Cuando de recordar se trata…



Cuando de recordar se trata, la memoria aporta su cuota de lucidez en algunas ocasiones, y opone resistencia en otras. El momento de gracia es cuando nos asalta una imagen, una frase, un aroma, una canción, cualquier detalle en apariencia insignificante, para que la mente se proyecte a la velocidad de la luz y se instale en el tiempo y en las circunstancias exactas demostrándonos que nada de cuanto se ha vivido, la vida lo arroja en saco roto. Es la vida precisamente la que termina colocando las piezas sueltas de nuestra existencia en su justo lugar. Por lo tanto no me queda difícil ahora relacionar hechos y situaciones que no por insólitos y cargados de dramatismo, terminaron siendo impactantes y estremecedores para mí. Corría el año de 1993. En esa época fui asignado como integrante del grupo de Seguridad de una reconocida compañía local a la clínica Rafael Uribe Uribe del ISS. De entre los distintos puestos de trabajo allí existentes se encontraba uno en especial que no gozaba del aprecio inmediato de los colegas por sus particulares características. Lo tenían reseñado como  “La Puerta Norte”. Los guardas antiguos hacían de cuenta que se trataba de un puesto común y corriente sin nada que pudiera quitarles el sueño. Para el guarda nuevo que no tiene idea de lo que es una clínica, como me pasó a mí, el impacto fue de horror, de susto, de querer devolverme para la casa aunque esto implique pérdida fulminante del trabajo. En La puerta norte no quedaba otra cosa que el receptáculo de cadáveres, lo que en letras puestas encima de la gran puerta, sobre fondo blanco, decía MORGUE. El compañero que me recibió para la inducción comenzó a hablarme sin ambages sobre las actividades que se realizaban en el día y en la noche. “Porque no es lo mismo de día que de noche, allí las cosas cambian”, me dijo. Y yo me quedé observando el largo pasillo congestionado a esas horas con diversas personas que iban y venían mostrando rostros y actitudes que más parecían de centro comercial que hospitalario. Todos se inmiscuían en diálogos ruidosos y hasta en carcajadas delirantes sobre cualquier cosa que no tuviera nada que ver con la muerte. Esto me dio algún tipo de confianza teniendo en cuenta esa cercanía inmediata con los habitantes del otro mundo, lo cual parecía no importarle demasiado a nadie. Los que pasaban por el frente de la  ancha puerta metálica apenas sí tenían tiempo  de santiguarse ligeramente, algunos, en tanto otros atisbaban con el rabillo del ojo apresurando el paso. Ya había visto a un camillero alto y  solemne empujando  la camilla hacia  el gélido cuarto con el infeliz inquilino cubierto por una sábana blanca Lo cual indicaba que esta rutina sería mi pan de cada día. "Lo que tiene que hacer  es acostumbrarse a estas escenas -me dijo el compañero que me daba la inducción-, si usted es nervioso pida cambio o retírese, es mejor evitarse males, está a tiempo". Entendí que el compañero tenía razón. Yo no estaba acostumbrado a ejercer este tipo de trabajos. Venía de trabajar en un almacén como vendedor de mostrador, con un horario que no afectaba mis horas de sueño, algo muy normal. Eso de trabajar de noche me parecía un atropello con implicaciones de tipo psicológico, podría afectarme mental y emocionalmente. El daño que yo mismo me infligiría sería irreparable. Además no me cuadraba para nada la idea de amanecerme al lado de una puerta viendo entrar y salir los muertos que el hospital aglutinaba en su receptáculo terrorífico a medida que la muerte llegaba tocando su campana. "Veo que está dudando, compañero. Si quiere yo llamo al supervisor y le informo que usted no está dispuesto a quedarse. Este puesto es delicado y hay que tener un grado de responsabilidad muy alto para aceptarlo y no ir a  cometer errores. Cualquier procedimiento mal hecho que efectúe puede llevarlo a la cárcel incluso. Se lo digo porque hay situaciones bastante comprometedoras que si usted no le da el debido manejo terminan por encochinarle la vida. Se lo digo yo que llevo cinco años aquí y me ha tocado ver un poquito de todo. Así que tome una decisión ya mismo antes de ir a embarrarla". Me dije que esto era nuevo para mí y que no estaba dispuesto por lo tanto a claudicar por apariencias que en el fondo ni siquiera podrían existir. Además me parecía sospechoso que el compañero se mostrara tan insistente en sus apreciaciones, como si en vez de motivarme me estuviera desalentando para despejar su propio terreno. Lleva cinco años de permanencia en la clínica, me había dicho, eso significaba que tenía un amplio bagaje en las actividades y el manejo que  le daba al puesto, todo es cuestión de aprender y asimilar. Lo demás vendría por simple añadidura. Sigo adelante, le dije. Vine a trabajar y lo haré. Además tengo unos padres que necesitan de mí y esta es la oportunidad que tengo para ayudarlos. Aún no me he casado. No tengo mujer ni hijos. Estoy llegado a esta ciudad y quiero quedarme por mucho tiempo. Ojalá hasta que muera. Es mi oportunidad entonces para desarrollar mi proyecto, para avanzar en esas metas que me he propuesto alcanzar con el fruto de mi trabajo. Me quedo compañero. Y en cuanto a la gravedad que significa quedarse y empezar a laborar me tiene sin cuidado. Aquí en el puesto tenemos unos instructivos y unas