UNA CARTA PARA AURA ROSA

 


 

 

 

 

 

Señora Aura Rosa Grisales: Ante el caso muy probable de que no pudiera acordarse de mí lo más mínimo, me presento de nuevo: me llamo Antonio José Bolaños, y soy el mismo muchacho tímido y flacuchento que vivía enseguida de su casa, allá en el Puente Verde. Debe acordarse usted. La casa del señor Hernán Uzurriaga, que vivía en Cali. Tenía la costumbre él de ir al pueblo, a darle vuelta a su casa, los días sábado. La de puertas grises, ¿recuerda? La única casa en el pueblo que tenía garaje para cuando llegara don Hernán a guardar allí sus carros. Siendo nosotros vecinos suyos fue que empecé a distinguirla porque éramos de la misma edad y asistía usted a la escuela. Pero daba la casualidad que ni en la escuela ni allí cerca a su casa me sentía yo con el valor necesario para acercármele y tratar de entablar un diálogo que nos llevara a iniciar una amistad. Siendo amigos, pensaba yo, me quedaba fácil ir conociéndola, un reto demasiado grande para mí si tenemos en cuenta los impedimentos que habían de por medio. Aquí entre nos su papá me producía verdadero y físico terror al no permitir que nadie se les arrimara a ustedes. A ti, especialmente, que eras la mayor, y deslumbrabas ya con tu belleza. Un tipo malencarado tu padre y con el atenuante de haber sido todo un samurái con el machete en tiempos de contiendas políticas. Las mismas que sostuvieron liberales y conservadores para ganar supremacía. Una sola mirada suya bastaba para que yo me entrara corriendo a la casa. Esa es, en pocas palabras, mi presentación después que han transcurrido 45 años desde la última vez que la vi junto a su señora madre afuera, en el andén de su casa, y yo busqué por todos los medios posibles despedirme de ustedes, de ti más exactamente, porque al otro día muy temprano iniciaríamos viaje con mi padre a la ciudad de Pasto para no regresar nunca más al pueblo. Motivos realmente urgentes, que tenían que ver con la seguridad y la integridad de papá, siendo como fue inspector de policía del lugar, urgieron nuestra salida.  Ha pasado el tiempo como puede usted ver, y con él, la probabilidad quizás de que esta carta se oriente por el camino indicado hasta llegar a su destino. Resulta interesante plantearle  a la vida esta clase de retos que, en últimas, no son otra cosa que destellos de una nostalgia indecible tras una esperanza, un indicio quizás que permita establecer el sitio o lugar donde pueda encontrarse en estos momentos. Yo, por cosas del destino,  me encuentro ahora cerca del pueblo donde por tantos años vivimos, pero sin ninguna posibilidad de regresar con algún pretexto válido  y hacer averiguaciones por mi cuenta. Como están las cosas allá de complicadas, no saldría vivo. Estoy laborando hace ya 21 años en un Ingenio azucarero, primero como contratista, diez años, ya después directo con la empresa. Incluso hace dos semanas estuve en misión de trabajo en la hacienda La Beatriz, custodiada por el ejército y la policía ante el asedio constante de los indígenas que quieren ocupar esos predios. La distancia que me separaba del pueblo era muy corta, siete kilómetros no más. Sentí grandes deseos de acortar esa distancia en el vehículo que teníamos a disposición con mi compañero de patrullaje.  Sin embargo, por cuestiones propias de seguridad nos fue imposible continuar el recorrido por esa vía, retornando nuevamente por Piloto. La emoción sentida fue grande, recordé esos años de nuestra niñez allá en el pueblo cuando todo era bueno, no como ahora, en que ya sabemos en manos de quiénes se halla sujeto. Lastimosamente la situación de orden público sigue complicada por los constantes enfrentamientos de  las fuerzas del estado y los grupos subversivos que operan en la zona. Por ahí siguen comentando sobre los combates sostenidos estos últimos días en el Puente Verde, y del éxodo de campesinos y pobladores a sitio seguro. Pensé en la gente conocida, que ya deben quedar pocos, pensé en usted y en el resto de tu