El árbol

 

No digo que siempre fue así. No. Fue a partir del día en que los hombres derribaron el árbol. Fue un golpe muy duro para él. Iba por las tardes a sentarse bajo su sombra a pensar sus cosas. A dejar pasar el tiempo sin más ni más. Nunca explicó ni dio razones de nada. Sentado ahí, como desafiando las sombras de una multitud inexistente. Hasta que un día (me acuerdo que era martes) llegaron dos individuos con overol y cascos. Portaban una motosierra. Desde acá, de la casa, seguí con atención sus movimientos. Empezaron a caminar alrededor del árbol mirando siempre hacia arriba. Iban siendo ya las siete de la mañana. Miré hacia la cama. Uriel dormía plácidamente. ¿Pasará lo que estoy pensando?, me dije asomándome de nuevo a la ventana. Uno de los sujetos empezó a escalar por el tronco utilizando unas cuerdas. Cuando estuvo acomodado arriba le hizo una señal al de abajo. Este amarró del extremo de la cuerda la motosierra. El otro empezó a halar. Y cuando tuvo el artefacto en las manos empezó la espantosa labor. Bastó que empezara a sonar el motor para que Uriel se despertara sobresaltado. ¡Qué está pasando mija, de dónde viene ese ruido infernal!, exclamó con el rostro demudado por el susto. Calma, le dije. Han llegado unos hombres allá, al predio de abajo. Están tumbando el árbol (se lo dije asumiendo una calma que estaba lejos de sentir). Su reacción fue inmediata: ¡El árbol, el árbol, no voy a permitir que cometan semejante bestialidad! ¿Por cuenta de qué, o quién? ¡Tengo que ir ya mismo a averiguarlo! Y poniéndose la sudadera y los tenis salió tan raudo que temí fuera a caer desmayado en el camino. El árbol significaba todo para él, era su solaz, su refugio, y estaba segura que buscaría por todos los medios interponerse para que no sea derribado. Vi que caminaba arrastrando los pies. Pero firme y decidido. Blandiendo los brazos como aspas. Allí, al borde del potrero, estaba el árbol, una frondosa ceiba tutelar a donde llegaba cada tarde una manada de loros anunciando con su algarabía el declive del día. Al pie, una banca hecha de guadua permitía el descanso y el refugio de transeúntes y caminantes acuciados por el sol inclemente. O también de alguna lluvia pasajera. Uriel se mantenía atento desde la ventana a la actividad que podía estar presentándose en el lugar. Y cuando por fin veía que el momento era perfecto, salía a posesionarse del preciado trono. A veces pasaba alguien conocido y entonces la charla se prolongaba por horas seguidas. Decía Uriel que esos momentos eran los que más apreciaba. Sobre todo ahora, en que ya no tenía que estar corriéndole a nadie. Después de toda una vida de trabajo, algo bueno debe quedarle al paciente en su trayecto reivindicatorio de ser humano. Pude verlo cuando llegó sustrayendo con gritos la atención de los dos hombres ocupados en su faena. Por el movimiento de manos y brazos se colegía que indagaba, protestaba, reclamaba, que exigía una explicación. Los hombres, algo extrañados, le dijeron unas cuantas palabras, prosiguiendo luego su trabajo. Regresó tan maltrecho en su ánimo como don Quijote después de su lucha desigual con los molinos de viento. Nada que hacer, dijo. Disposiciones gubernamentales. Hay que darle paso al progreso y la modernidad urbana. Miserables. Genocidas ecológicos. Sólo les interesa el dinero. Y que el mundo acarreé después con las consecuencias. 

La vida de Uriel a partir de ese momento no fue la misma. Empezó a mostrar comportamientos extraños que nunca antes se habían exteriorizado como reacciones sospechosas o anormales de su conducta. Se fue volviendo huraño, retraído, con propensiones al sonambulismo. Algo empezó a perturbar sus facultades mentales. Lo comprobé al poco tiempo de haber sido derribado el árbol. Al principio se levantaba sin razón aparente, yendo a sentarse en el sillón de la sala completamente a oscuras. Entonces lo tomaba del brazo, sin decirle nada, y lo conducía nuevamente a la habitación. Se dejaba manejar como alguien que no tuviera voluntad alguna. Episodios de esta naturaleza se sucedían uno tras otro. Hasta que su enfermedad, si puede llamársele así, cogió más fuerza, y empezó a salir a la calle en medio de la noche. Se vestía normalmente, como si fuera a cumplir una diligencia, y abandonaba la casa sin que yo pudiera impedírselo. Hacia acopio de una fuerza bruta que a mi me asustaba. Empecé a seguirlo sin que se diera cuenta. Bueno, esto es un decir, porque en el estado en que se encontraba, todo parecía sucederle como en un sueño. De esta forma era peligroso despertarlo. Hasta que una noche, vencida por el cansancio, no supe a qué horas se levantó para irse. Eso hizo. Se fue. Se desapareció. Y por muchos avisos que he puesto y repartido a donde más he podido, nadie da noticia de haberlo visto. A Uriel se lo tragó la noche, buscando quizás el árbol que le robaron.

Nicolás Figue/ Vocesdispersas escrittore17.blogspot.com

Marzo 22 de 2023, miércoles.




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