normas generales que deben aplicarse y acatarse. Mientras se proceda dentro de la norma indicada no hay porqué temer. La empresa para la cual empiezo a trabajar es muy importante y prestigiosa en la ciudad. Me esforzaré al máximo para aportarle lo mejor de mí como persona y ser humano. Aspiro a eso. Sin importar que a mi favor hayan reconocimientos o  no por la labor cumplida. ¿Satisfecho compañero? Y dando por zanjada la infructuosa polémica  me apresté a tomar el rumbo de mi propio trabajo teniendo muy en cuenta las indicaciones que me daba el compañero García, a quien no pareció agradarle mucho mi cambio de actitud. Toda esta situación vino a aclarárseme después cuando llegó el supervisor de la zona a pasar revista y notificarle al compañero su traslado a otro lugar. Yo me quedaba en su reemplazo como titular del puesto. Terminé esa primera semana sin ninguna novedad en el servicio y con la ventaja de haberme acoplado positivamente en todos y cada uno de los procedimientos requeridos. El supervisor Ramírez aprobó mi desempeño diciéndome que siguiera así para con el tiempo postularme al cuadro de honor. A mí sinceramente me pareció muy temprana esta posibilidad para ser mencionada. Sin embargo se cristalizó a los ocho meses de estar allí, siendo para mí el mejor reconocimiento a una labor y a un desempeño ante todo honesto y sin otra pretensión que cumplir con lo que se me exigía. El horario había cambiado, teníamos turnos diurnos y nocturnos sin descansos de por medio, significaba que la mayor parte del tiempo la pasaba en la clínica, al lado de mis otros compañeros con los que fui constituyendo una especie de hermandad. Nos ayudábamos y colaborábamos mutuamente en lo que más necesitábamos, nunca un compañero se quedó sin comer, por ejemplo,  porque inmediatamente gestionábamos un desayuno, un almuerzo, una comida con recursos de nuestro propio bolsillo. Allí había un casino y algunas de las señoras encargadas de la cocina a veces nos llamaban con discreción para ofrecernos refrescos y otros alimentos de los que allí se preparaban. Por la noche el área donde yo estaba ubicado quedaba absolutamente desocupada. Tanto la lavandería, como las siguientes dependencias ubicadas a lo largo del pasillo hasta salir al salón principal permanecían cerradas, excepto la farmacia. El único consuelo que a mí me quedaba era asomarme por la puerta enmallada del lado de atrás, donde confluían  la calle 25 norte con la avenida Vásquez Cobo. Al frente, en la 25, había un restaurante llamado El Iglú. De día funcionaba como tal, con lindas chicas atendiendo las mesas atestadas de comensales, pero de noche, a partir de las ocho, el panorama cambiaba abruptamente. Entonces ponían música como cualquier estadero de diversión, le quitaban los manteles a las mesas, adecuándolas debidamente para servir licor y cerveza, y a bailar se dijo. Era un contraste bastante notorio habida cuenta que por la Vásquez Cobo, al frente de la clínica, se alineaban las salas de velación de las distintas funerarias albergando tanto a finados como a deudos. Así que mientras en un lado la parranda aumentaba su nivel de festejo y algarabía, en el otro se evidenciaba el dolor y el llanto por la partida de sus seres queridos. Ahí fue que tuve conciencia de lo que hace la vida y lo que produce la muerte en el corazón de las personas. Permanecemos seguros de una realidad inexistente. Una realidad tan proteica y cambiante que no acertamos a comprender de dónde nos puede salir y sorprender. Lo confirmaba cuando ingresaban los cuerpos inertes de los pacientes a la morgue. Ahí es cuando la soledad y el abandono adquieren verdaderas dimensiones de derrota. Agotada toda su vitalidad humana, y perdido todo rastro de sensibilidad, los que hasta hace pocas horas luchaban con desespero por sostenerse al único hilo de vida alentado por los médicos, ahora sencillamente eran empujados entre una camilla metálica, llevando encima una sábana blanca como único ropaje  tras perder su lucha, su desigual batalla contra la muerte. Una vez que la gran puerta se cerraba, el mundo que los comprimía allá adentro era tan sórdido,  hostil y desconocido, que fácilmente llegaba a pensar uno en su salida inminente por la gracia de una fuerza sobrenatural que los impulsara. Noches enteras contemplaba yo este macabro panorama. A veces, poseído de una compasión y tristeza sin límites, me acercaba hasta la puerta, biblia en mano, y oraba largamente por el descanso eterno de sus almas. En otras ocasiones entraba junto al camillero para dedicarles unas últimas palabras de cariño y agradecimiento, sin importar quienes fueran, por lo que dejaron hecho en la vida al lado de la gente que quisieron. Vi hombres jóvenes, hombres ya viejos, mujeres con distintos gestos en el rostro, unos muertos de muerte natural, otros por causa de violencias y accidentes, los que padecieron larga enfermedad, los que llegaron rogando una atención inmediata por alguna dolencia presentada y ni a ellos ni a los médicos les alcanzó el tiempo, niños, bebés, gente diversa "a la que le llegó la hora" como allí decían, y de eso, cuando ya le toca,  no lo libra nadie. ¿Era un fin o un destino? Ambos se justificaban en su alcance. Ambos constituían una única verdad. Y para llegar a eso no había sino que estar vivos. Es el requisito.
