El resultado del amor nunca consumado.
En la escuela tenían la costumbre de llevarse a las
muchachas con engaños para los lados de la cancha y hacerles vaca muerta. Eso
lo hacían los muchachos más experimentados en estas bajas lides. Cuando
terminaban llegaban sacando pecho y diciéndonos que por cobardes nos privábamos
de conocer el verdadero placer que hace hombres machos. A algunas muchachas les
gustaba que les hicieran eso. En cambio a otras les repugnaba y llegaban
llorando con piedras en la mano. Los abusadores salían corriendo, buscando
protección. Pero esto ocurría cuando era la primera vez para ellas. Ya después,
por algún efecto desconocido, se iban detrás de ellos haciéndose las locas sin
oponer resistencia. Muchas veces, en las horas del recreo, yo me ubicaba
estratégicamente para no perderme la inevitable acción. Casi siempre eran los
mismos. Ramiro empezaba a halagarlas con cuentos, a calentarlas mejor dicho.
Ellas se reían contorsionando el cuerpo, dejando ver en el rostro signos
visibles de complicidad. Entonces llegaban Jorge, Humberto y Gustavo a
completar el equipo. Cuando todo quedaba convenido se iban tranquilos
conversando por los matorrales y hasta tirándoles piedritas a los pájaros.
Quedaba difícil así sospechar de algo malo que pudieran estar llevando a cabo.
Fue así como me di cuenta que empezando por las hijas de los más encumbrados
personajes de la población, tenderos, comerciantes, negociadores de café y
ganado, hasta las hijas de los policías se internaban en el monte a descifrar
los ardores de la carne. Pero había unas pocas que sabiendo las andanzas de sus
compañeras y la poca vergüenza con que actuaban, nunca se pusieron al alcance de los
pervertidos. Entre ellas estaba Claudia Lorena, la hija de Gildardo González.
Gustavo había dicho que no tardaría en desvirgarla, y que cuando eso ocurriera,
la tomaría luego como su mujer. Yo estaba profundamente enamorado de Claudia
Lorena y sufría indeciblemente por tales afirmaciones. Gustavo era un canalla
capaz de dañarle la vida y seguir como si nada. De algo tendría que valerme
entonces para ponerla a la defensiva. Estuve incluso a punto de acercármele y
revelar con lujo de detalles lo que Gustavo pretendía hacer con ella. Lo
inexplicable y paradójico del caso era que cuando más dispuesto me sentía a enterarla de los macabros planes, algo muy en el fondo me repelía a callar no sé
si por cobardía, morbo, o exceso de timidez. Claudia Lorena era muy linda pero
demasiado presumida, siendo esta falencia de su personalidad su mayor defecto.
Era difícil entablar una conversación casual con ella. Además de presumida se
ponía siempre a la defensiva, como si en vez de aspirar uno a entablar un
diálogo sencillo de amistad con ella, lo tomara como una propuesta directa a
bajarse los calzones. Pero era ese orgullo acendrado lo que más me gustaba de
ella. Suponía yo que con esa actitud resuelta era imposible que Gustavo pudiera
hacerle daño. Entonces mientras yo veía
a las otras muchachas desfilando hacia los matorrales con el gesto de la victoria reflejado en el
rostro, yo no hacía sino pensar en Claudia Lorena y el momento crucial de
confesarle mi amor. Todos mis pensamientos giraban en torno a ella. En mi
cuaderno escribía largas cartas como si ya fuéramos novios. Y por la noche,
después de apagar la luz del cuarto, seguía pensando en los futuros momentos de
felicidad a su lado hasta casi entrever
la aparición del alba por los resquicios del techo. El sueño a esa hora
empezaba a doblegarme, así que cuando mamá tocaba la puerta a las seis para que
me metiera al baño, yo había perdido las fuerzas y la voluntad para hacerlo. Lo
único que quería era dormir como un muerto feliz. Dormir y soñar con ella para
que todo fuera perfecto. Entonces, de manera providencial, escuchaba las voces
de Claudia Lorena desperdigándose por el patio como un vuelo glorioso de
mariposas amarillas. Eran los fragmentos de sol que yo necesitaba para
convencerme que el amor existía por encima de toda dificultad. Me incorporaba
rápidamente de la cama pensando que ella ya estaba afuera esperándome. Estudiábamos
en el mismo centro educativo. Mi salón,
así como mi casa, seguían quedando juntos. Yo siempre esperaba a que ella
saliera de primera de su casa. Que me tomara ventaja. Ya cuando comprobaba que
la distancia era prudencial para que ella no pudiera verme, salía yo de la mía
siguiendo sus pisadas y aspirando el delicioso aroma expedido por su cabello
húmedo. ¡Cuántas veces estuve tentado de correr, alcanzarla, tomar su mano y
llegar juntos a la escuela! El problema seguía siendo el mismo: no éramos ni
siquiera amigos. Bueno, éramos vecinos, nos saludábamos fugazmente tanto al
entrar como salir de casa, pero nada más. Y en la escuela ella tenía su propio
grupo de amigos del que yo obviamente me encontraba excluido. Era extraña mi
relación con ella partiendo de estos principios. Sin embargo Gustavo hablaba de
desvirgarla a la menor oportunidad como si le quedara muy fácil hacerlo. Y
nunca los veía hablando solos. Quizás en pocas oportunidades el miserable se le
había acercado con algún pretexto y ella medio le sonreía como toda respuesta. Quería
matar a Gustavo. Matarlo de alguna manera antes de que llegara a realizar su cometido.
Me atormentaba el hecho de saber que Gustavo pudiera llegar a salirse con las
suyas. Con lo ambicioso, pretencioso y elocuente que era… Podría prepararle un
accidente cuando estuviéramos bañándonos en el río o jugando fútbol en la
cancha. Incluso podría conducirlo al potrero de Otoniel Rivera donde tenía el
ganado bravo y hacer que uno de los toros lo corneara. Nadie le dijo que se
metiera. Él solito se metió. Y conociendo el peligro. Lástima. Tan buen
muchacho que era. Al sepelio no asistiría Claudia Lorena. Para ese tiempo ya
sabría toda la verdad. Ella sin duda se mostraría muy agradecida conmigo.
Comenzaríamos a hablar de los otros
amigos, los que valían la pena, de las actividades que se hacían en la
escuela, de los paseos y los encuentros culturales donde ella preparaba una
obra de teatro y los aplausos y reconocimientos obtenidos al final. De tanto
hablar de todo y de nosotros ya no me quedaría ninguna duda en declararle mi
amor. Esto ya no le llamaría la atención a ella porque igualmente había estado
tan enamorada de mí que sólo esperaba el momento indicado, que era éste por
supuesto, para confirmarlo. Solidarios en el dolor y también en las
equivocaciones humanas, iríamos juntos a depositar un ramo de flores mustias a
la tumba de Gustavo. Allí nos besaríamos
apasionadamente prometiéndonos amor eterno. Cuando mamá golpeó la puerta por
enésima vez ya el sol estaba muy alto y yo tuve que decirle casi que con dolor
en el pecho que no iría nunca más a la escuela. ¿Se ha vuelto loco hijo? Si mamá,
tan loco que hasta he pensado en matar a alguien por el amor de una persona que
ni siquiera le importa que existo. ¿Y sabe qué mamá? Deberíamos morir los tres
para que la paz y la tranquilidad del pueblo sea el verdadero resultado del
amor nunca consumado. He dicho.
Ricardo Figueroa-Autor/ La Máquina de Escribir.
Obra de Serge Marshennikok-Sensual.
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