Feliz cumpleaños Papá.




Una de las imágenes que más me acompañan de mi padre se remonta a nuestros años de niñez. Debía tener yo seis o siete años. Vivíamos por aquel entonces en un pueblecito en Nariño, llamado también Nariño, a escasa media hora de Pasto. Una tarde nos propuso papá que saliéramos a caminar junto con mis otros hermanos, que debían tener cinco y tres años respectivamente. La idea de salir a caminar con papá nos llenó de entusiasmo, estar con él significaba compartir de cerca con nuestro ídolo, ya que aparte de ser nuestro padre veíamos en él a una figura grandiosa contra la que veíamos imposible que nada adverso tendría el poder de ponerlo a tambalear. Al lado suyo nos sentíamos más seguros que nunca y hasta deseábamos que en el camino nos saliera una bestia feroz, un monstruo si era preciso, para que papá con su fuerza y sus puños lo pusiera fuera de combate. Tal eran los poderes que le atribuímos a papá cuando lo observábamos atento, con la frente levantada, en actitud desafiante, mirando a distancia. Esa tarde, después del almuerzo, nos alistamos para la caminata llevando consigo una panela partida en trocitos y un recipiente con agua. Era todo lo que necesitábamos para mantener el vigor y la energía. Salimos del pueblo y cogimos carretera abajo como quien va para La Florida. Al principio nos acompañó un buen sol, pero a medida que nos fuimos alejando, el cielo se empezó a tachonar de oscuras nubes. Sin embargo no detuvimos la marcha. La idea de seguir adelante nos tenía embargados por completo. Nuestro instinto de aventura empezaba a desarrollarse. Habríamos avanzado un trayecto grande de terreno cuando se escucharon los primeros truenos. Miramos a papá. Nos sentamos en un peñasco a la orilla de la vía para consumir un poco de panela. En menos de tres minutos se nos vino el agua encima. Papá dijo que había que buscar un refugio para guarecernos siendo que por allí no había más que lomas, árboles y monte. Entonces fue cuando avisté en la distancia una especie de gruta sobresaliendo  al pie de la montaña. Al principio papá dudó, pero viendo que el aguacero arreciaba aún más, nos dirigimos corriendo al sitio en procura de refugio. Ciertamente era un socavón formado entre las rocas de la potente montaña, hallamos incluso restos de materiales plásticos y de cartón, así como trozos de madera a medio quemar entre una hornilla improvisada con piedras puestas para el efecto. Todo indicaba que había sido el hogar de paso de una o quizás varias personas. Nos sentamos junto a papá en el rincón más apropiado.Él con sus brazos nos apegó lo suficiente para darnos calor. La lluvia nada que cesaba y la tarde poco a poco se fue diluyendo en una sombra gris primero y oscura después. Tiene que pasar un carro, dijo papá. Así no podemos salir. Pero a medida que pasaba el tiempo, ningún carro se asomó por esos lugares olvidados de Dios. Con la inmovilidad de esas horas nos sobrecogió el cansancio y el temor. Papá se puso a hablar para tranquilizarnos. Empezó a contarnos historias de cuando era niño como nosotros, de su incansable travesía por lomas y potreros, allá en San Pedro, la hacienda de nuestros abuelos.. Nos contó, entre otras cosas, que una vez, por coger un nido de pájaros, se trepó a un naranjo, y a punto ya de alcanzarlo, se le quebró la rama donde estaba afianzado, cayendo al piso. La agudeza incisiva de una gran espina se le atravesó en la caída.  Que al principio no sintió nada, pero cuando vio la sangre manar a chorros del antebrazo, emprendió carrera hasta la casa pidiendo ayuda. Cuando lo vieron la alarma se hizo general. El niño Raúl estaba herido de muerte. Eso dizque dijeron por la cantidad de sangre que fluía por la herida. Él, extrañamente, se sintió tranquilo. Un poco desafiante, incluso. No es nada, alguien que me cure. En toda casa de hacienda que se respete existe entre la servidumbre el infaltablel curandero, llamaron a un fulano, no recuerdo el nombre porque él nos dijo de quién se trataba, y llegando con una pequeña maletita de cuero negro, sentó al niño al borde de la cama y le cosió la herida con tripas de gato, eso nos dijo papá. Así en seco, mordiendo un pañuelo que le pusieron en la boca para apaciguar los gritos. Pero él ni siquiera gritó. Seguía altivo y retador. Y para que veamos que era cierto, nos fue colocando los dedos en  la cicatriz para que palpáramos su alto relieve.. Ahí estaba la raya muy larga con las huellas de las puntadas a lo largo. Nunca antes tuvimos la curiosidad de porqué tenía esa herida sanada en el brazo. Un signo más de su personalidad, suponíamos. Admiramos aún más a papá. Siempre he sido valiente, nos dijo. Nunca conocí el miedo. Desde niño fuí así. Y por eso me ganaba muchas reprimendas en casa. Me consideraba el más fuerte de mis hermanos. En cierta forma ellos me temían.  Y para desquitarse, me pusieron un sobrenombre.  Me decían Polidoro, dijo. Polidoro sangre e' toro. Me sentí halagado en vez de ofendido. Quise y sigo queriendo mucho a mis hermanos. Ustedes hagan lo mismo. La unidad hace la fuerza. Abrazamos más fuerte a papá. A su lado nos sentíamos tan gigantes como él. Pero la fatiga del recorrido y el cansancio era más fuerte en ese momento. Ninguno quería dar ya un paso más. Ni siquiera para devolverse. Entonces fue cuando se le ocurrió a papá sacarnos a uno por uno cargado en sus hombros, llevarnos quizás cien metros adelante, en dirección al pueblo, y volver por el otro para repetir la faena. Así sucesivamente un gran trecho del terreno, exhausto nuestro padre por el supremo esfuerzo, hasta que en medio de la niebla aparecieron las luces de un carro. En medio del desespero papá se plantó en mitad de la vía para que parara. El carro se detuvo. Era un Jeep que llevaba enganchado un pequeño vagón desocupado atrás. ¡Por el amor de Dios, llévenos hasta Nariño, estoy con estos niños, son mis hijos, hemos caminado mucho y no podemos más! La voz de papá estaba tan quebrada por el sufrimiento y la necesidad que el señor que iba manejando dijo compadecido súbanse atrás porque acá adelante no tengo espacio. En medio del zarandeo inclemente llegamos al pueblo, entrada la noche ya, y con pasos maltrechos nos fuimos aproximando a  casa. Mamá nos esperaba llena de angustia, las manos puestas en la cara, observándonos desde la  ventana. No fue sino ver el aspecto que traíamos para entender que algo muy malo nos había pasado. Lloramos de felicidad pero de tristeza también. Vimos a papá derrumbarse en la cama con la ropa mojada y los zapatos puestos llenos de barro. Nuestro ídolo, tan humano ahora, caía vencido por sus propias debilidades. Desde entonces comprendimos que todo en la vida es un azar y tiene un precio y un sacrificio. Y el papel de un padre que ama a sus hijos se mantiene intacto hasta el final de sus días. Hoy, 24 de octubre, le decimos a nuestro padre, con 94 años encima, gracias por estar siempre allí, en las noches más apacibles y también en las más oscuras y tenebrosas de nuestra vida, avistando siempre, con la fe del carbonero (su frase predilecta), el día que ha de llegar. Feliz cumpleaños papá.


Nicolás Figue/Vocesdispersas-Octubre 24 de 2021




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