Eran aproximadamente las once y cuarenta y cinco de la noche de aquel sábado. Me hallaba cómodamente sentado escuchando música en un pequeño radio que compré con mi primer sueldo. Casi en vano porque afuera en el restaurante la concurrencia era muy numerosa y la música sonaba con potencia de feria. Me bastó asomar la cabeza desde adentro para comprobarlo. Me acuerdo tanto que sonaba La Ventanita, de Sergio Vargas. Tengo el alma en pedazos...ya no aguanto esta pena...tanto tiempo sin verte es como una condena...es tan bonito tener tu cariño...que no soy nada sino estoy contigo...y tenerte por siempre conmigo...ser tu abrigo en las noches de frío...  ¡Ser tu abrigo en las noches de frío! Hacía frío a esa hora y lo sentí más cuando escuché la canción. Pensé en la última novia que tuve y de la cual nunca me despedí. No era posible hacerlo. La dejé sola allá en esa ciudad. Ella me quería mucho y yo iba a demostrarle lo contrario. Estaba tan confundido que opté por salirme de su vida sin darle explicaciones de nada. Sufrió mucho ella. Después supe que estuvo muy enferma por causa de esta separación. Le escribí una carta. Una carta donde en pocas palabras le dije que en la vida había dos clases de amores. Los que se vivían con el corazón y los que se padecían con el alma. Ella amó con el corazón. Y esperó todo el tiempo que fue necesario para que yo se lo demostrara. Yo también la quise pero sin fijarme un plan, un propósito real a su lado. Mi mente siempre estuvo puesta en otros objetivos. Uno de ellos escapar de ese lugar, si, escapar sin estarle debiéndole nada, ni a la ciudad, ni a nadie. Era que un fastidio muy grande, un aburrimiento de estar viendo siempre lo mismo, lo que me apagó todas las ilusiones. Quizás cometí un error muy grande donde ella pagó las consecuencias de un estado anímico que por más que quisiera explicarle nunca iba a ser capaz de entender. De eso me acordaba ahora escuchando esa canción. Apagué el radio y me quedé mirando hacia el fondo del pasillo esperando ver nada. Bueno, estaba equivocado, las puertas del ascensor se abrieron dando paso a la camilla y su acompañante. Quien estaba de turno esa noche era Guarnizo. El camillero que, según las malas lenguas, tenía inclinaciones extrañas, demasiado ambiguas  en lo que tenía que ver con las pacientes que conducía a la morgue. Eso nunca llegué a comprobarlo. Tal vez eran suposiciones de personas que no estaban de acuerdo con él. A mí no me cabía en la cabeza que un vivo tuviera atracción por un muerto. Atracción física, quiero decir. Y que debido a ello busque la manera de aparearse con el cadáver, es abominable. Había leído casos de necrofilia ocurridos en otros lugares producto de taras, desviaciones sexuales, perversiones y degeneramiento. Hay que estar loco para ir a profanar la paz sagrada de un muerto con actos tan bajos y tan ruines que merecen el repudio de la raza humana en general. Viendo en esos momentos al camillero, sumido en profundos pensamientos mientras conducía el cadáver, me resistía a creer que fuera cierto lo que se decía de él.  La luz del pasillo era intensa, una luz blanca que enceguecía. Guarnizo era un tipo alto, flaco, de un color amarillento que daba fastidio verlo. Nunca se le veía hablando con nadie. Aparecía solamente cuando se le necesitaba, de resto nunca se supo en dónde pasaba el tiempo antes de ser requerido para que cumpliera su oficio. Su condición de huraño y solitario era reconocida hasta por los propios médicos que lo veían más bien como “un tipo de malas pulgas”  al que era mejor ver de lejos. Y por supuesto no provocar.  