familia. Entonces fue que me nació la idea de escribirle esta carta, lograr por algún medio tratar de ubicarla, saber qué ha pasado con ustedes, si aún continúan viviendo allí o qué rumbo tomaron. Tengo frescos en la memoria los recuerdos de todos y cada uno de los integrantes de su familia, don Libardo, su padre, doña Melva, su madre, sus hermanas Lizbeth, María Clara, Orlando, El Mono o tocayo por llevar el nombre de su padre, y Jairo, que para el tiempo en que me fui tenía apenas dos años. Acuérdese que nuestras casas quedaban juntas, bastaba con asomarse a la puerta para vernos y saludarnos, a veces, muy pocas  esas ocasiones, la verdad, siempre fui muy tímido, y por más que me lo propuse, me ganó más ese defecto de mi personalidad. Tal vez fue eso lo que nunca le gustó de mí. Un muchacho raro, un tanto huraño y taciturno, incapaz de trasponer esa barrera imaginaria que me apartaba de usted, siendo que era, que se había constituido mejor, en  mi único centro de atracción. Y no era simplemente que me gustaras, sino que algo muy fuerte dentro de mí había empezado a cobrar una importancia que sólo yo aceptaba y reconocía como la manifestación de un bello sentimiento difícil de ocultar. Debo entonces a esa timidez proverbial el no haber ido  un poquito más lejos en mis pretensiones de obtener su amistad. Me gustabas demasiado, nunca pude quitarte de mi cabeza, hacía planes constantemente para invitarte a un sitio especial y buscar esa oportunidad de darte a conocer mis sentimientos. Me faltó valor para hacerlo todo por el miedo a que fueras a rechazarme, en primera instancia, y que a tu padre no le agradara verme allí, en segunda.  Valga la ocasión para decirte que fuiste tú la persona por quien manifesté un grado muy alto de admiración y respeto. Te distinguiste por ser distinta en muchos aspectos al resto de las muchachas del pueblo. Nunca se te vio en situaciones comprometedoras con nada ni con nadie, tu conducta y comportamientos fueron ejemplares y dignos de todo encomio. Me encantaba ante todo tu seriedad y ese carácter fuerte que le imprimías a tus asuntos en general. Fue mi padre el que una vez me dijo: La hija de Libardo, la mayorcita, es una muchacha muy seria, muy juiciosa, nunca se le ve metida en bochinches ni nada que se le parezca, da ejemplo de buen comportamiento ante las demás chicas de su edad. Y no tiene novio. Supongo que más de uno le ha de tener  puesto el ojo. Para su edad, recalcó, está muy desarrollada. Ojalá y tenga la capacidad de elegir bien llegado el momento. Al menos alguien que la respete y la trate como ella se lo merece. Aquí estos guaches no valoran a las mujeres como debe ser. Las buscan para el disfrute del momento y ya. Una vez preñadas las dejan tiradas a su suerte. Mire los casos que ya se han visto con niñas ni siquiera salidas de la adolescencia. Tienen que olvidarse de vivir para hacerse cargo de una responsabilidad que ni siquiera imaginaron. Todo por no saber controlar los instintos. ¿Nunca le ha interesado acercarse a esta niña, hablar con ella, saber lo que piensa? Si no actúas a tiempo, viene otro a calentarle el oído y te deja viendo un chispero. Eso me dijo mi padre al ver que yo no tomaba la iniciativa. Qué error tan grande cometí. Reconozco que fui un estúpido. Distinto que no me hubieras gustado. Pero en ese tiempo no tenía ojos sino para ti.  ¿Te acuerdas de Libia Moreno? La hija de don Jerónimo y doña Dolores. Bueno, ella en algún momento, quiso acercárseme y no precisamente con buenos recursos de mujer honorable, eso quedó demostrado una noche en que quedamos a oscuras en el pueblo y sabiendo ella que yo me encontraba adentro, en mi casa, en mi pieza, me sorprendió con su llegada nada más ni nada menos que para provocarme y que yo correspondiera a sus deseos. La verdad que fue una situación bastante incómoda en la cual yo no sabía qué partido tomar. Estábamos solos en medio de la penumbra del cuarto, ella se me arrimó decidida a que yo la besara, sentía su respiración tibia