LA MUERTE Y LA NIÑA

 


Una calle apenas transitada. Un árbol agitando parte de sus ramas al paso de un viento imprevisto. Una niña estacionada con su bicicleta bajo su sombra. Distraída, revisa el celular mientras tanto. Un hombre sobre el andén en actitud de espera. De vez en cuando gira la cabeza para cerciorarse de posibles movimientos alrededor. Demuestra, sin embargo, confianza. Un ciclista que aparece en la distancia. Va en dirección donde están ellos, la niña y el hombre. Ninguno se inmuta. Todo parece ser normal. La rutina callejera, de todos modos. Gente que va, gente que viene. Cuando el de la cicla llega apunta contra el hombre y dispara. Uno. Dos. Tres tiros certeros. El homicida es joven. Casi un niño. La reacción de la niña es ciega. En medio de la sorpresa no sabe qué ocurrió. Ve a la persona, al hombre del andén, desplomarse. Ella, con el celular aún en la mano, trata de golpear al agresor. De agarrarlo de la camisa en medio del desespero. El de la cicla ni siquiera le presta atención. Con sólo un movimiento brusco del cuerpo se aparta de la niña y continúa la marcha como si nada. Ella agita los brazos al cielo, se coge la cabeza angustiada, llena de dolor. Sin llegar a escuchársele, los gritos deforman su rostro. Le desgarran el alma. Mira el cuerpo del hombre, la sangre formando un charco en el pavimento. Aún no sabemos sus vínculos. Ella es muy joven. El muerto es una persona adulta. Podría tratarse de su padre. De un tío. O de un hermano mayor. Sólo el dolor que la embarga en esos momentos da indicios de haber perdido a alguien muy importante en su vida. Los transeúntes empiezan a aglomerarse en torno al cadáver. Toman fotos con los celulares. Arriesgan posibles hipótesis. Ni el llanto desconsolado de la niña los hace desistir de estar convirtiendo ese momento en un espectáculo cruel, destinado al fetichismo de las redes sociales. En el país de la muerte, ni los ruegos ni las lágrimas convencen al asesino de bajar el arma.

Nicolás Figue/ VocesDispersas-Enero 22 de 2022




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