El sonido que producía la camilla era tan monótono que daban ganas de cerrar los ojos y quedarse dormido. Olvidado de todo. Hasta del muerto que llegaba a hacer compañía. Pocos metros antes de llegar a la puerta de la morgue un movimiento repentino de la mano izquierda del cadáver efectuado por debajo de la sábana me sacó del abstraimiento. Fijé los ojos directamente hasta descubrir que el movimiento se repitió por segunda vez. Me incorporé de un salto del asiento para advertir al camillero de lo que estaba sucediendo. "¡Espere, de qué pabellón proviene el cadáver, algo extraño le ocurre a esta persona, quien es, cuál fue la causa de su deceso, qué médico lo certificó!", le dije visiblemente sobresaltado al camillero. Guarnizo me lanzó una mirada fría, tan cargada de odio, que me hizo retroceder espantado. Iba a impulsar de nuevo la camilla cuando el movimiento de la mano se produjo por tercera vez. Era como un aviso, como un llamado para que yo interviniera. "¡Usted no entra allí hasta que yo no haya constatado lo que sucede con el cuerpo de este paciente, y si me lo impide lo informo al gerente ya mismo, se lo digo muy seriamente señor Guarnizo!", y antes que volviera a intentar un nuevo desplazamiento hacia la morgue, quité la sábana para ver el rostro del cadáver. Era una mujer de aproximadamente 35 años, de tez blanca, cabello rubio, natural, y ojos claros. No los había cerrado, los tenía abiertos, como si con ello se resistiera a aceptar que la muerte la hubiera sorprendido tan tempranamente. Lo que me produjo mayor impresión fue observar una actitud esperanzadora en su rostro, de ninguna manera afectada ni deformada por la crueldad del deceso. Era más bien como si esperara tener el anuncio de que eso malo que le estaba sucediendo era el producto de una mala pesadilla y tenía que despertar a tiempo. Pero lo hacía con los ojos abiertos quizás para cerciorarse realmente de que todo formaba parte de un juego infame. Llevado de un sentimiento de piedad  aparté un gajo de cabello de su frente esperando quizás alguna reacción. Y cuál mi sorpresa al ver que sus ojos recobraron un brillo inusitado que al mismo Guarnizo llenó de pavor. El impacto de este fenómeno me produjo un grado de confusión tal que al principio no supe cómo reaccionar. Estaba como maravillado y sin posibilidad de recobrar mi lucidez mental ante tan increíble acontecimiento.   Lo que siguió inmediatamente me dejó más perplejo aún, convenciéndome de que estaba ante un caso de equivocación evidente al percatarme de un líquido cristalino saliendo de esos mismos ojos redivivos y humedeciendo sus mejillas. "¡Guarnizo, esta mujer está viva, la están trayendo acá por error, llame al médico que la atendió, dígale que se presente aquí para que le practique una revisión a la paciente, ella no está muerta, usted mismo lo está viendo!" A regañadientes tuvo que dirigirse Guarnizo en busca del médico tal y como se lo estaba exigiendo yo. Mientras tanto me quedé a solas con la muerta buscando nuevas reacciones que me confirmaran que estaba viva. Miré su mano, la que había visto moverse por tres ocasiones seguidas, pero yacía tan fría e inerte que me convenció del hecho ineludible de su fallecimiento. Cuando llegó el médico ni siquiera me saludó. "¡Usted está poniendo en duda mi capacidad profesional, guarda, y si he venido aquí es para convencerlo de su estupidez! ¡Si quiere lea su historial clínico y las causas del deceso, no tengo por qué darle más explicaciones!", y de  manera insolente me arrojó unos papeles firmados y sellados. No quise hacerlo. No quise tampoco someterme a su arrogancia y quedar por debajo de su autoridad. Simplemente le mostré la humedad formada en las  mejillas del cadáver por las lágrimas expulsadas de sus ojos abiertos y que me diga a qué respondía este inusual comportamiento. Ni siquiera quiso atenderme. Tomó los papeles y se marchó. Guarnizo volvió a cubrir completamente el cadáver y lo introdujo en el cuarto dejando entrever una sonrisa maligna. Esperé a que lo acomodara adentro y ver que saliera. Cuando lo hizo cerró la puerta girando dos veces la llave en la cerradura. Esa noche no pude evitar estar pasando con alguna frecuencia por la ancha puerta  metálica en  espera  quizás de  escuchar algo adentro, no sé, el ruido de un movimiento, de una exclamación, de un llanto, algo que me convenciera que la mujer se resistía a morirse del todo, y que yo debía salvarla.

Ricardo Figueroa-La Máquina de Escribir/ Autor.





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