y agitaba a pocos centímetros de la cara, alcancé a preguntarle que porque había entrado de esa manera, aprovechando que todo estaba muy oscuro, pero ella ni siquiera hablaba, sólo quería estar conmigo a costa de lo que fuera. El temor más grande que me invadió en ese momento fue que alguien de mi familia entrara y nos descubriera. Pero la cercanía de su cuerpo junto al mío estaba derribando todos los temores y prejuicios existentes. Alcancé a tomar su mano como un signo de aceptación de lo que en ese momento la casualidad nos ponía de por medio, pero la llegada intempestiva de papá nos apartó con brusquedad. Él sí alcanzó a verla cuando se escabulló entre la oscuridad. Papá estaba furioso, le dijo que saliera inmediatamente de allí porque afuera la mamá la estaba buscando con rejo en la mano, así se lo dijo. Y usted niña sea más decente porque en esta casa no voy a tolerar escándalos ni situaciones indignas que manchen la honra de la familia,  dijo con voz potente como para que todo el vecindario se diera cuenta. A lo mejor tú lo escuchaste y lo que es peor, viste salir a Libia corriendo para su casa porque la mamá la andaba buscando con palo, no era rejo, sino palo en la mano. Ustedes nunca se llevaron bien, de eso si me acuerdo perfectamente. Tú la desaprobaste desde el principio por esa forma tan alborotada de ser. Eran el agua y el aceite por decir lo menos. Por muchos días fui incapaz de mirarte a la cara luego de ese incidente. Y aunque las cosas no las provoqué yo, es como si lo hubiera hecho. Para ti no había excusas posibles. Te preguntarás entonces por qué salí ennoviándome con Deyanira Ramírez, la cuñada del único sastre que había en el pueblo, Víctor Gómez. Bueno, esa historia empezó más por un afán impuesto por papá que por iniciativa propia, mía. Él me aseguró que la chica en cuestión se moría de las ganas por ser mi amiga y que yo tenía que ir a visitarla a su casa, mejor dicho, a la sastrería, porque ella estaba ahí bajo el compromiso de cuidar a su sobrinito, hijo de su hermana Miriam, que era la mujer de Víctor, a quien papá le había puesto el famoso nombre de Benitín, como el de la tira cómica, Benitín y Eneas. Me animó mucho a que fuera a reunirme con ella diciendo además que lo hiciera como una forma de darle una lección a Nelly, o sea a ti, por ser tan presumida, según él. Me dolió mucho que me lo haya dicho en ese tono, aquí el único culpable de no tener nada contigo era yo mismo por no decidirme a confesarte mi amor. Ignoro si lo estuviste esperando en ese orden de ideas, pero pudo más mi timidez y falta de valor para revelarte esa verdad oculta que me martirizaba de continuo el alma. Con Deyanira ni siquiera éramos amigos, el que mantenía allá metido era mi papá, hablando con Víctor y tomando gaseosa. A veces yo pasaba por allí a  las tres de la tarde con rumbo a la cancha de fútbol con mi uniforme y los guayos puestos, y ella se me quedaba mirando como para que yo le dijera algo. Si, la saludé en algunas ocasiones, pero no más. Así que me parecía raro que estuviera tan entusiasmada en que fuera yo a visitarla a la sastrería. De puro aburrido fui esa vez para que papá se quedara más tranquilo y no fuera cosa que pensara mal de mí.  Lo último que pudiera pasarme es que él creyera que a mí las mujeres no me llamaran la atención. Por eso fui, sin tener claro en la cabeza lo que iba a decirle. Víctor y Miriam me recibieron en medio de expresiones alborozadas como si se estuviera produciendo un milagro. Jalaron un banquito de madera para que me pusiera cómodo. Empezaron a decirme que si yo era muy creído o si era que me daba pena entrar a visitar los vecinos pobres. Iba a decirles que esto último podía ser la causa cuando apareció Deyanira llevando de la mano a Benitín. Se puso roja al principio, pero tan emocionada al tiempo de verme ahí que sin pensarlo mucho le dijo a Miriam vea mija hágase cargo de su hijo por un rato que yo voy a atender la visita. Miriam no puso reparo sabiendo que la oportunidad que