Apartes de un pretendido diario.
9 de mayo de 2024, jueves
Me doy cuenta ahora que estaría mejor solo, haciendo lo que más
me gusta, pero conforme conmigo mismo. Yo no me riño por nada, no me acuso por
nada, no me pongo de mal genio para tirarme el día. En paz, estar en paz
conmigo mismo, nadie podría entenderlo, pero ahora descubro que es el mejor
estado del alma de todo ser humano. Qué mejor que levantarse al nuevo día, ir a
la biblioteca, mirar los libros ya leídos y por leer, tomar uno al azar y leer
un par de horas al menos, para empezar. He sido un lector de toda la vida. En
las buenas y en las malas, saciado o con hambre. Y fue en los días más
difíciles de mi vida cuando me aferré a los libros para no derrumbarme. Quise,
en algún momento desafortunado, unirme a una horda de poetas desarrapados cuya
única inspiración la encontraban drogándose. Decían que era la única vía para
llegar al centro de la conciencia, a la iluminación total y la conquista de los
sentidos. Yo leía encerrado en mi cuarto, con un frío inclemente y una legión de
pulgas saliendo del precario entablado del piso y atacándome sin piedad.
Consumía café en grandes cantidades y fumaba pielroja sin filtro. No tenía
novia. Tampoco me interesaba tenerla. Mi tiempo era demasiado valioso para
perderlo en cosas insustanciales. Asistí dos veces a sitios de lenocinio en
busca de placer. No era sino entrar y ver a todas esas mujeres rumiando su
desgracia en sus bancos de espera para darme cuenta que ni siquiera eran
mujeres sino objetos dispuestos a la rapiña de la oferta y la demanda. Yo tenía
que escoger una, acordar la tarifa, y entrar a la pieza. Todo dentro del más
absoluto y doloroso anonimato. Ni siquiera decían el nombre verdadero, todos
inventados para no establecer el menor vínculo de intimidad con nadie. Era
absurdo, una mala comedia en la que teníamos que actuar. No tanto ella, ajena e
indiferente a todo, sino yo, el urgido, el necesitado de sentir un poco de
placer. ¡A qué ridiculeces me llevaba mi orfandad masculina! Tampoco es que las
culpe a ellas, hacían su trabajo a costa de su dignidad perdida. La vida es
demasiado ingrata para muchos en este mundo. De algo hay que sobrevivir, como
me dijo la última con la que intenté al menos una esquiva conversación. Por
piedad y por compasión a sus cuerpos y sus almas en franca decadencia me juré
no regresar nunca más a esos antros putrefactos. Seguí firme en mi encierro
devorando los libros que tenía al alcance de la mano, leyendo lo que realmente
tenía que leer sin culpas ni arrepentimientos de nada. Me leí todo Dostoievski,
repasando una y otra vez sus libros esenciales, Crimen y Castigo, Memorias del
subsuelo, Los hermanos Karamazov, El Adolescente, en fin. Lo que más me
aterraba era saber que nunca iba a alcanzarme el tiempo para leer todo lo que
tenía que leer. Que en cualquier momento podría morirme y eso era todo. Decidí
empezar con la escritura, a escribir algunas notas que refirieran parte de esa
experiencia de vida y de lector. Y a medida que me sabía con licencia para
sentirme vivo seguía leyendo y escribiendo. Muchos de los cuadernos escritos
(no tenía máquina de escribir, lo hacía a mano) se perdieron en mis correrías
de gitano por el mundo. A través de la memoria trato de recordar esas vivencias
pasadas. No quise cometer actos de injusticia con nadie. Lo que hice fue a
conciencia sabiendo lo blanco y lo negro, lo bello y lo espantoso. No me
arrepiento de nada, hacerlo sería una traición conmigo mismo. Hoy me debo a esa
persona que fui, la que puso la cara, la que nunca se escondió, la que actuó
seguro y convencido de plantearle retos a la vida. Errores, muchos. Aciertos,
algunos. Tenemos tanto de santos como de demonio. Y como se ha dicho en casos
similares, el peor enemigo está adentro de uno mismo acechando, urdiendo sus
propias trampas. Vencerlo o controlarlo es asunto de tu plena competencia
mental.
Nicolás Figue/ Vocesdispersas-escrittore17.blogspot.com
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