban les cargábamos todo el material que se lograba acumular en toda una semana de trabajo. Con el dinero obtenido ayudábamos en los gastos de la casa en primera instancia, y lo que nos quedaba lo gastábamos el domingo comprando chucherías y golosinas en la plaza de mercado. Casualmente nos hicimos amigos de una señora que levantaba una tolda, la más grande, para vender comida, fritanga, jugos de toda clase de frutas que licuaba en leche o en agua, como lo pidiera el cliente. Viendo esto le dijimos que nosotros estábamos dispuestos a proveerla de frutas, guayabas de las mejores, mangos, papayas, guanábanas, badeas, todo lo que nosotros sabíamos que allí se cultivaba y que no nos iba a costar mucho esfuerzo conseguirle. Ella aceptó gustosa diciendo que si le vendíamos a buen precio nos seguiría comprando en lo sucesivo. Con mis hermanos y otros amigos nos dimos cita para hacer la debida excursión a predios cercanos donde abundaban estos productos y que por desinterés o negligencia de sus dueños dejaban que las frutas se pierdan. Pasaba con las guanábanas, los mangos y las guayabas, que abundan hasta en la vera de los caminos. Así que ese primer domingo le llegamos a doña Otilia, que así se llamaba la señora, cargados con las mejores frutas, frescas, de excelente calidad y presentación. “¡Qué gran trabajo han hecho ustedes, muchachos, nunca pensé que la cosa iba tan en serio!”, fue lo primero que nos dijo con rostro de satisfacción. Nos sirvió a todos un jugo delicioso de badea, bien frío, cortesía de la casa, para darnos la bienvenida en los negocios. El pago fue justo, de eso nunca nos quejamos, quedando listos para el próximo domingo con otra nueva entrega. Me acuerdo que me alcanzó para darle plata a mi mamá y comprarme unos guayos de fútbol que me costaron doscientos pesos. Por la tarde, después del partido, sacábamos a vender gaseosa fría en unos tibungos. Las metíamos revuelta, de varios sabores, y con trozos de hielo bajo una temperatura de 34 grados a la sombra. Así fue por mucho tiempo, hasta que las frutas, por una extraña razón, empezaron a escasearse a nivel general, teniendo que quedarle mal a doña Otilia con la entrega. Sin embargo, cuando más urgida estaba ella, “aunque sea guayaba, pero tráiganme, muchachos”, vimos que en la única parte donde pululaba la guayaba era en el cementerio, pero siendo un lugar santo, que no se podía profanar, nadie quiso arriesgarse a tocar una sola guayaba. “¡Los difuntos pueden ofenderse y hasta salir de las tumbas para hacer respetar el terreno!”, dijo todo horrorizado Rubén Darío, al que le decíamos “Pachomoco”.  Hay que tener calma, les dije, doña Otilia necesita urgente el producto y hay que llevárselo, de los muertos no nos preocupemos, ellos están seguros allí abajo, y para salir tienen que hacer un esfuerzo muy grande, yo voy y tumbo esas guayabas, pero necesito que alguien me acompañe para ir recogiendo. Al principio nadie hizo caso, que era un pecado, decían, que por la noche nos podrían jalar las patas, y al último que enterraron fue a Leonidas Trochez, más conocido como Caregato, que murió en un duelo a machete en la gallera del Alto, y ese, con lo feroz y violento que era, todavía con esa rabia encima, es capaz de salir y encendernos a machete limpio. ¡Cuentos, cuentos, ustedes lo que son es una partida de cobardes, yo voy solo y les demuestro que aquí no hay nada del otro mundo, el que me quiera seguir que me siga!, les dije saltando la cerca de alambre de púas y tirando los costales de una vez al otro lado. Pasé por entre las cruces y las lápidas mirando siempre hacia adelante donde quedaban los árboles cargados con las hermosas guayabas que brillaban al sol como oro puro. No era sino sacudir las ramas y caían en torrencial aguacero. Yo sólo pensaba en lo que iban a representar en dinero contante y sonante. Doña Otilia sería capaz de ofrecerme a mí solo dos vasos bien helados de jugo de badea por el trabajo realizado. Así que llené los costales y los fui pasando por encima de la cerca para que los otros los reciban. “¡Esas guayabas están malditas!”, dijo mi hermano volteando la cara hacia un lado para no verlas. Bueno, les dije, nadie de ustedes va a decir de dónde las sacamos, simplemente las produjo la tierra fértil, abonada con huesos humanos, es un secreto que queda entre nosotros y asunto concluido. Cuando llegamos al negocio de doña Otilia nos recibió con verdadero alborozo viendo los costales llenos, y lo primero que hizo fue sacar unas cuantas para licuarlas con leche y ofrecernos un vaso a cada uno. Todos pretextaron tener dolor de estómago por haber comido más de la cuenta al pie del árbol, sólo yo me atreví a consumir el vaso que me ofrecía. Me miraron horrorizados, con los ojos tan abiertos que parecía saltárseles de las cuencas. Doña Otilia nos dio el dinero y salimos presurosos a repartirnos lo que nos convenía a cada uno. Yo tomé la mayor parte para mí sólo para darles una lección de emprendimiento. No volví a acordarme por el resto del día de la profanación cometida (si se podía llamar así) pero por la noche, después de haberme quedado dormido, me despertó Leonidas Tróchez, el implacable Caregato quien, machete en mano, se me lanzó encima dispuesto a cortarme la cabeza.

NicolásFigue/ Vocesdispersas- escrittore17.blogspot.com



 

   


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