tenía su hermana era única y no dejaría que la desaprovechara. Ya desembarazada del niño me dijo Deyanira camine pa´ dentro, pa´ la sala yo le ofrezco un juguito. Tranquilo, no se me azare, siéntase como en su casa, aquí no mordemos, dijo Miriam sacando el pecho y ofreciéndoselo a Benitín que no dudó un instante en pegarse como un ternerito mamón. Qué raras que son las mujeres, pensé. Descubren el pecho para amamantar a sus críos sin el menor recato, pero vaya usted a decirles que se lo muestren así por así y te insultan y golpean por obsceno y atrevido. Una vez adentro, en la sala, Deyanira se sentó a mi lado esperando que yo le empezara a contar aspectos trascendentales de mi vida. Se acordó del jugo que me había ofrecido, discúlpame, estoy tan emocionada, casi no puedo creer que estés aquí. Fue y me trajo un vaso de los grandes con jugo de maracuyá bien helado. Ahora sí, me dijo, hablemos. Yo siempre lo veo pasar a la cancha con el uniforme puesto y los guayos y usted ni siquiera, ni por cortesía, levanta la cabeza al menos para que lo saluden, eso no se hace mijito, a nadie le gusta que no lo determinen, que lo ignoren como hace usted, fíjese tan distinto su papá, el viene a cada rato, nos ponemos a hablar entre todos, nos hace reír, que es lo que más sabe hacer, pero el hijo, quién lo ve semejante lumbrera, con la cabeza puesta en otro planeta ¿será más bien que no le interesa relacionarse con gente tan poca cosa como somos nosotros, los pobres? O quizás el motivo sea otro, pienso yo, de pronto es que anda muy enamorado, y cuando eso pasa, la gente cambia por completo porque el amor, le digo, el amor es como una enfermedad ¿Anda usted muy enfermito exponiéndose a que un suspiro mal dado lo tire al suelo y que hasta de pronto le pase un carro por encima? No no no no, discúlpeme, no quise decir eso, ni por chiste se puede decir, Dios lo libre lo proteja y lo favorezca, pero algo muy serio tiene que estarle pasando, ¿qué es si se puede saber? Me disculpé diciéndole que el problema no era ese, el problema es que yo soy muy distraído, y como en veces paso es corriendo, entonces ni modo. En parte era cierto y en parte una excusa para no tener que decirle la verdad, que yo nunca me había fijado en ella, aunque varios de mis amigos no le despegaban el ojo de encima, entre ellos Augusto, al que le decían Pinocho por la nariz larga y por lo embustero también. Augusto tenía un hermano marica al que le decían Patecumbia, a leguas se notaba que era raro por el caminado y porque cuando hablaba quebraba la voz. Al parecer era el único marica que se mostraba como tal en el pueblo, miento, había otro de nombre Alfredito, solía atender una fuente de soda, y la gente se le reía por los pantalones tan apretados que usaba, quizás para que se le viera mejor el culo, ellos dos eran uña y mugre, y cuando llegaba el sábado, se iban a atender la cantina de doña Socorro, allí bailaban y se dejaban manosear de algunos clientes sin escrúpulos. Sin embargo en el pueblo sucedían cosas raras. Ya tenía pillados como a tres también, entre esos a un tal Manchado que se iba para el matadero llevándose al hijo de don Lucio Rivera. Dicen que andaba cargando revistas pornográficas para ponerse a ver mientras le exigía al muchacho que lo masturbara o en el peor de los casos que se la mamara por cinco pesos que le daba a lo último, cuando ya se sentía saciado. Hasta que una vez don Lucio se dio cuenta y fue a buscarlo machete en mano. Dicen los que vieron la escena, que a Manchado le tocó atravesarse el río que iba crecido, de lo contrario lo vuelve picadillo. El pecado por el cual no dejaban en paz a Patecumbia, formándole corrinche, era que lo encontraron en el potrero de la finca de Hilario López comiéndose una vaca. No era que estuviera degustándola de manera gastronómica. Patecumbia dizque la tenía amarrada y con la cola sostenida hacia arriba para poderla penetrar cual toro en celo. Cuando fueron y le avisaron al mayordomo se armo éste también de machete