Nanda.




Eran ya como las ocho de la noche cuando Nanda entró a mi cuarto presurosamente. Traía el cabello tan desordenado que parecía una loca. Ya, me dijo. El viento afuera no tiene compasión con nadie. Y como no sales de esta pieza no te das cuenta de nada. El loco es otro. ¿Y se puede saber qué tanto haces acá metido? Nanda llegaba provocadora. Sus ojos tenían un brillo extraño. Como si adentro, en su cabeza, tuviera ya madura una idea implacable. Para empezar, le dije, ésta es mi casa, y tú una entrometida buscando lo que no se le ha perdido. Por algo tu mamá te muele a palos a cualquier pretexto. Y en la escuela te arrastran de las mechas por impertinente. Ya va siendo hora que le des un cambio a tu vida. Eres un mal ejemplo. De seguir así nadie va a recibirte bien en ninguna parte. ¿Qué buscas? Eso de llegar así, con tan mal aspecto, no me inspira ninguna confianza te digo. Dime de una vez qué quieres. No estoy de humor para atenderte ahora. Nanda se dejó caer con todo el peso de su cuerpo fatigado en mi cama. Su estado de exaltación era evidente. Tenía los pies sucios de haber caminado bastante por la única calle larga del pueblo. Estoy arrecha, soltó con los ojos fijos en el techo. No sé desde qué punto de vista lo quieras entender. Hoy ha sido un día complicado para mí. Nada de lo que me he propuesto hacer me ha salido bien. En la casa me odian. En la calle me gritan barbaridades. Por eso vine a buscarte. Para que sepas que estoy arrecha. Ojo. No quiero decir por lo tanto que te veas en la obligación de echárteme encima. Si lo haces, es tu problema. Pero no es el caso. La arrechera que siento tiene que ver con algo mucho más complejo. No tiene relación con el sexo. Es como una reacción venida de una parte desconocida de mi ser. Quizás esté a punto de morir. Esos pueden ser signos. No encuentro la manera de definirlo. Es como una ansiedad, un apetito, una voracidad casi animal lo que me lleva a descontrolarme así. Si es en el río, quiero lanzarme desde lo más alto y hasta lo más profundo para ya no salir nunca más. El deseo que me invade es uno solo: fundirme en una sola sustancia con el elemento. La tentación por morir ahogada en esos momentos es irresistible. Adquiero sin embargo la naturaleza de un pez pudiendo permanecer todo el tiempo bajo el agua. Ya de aburrida, viendo que no puedo ahogarme, salgo de nuevo a la superficie maldiciendo mi mala suerte. Si es con el fuego pasa lo mismo. La proximidad con el calor enciende mi propio cuerpo, siendo ya incapaz de detenerme. Adoro todo lo que se prende y al final se consume. En el último incendio, que fue la casa de Libardo González, yo fui la última en salir. Libardo me hizo una propuesta. Nada casual en él. Me ofreció dinero, el cual desdeñé porque no soy puta. Lo hice por gusto. Sólo con la intención de venganza. Quería probar la resistencia del viejo libidinoso. Llegar incluso a matarlo de pasión. Aguantó los primeros embates. Cuando le exigí salida al cuarto tercio, como en los toros, el pretendido semental se arqueó como un despreciable gusano buscando refugio a un lado de la cama. La fatiga lo redujo a su mínima expresión. Quise traspasarle la espalda con un cuchillo. Lo único que vi fueron cinco grandes velones ardiendo al pie de una imagen polvorienta. Suficientes para iniciar la conflagración. Ya cuando las llamas empezaron a coger fuerza me acurruqué junto al gusano. Bastaron segundos para quedar plácida, profundamente dormida. Ni los gritos ni las voces de auxilio lograron despertarme. La oscuridad me cubrió por completo. No tengo noción del tiempo que pasó luego. Hubiera seguido durmiendo por el resto de ese día y los siguientes por venir. En mal momento se les ocurrió arrojar agua. Desperté en el colmo de la ira. Histérica. Todo alrededor estaba negro, lleno de humo. Incorporándome de la cama dí pasos hasta la puerta así desnuda como estaba. La puerta se cayó sola. Los hombres que arrojaban el agua irrumpieron en una exclamación de asombro. Es un milagro, decían los muy imbéciles. Supe que Libardo logró salir despavorido por una ventana. Yo me les reí en la cara, y sin más ni más, me fui para mi casa. Los hombres, que eran muchos, dejaron la faena y me siguieron sin dar crédito a lo que veían. Era comprensible. Yo estaba desnuda. Ellos se complacían observando y haciendo sus propias conjeturas. No fue sino entrar a la casa y  mamá que me recibe rejo en mano por escandalosa y exhibicionista. Ni siquiera me dolieron los azotes que me sacaron sangre. Como le digo, todo lo veo y lo siento desmesuradamente. Soy desbordada, inconmensurable en mi temperamento. Como si una fuerza extraña supliera todo acto, todo signo razonable de comportamiento. Ayer nomás vi que el hijo de misiá Clemencia, de apenas cinco años, se bañaba muy regocijado en el estanque. La idea se me atravesó en la mente. Tenía que sacarlo de allí, llevarlo muy lejos y asarlo vivo para degustar su tierna carne. Fue algo que se me ocurrió. Escuché que lo hacían en uno de los tantos cuentos que me inventaban los ancianos de la casa. La aparición de doña Clemencia exigiendo al chico que saliera del estanque me instaló de nuevo en la realidad. No es normal que lo haya pensado. Usted qué dice. ¿Que yo qué digo? No mucho. Que tal vez usted está buscando alguien que le entienda sus embustes. Yo no tengo tiempo para eso. Así es que mejor levántese de esa cama y váyase. Váyase antes de que su mamá aparezca y me arme un escándalo por su culpa. Bastante tengo con mis propios problemas. Por no decir con los demonios como usted que vienen a importunarme cuando más ocupado me encuentro. Faltaba más.

Autor: RICARDO FIGUEROA/La Máquina de Escribir.




Comentarios

Entradas populares de este blog

Algún día leerá estas páginas

Rumba en la Luna

Es domingo.