llegando al lugar de los hechos justo cuando el degenerado ejecutaba todavía  la faena copulatoria. Aprovechando que estaba sin pantalones lo encendió a plan de peinilla hasta dejarle las nalgas en carne viva. La noticia se regó como pólvora en el pueblo. Unos decían que el mayordomo lo había matado y echado al río para no dejar evidencias. Pero la verdad fue que la desaparición de Patecumbia del pueblo se debió a que llegaron unos maricas en un jeep, estuvieron tomando trago en el granero de doña Socorro, que por la noche lo transformaban poniéndole mesas y sillas para que la gente bailara también, y como él atendía con tanta dedicación, se relacionó de inmediato con los recién llegados, y a lo último se subió al jeep y nunca más lo volvieron a ver en el pueblo. Augusto tenía dicho a todo el que quisiera oírlo que Deyanira era su traga, el amor de su vida, y que quien se pusiera en medio quedaba sentenciado a muerte. Deyanira pertenecía a una iglesia evangélica que tenían establecida en el lugar, a un lado de la vía principal. Se reunían allí los sábados para la celebración del culto, eran como se dice los miembros de esa iglesia personas muy sujetas a sus costumbres y tradiciones, muy estrictas y conservadoras, no fumaban ni bailaban ni tomaban, todo el tiempo con la biblia bajo el brazo convenciendo a la gente para que dejaran la católica y se congregaran en la verdadera, la de ellos, como aseguraban que era. Y como eran tan fastidiosos la gente se reía y hasta los insultaban cuando los veían en la calle. Pero Deyanira era diferente. Y a pesar que le exigían el uso de vestidos largos, se ponía chores corticos para hacer el oficio y hasta salir a la calle mostrándose tal cual. Ni qué decir que tenía un cuerpo bien moldeado y provisto de un prominente trasero, el que movía cadenciosamente en cada paso que daba. Algunos miembros de su iglesia la criticaban duramente por exhibirse y provocar la lujuria de los hombres. Pero Deyanira no era de esas mujeres, sus encantos eran un atributo de Dios y lo alababa y glorificaba en todo momento por haber derramado sus dones celestiales en ella, una pobre mortal. Es cierto, Deyanira tenía un lindo cuerpo y en su forma de caminar y de moverse residía toda su gracia, tanto, que no faltó el desocupado que le puso de sobrenombre La licuadora, ya que según decía, con esas revoluciones dejaba triturada la tranquilidad de los hombres. Sería por eso que al principio me daba pena tenerla de amiga y que después terminara cuadrándomela. Los primeros en hacerme la murga serían mis amigos y que se pusieran a decirme ve te hiciste novio de la licuadora, apenas para que te pongas a llevarle la biblia también. Tal vez fue por eso que evité cualquier contacto con ella. Sin embargo, esa noche sucedió algo realmente extraordinario para mí: a medida que fuimos entrando en confianza descubrí que Deyanira no buscaba ser mi amiga sino mi novia de una vez, sin ningún preámbulo. Debo confesar que hasta esa fecha yo no había conseguido novia en el pueblo en principio por mi excesiva timidez y porque estaba perdidamente enamorado de ti, mi querida Nelly, el error fue no habértelo dicho nunca, no haber intentando un acercamiento contigo en este plano, el de un posible romance entre los dos. Y como puedes darte cuenta, me encontraba en ese momento en un verdadero dilema, era como para ponerme a escoger entre tú y Deyanira. Olvídate de esta niñita, su jactancia la lleva a presumir mucho de lo que no tiene, había dicho papá. Era su forma de pensar y ver las cosas. Yo no pensaba igual. Pero en esa necesidad de saber si tú sentías algo por mí, recuerdo que recurrí estúpidamente a mi hermana para saberlo, para que ella te lo preguntara y darme yo cuenta de eso. La respuesta que tú le diste fue sencilla: que fuera yo mismo y te lo preguntara. Traté de hacerlo en casi una semana larga, larguísima de estarme preparando, y cuando creía haber encontrado por fin la fórmula salvadora, los nervios se confabularon en mi interior para bloquearme por completo cuando ya estaba dispuesto y a punto de hablarte. Sufrí indeciblemente por este fracaso, lo peor fue cuando supe que uno de mis amigos con el que jugaba fútbol, el hijo de Humberto Rivera, empezó a frecuentarte en plan de conquista. No tuviste reparos en atenderlo y mostrarte muy risueña y dispuesta con él. Así que lo de Deyanira se me presentaba entonces como un paliativo y una forma de restablecer mi dignidad perdida. Esa misma noche de la visita en la sastrería le pedí a Deyanira que fuera mi novia. Uno de los tantos actos irresponsables que he cometido en la vida. Al oírlo ella expuesto así de manera tan espontánea, sus ojos se abrieron desmesuradamente sin dar crédito a lo que le proponía. ¿Me estás hablando en serio? ¿Quieres que yo sea tu novia? ¡Pero me han dicho que andas enamorado de esta niñita, ¡Libia, la hija de Dolores, dime la verdad, no sea que me salga metiendo en problemas! Tuve que aclararle que los rumores de mi noviazgo con Libia eran infundados, entre nosotros no existía absolutamente nada. Es ella la que me busca, yo no hago sino eludirla por fastidiosa. Ni modo de decirle que de quien estaba realmente enamorado era de ti Aura Rosa, que tu imagen de mujer soñada pero inalcanzable, ocupaba las 24 horas del día en mi mente. Quizás ahora que lo sabes dirás bueno, estuvo enamorado y nunca me dijo nada, tal vez las cosas hubieran cambiado si se decide a hablarme, pero se comportó como un bobito. La conclusión no me ofende. Soy el único ser humano en este planeta que teniendo cerca, muy cerca a la mujer de sus sueños, elude toda posibilidad, todo compromiso, todo contacto por meterse ideas equivocadas en la cabeza. La peor y más infame era creer que ibas a reaccionar de manera odiosa diciendo y este peladito qué se creyó, que vaya y coja oficio, yo no estoy para perder el tiempo con nadie, se equivoca, no sabe con quién está tratando. Porque una vez te escuché hablar así sobre alguien y por el tono utilizado me di cuenta que estabas demasiado molesta. Perdóname por sacar conclusiones que no corresponden a la verdad. La verdad pudo ser otra, eso lo entiendo ahora. Me faltó averiguarla, enfrentarla con valentía, no como el cobarde que siempre fui, agazapado detrás de las puertas viendo una realidad ficticia, llena de miedos injustificables. Entiendo entonces que cuando me viste en la calle pasear de la mano con Deyanira tu rostro se haya llenado de preguntas, de muchos interrogantes. Demasiado tarde.  El daño, sobre todo para mí,  ya estaba hecho. Han transcurrido 45 años desde entonces, y todo lo recuerdo con la nitidez y la exactitud propias del que se va a morir muy pronto. La cinta de la película se desliza sin tropiezos en mi cabeza mostrando en detalle pormenores de aquellos sucesos. Me parece verte con tu chor floreado y la blusita blanca con encajes en esas tardes calurosas del pueblo en que a uno no le provocaba irse para ningún lado sino quedarse en la sombra de los tejados viendo lo que hacían los demás o adivinando lo que podría pasar si a alguien se le ocurre desafiar al monstruo del tedio y la monotonía y el revuelo que podría desatarse luego. Nunca pasaba nada, las cosas se establecían de tal manera que un día era igual a otro y así se nos iba acabando la vida. La excepción era cuando te asomabas por la puerta y entonces sí el mundo daba un giro de ciento ochenta grados hacia la felicidad absoluta. Eras tan bella que tu recuerdo seguía resplandeciendo con fulgores de estrella en las noches oscuras y vacías de mi existencia. Si te confieso que te amé con un amor y una veneración (¿locura?) casi sagrados, no lo  entenderías por la sencilla razón de que nunca fuimos nada. Existíamos sin saber que el destino nos ponía de frente con todas las circunstancias a favor, buenas y malas. Era nuestro deber encajar las piezas, palpar y vislumbrar eso recóndito que llaman los sentimientos. Ayer una persona, de los que trabajan acá, me contó sobre ti. No podía creerlo. Era demasiada casualidad. Esa persona nació y se crió en la parte de arriba del pueblo, sus padres tienen un terreno donde cultivan fresa, principalmente, es su fuente de ingresos. La persona que te digo resolvió cambiar de vida saliendo a la ciudad, a Palmira, allí tuvo contacto con unas amistades que le plantearon la posibilidad de venir a trabajar al Ingenio, trajo la hoja de vida y lo llamaron. Pertenece al área de Gestión ambiental, en los procesos de aguas residuales. Nos sentamos en el turno de la noche a conversar, me dijo que era de por los lados del Puente Verde, hice que me contara toda la historia, no tuvo reparos en hacerlo, hasta que por fin tratamos el asunto de la vida de la gente allá en el pueblito, de los que iban quedando, porque a muchos los sacaron, otros se fueron, y a otros los mataron. Había por aquel entonces, le dije, un señor de nombre Libardo Morales, tenía una cantina con juego de sapo, los domingos expendía carne de marrano en la plaza, era bastante temperamental, los que lo conocían preferían no meterse con él, menos con las hijas, a quienes cuidaba con machete en mano. La mayor, le dije, era una trigueñita de nombre Aura Rosa, luego seguía una monita ojizarca de nombre Lisbeth, y le seguía la menor, blanca y mona también, pecosita, de ojos claros, de nombre María Clara, muy bonitas todas, aunque en ese tiempo que le refiero eran niñas todavía.  De los hijos hombres está Orlando, El Mono, que lleva el mismo nombre del papá, y Jairo, que para ese tiempo tenía dos años apenas. Aura Rosa era la mayor, su evolución femenina fue asombrosa, no tardó en convertirse en una agraciada jovencita con atributos muy desarrollados para su edad. ¿Qué habrá pasado con ellas, con Aura Rosa, principalmente?, le dije a mi amigo y esto fue lo que me contó: Libardo tiene el negocio ahí mismo en la casa donde lo ha tenido siempre, o sea la cantina y la mesa de vender marrano, usted sabe que eso se mueve los fines de semana, sábados y domingos nomás, entre semana el hombre se  dedica a jornalear en una finquita que tiene con café, cultiva café, es muy legal el hombre, nunca se ha metido a mezclarle de lo que sabemos,  con eso se ayuda, porque los hijos crecieron y cada uno fue cogiendo camino, de los muchachos sólo uno mantiene con él, porque los otros dos pegaron para la ciudad, salieron como hice yo, y de las mujeres igual, dos se casaron y se fueron del pueblo, de la que usted dice, Aura Rosa, a ella se la llevó un duro de arriba, de la loma, fue lo que pude darme cuenta, el tipo se enamoró de ella, y como es de los que manejan la situación, tiene el poder en las manos, usted ya entiende, no le quedó tan difícil convencerla, falta saber si ella quería este destino, esta vida así, con mucho dinero alrededor, pero incierta, sin ninguna seguridad de nada. No volvió a saberse más de ella en el pueblo, esa gente no da papaya, y como están las cosas de graves, quien sabe en dónde andarán ahora. Eso me dijo mi amigo, sentados ambos a la intemperie, esperando a que amanezca. Me resisto a creer que la historia, tu historia Aura Rosa, haya tomado estos rumbos insospechados. Quiero seguir recordándote como eras antes de este cambio en tu vida. Cuando albergabas sueños en el alma y de paso me los inspirabas a mí también. Y quiero seguir soñando. Soñar con un súbito reencuentro. No importa que sobre tu vida hayan pasado infinidad de experiencias, de situaciones y circunstancias diversas capaces de transformarte en otra persona. Mi anhelo es verte, simplemente eso, comprobar que la vida sigue para ti, que nada te detiene, que nada te asombra, que lo que un día te propusiste lo alcanzaste así hayas renunciado a otro orden escrito en tu destino. Yo me encargo de dejar un testimonio de vida. Y de amor nunca logrado también. Lo acepto como mi única recompensa en mi propósito (fallido) de rescatar lo que nunca fue mío.

Nicolás Figue-Vocesdispersas/enero 16 de 2022

                        



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