Los juegos diabólicos del gato.
Era apenas
lunes, el día más aburridor de la semana, y con mis hermanos fuimos a bañarnos
al río. Al charco de Palmito. Le dijimos a mamá que no nos demorábamos, que
mire el calor que está haciendo y no nos aguantábamos. Nos pusimos
pantalonetas, unas chanclas, toalla y nos fuimos. Afuera el sol estaba tan
fuerte que el calor de la calle traspasaba el caucho de las chanclas. Cuando pasamos
por la tienda de Libaniel Rodríguez compramos helados. Salió a vendernos la
hija, Luz Mary. ¿Se van a baño?, nos dijo, y mi hermano, que siempre ha estado
enamorado de ella, se puso colorado cuando le pasó el helado. Si, le dije,
camine vamos, dígale a su papá que le dé permiso. Ella apenas se sonrió. ¿A mi
papá, que me dé permiso? No mijo, usted sabe que mi papá nunca nos deja ir
solas a ninguna parte. Al menos si estuviera Gladys, o Emperatriz, pero ellas
están en Florida, haciendo unas compras. Y qué, le dije, su papá nos conoce,
sabe que somos los hijos del inspector de policía, si quiere llámelo y hablo
por usted. A Luz Mary se le iluminaron los ojos por un momento. Estaba lista,
con un short bien cortico y una blusita de tiras tan escotada que le dejaba ver
los senos. Estas peladas de ahora se desarrollan muy rápido, Luz Mary era como
de nuestra edad, 14 años, pero tenía el cuerpo de una muchacha de 18. Los
muchachos a veces se sobrepasaban diciéndole que eso se debía porque había empezado
a culear. O el mán tiene buena mano, o ella tenía muchas ganas de hombre y se
lo está comiendo como Dios manda. Sea como fuera a Luz Mary la naturaleza la
había dotado unas gracias exquisitas y nada raro fuera que se apareciera uno de
los de arriba con plata y se la llevara. Generalmente las muchachas bonitas del
pueblo eran chequeadas por gente de la montaña que bajaba los domingos a
remesiar y tomar trago en las cantinas. Bajaban a caballo, en los buses
escalera, o en jeeps. Andaban con mucha plata encima, exhibiéndose y haciendo
gala de poderío. Gastaban en lo que más podían, hacían apuestas en las mesas de
dominó, en el sapo, en el billar, mandaban a las toldas de comida a que les
fritaran carne, pescado, patacones, y pedían aguardiente y cerveza en grandes
cantidades. En el pueblo no había prostíbulos, pero sí mujeres que se ofrecían
para acompañarlos y bailar. La más conocida era una que le decían Gasolina y
vivía al lado de la carretera principal, la que pasa por el puente. Era una
muchacha trigueña y muy bonita también que se había ganado el remoquete de
Gasolina porque andaba mucho en los buses acompañando a los conductores y éstos
dizque se la comían cuando terminaban la ruta. El domingo como mantenía quieta
en la casa iban a buscarla los de arriba y la sentaban a la mesa a tomar y
bailar. Uno veía cuando le metían los billetes adentro en las tetas y atrás,
por las nalgas, entre la pretina del pantalón. Ella hacía como si no se daba
cuenta y reía a carcajadas y daba vuelticas en la punta de los pies para que
los manes vieran el tamaño culo que tenía. Así era en el pueblo con las mujeres
y con los manes que llegaban de arriba mandando y escogiendo con quiénes se
quedaban porque la plata estaba ahí y ninguna se resistía a recibir su parte. Incluso
habían papás que se volvían muy amigos de los duros y ellos mismos concertaban
el destino de sus hijas si las tenían para que se las llevaran. Viendo a Luz Mary y con todas
las ganas que tenía de salir adelante y ponerse a estudiar alguna carrera en
Palmira, o en Cali, después que terminara el bachillerato, porque buena
estudiante sí era sacando buenas notas y saliendo de primera en todo, yo me
ponía a pensar que su suerte estaba
echada y que no tardaría el día en que alguno, quizás un jefe, un
comandante, se la llevara como si nada, sin conocerla siquiera, sólo porque la
vio bonita, dueña de un hermoso cuerpo, y esa tenía que ser la de él. Y el
papá, don Libaniel, qué podía decir. Porque mamá no tenía Luz Mary, ella, la
mamá, se murió de una enfermedad siendo muy joven todavía, y desde entonces don
Libaniel se quedó solo, cultivando café, ordeñando unas vacas que tenía en la
finquita, atendiendo la tienda y saliendo los sábados a Corinto a tomar trago
donde las putas. Entonces qué, le dije, vas
o no vas al río. Luz Mary nos pasó los helados, recibió las monedas, las
echó en un tarro, y nos dijo adiós con la mano. Adentro don Libaniel ya
empezaba a hablar duro para que lo oyéramos. Seña de que teníamos que irnos ya.
¿Sabes qué?, le dije a mi hermano: A mí me late que el viejo está cabreado y
por eso no permite que nos acerquemos a la muchacha. Sabe que vos estás
enamorado de ella y no acepta ni consiente que le sigas haciendo carantoñas.
Ese noviazgo se te dañó ya, a seguir haciéndote la paja mientras tanto. Y como
arranqué a reírme burlonamente sacó una patada y me la puso en el culo. Eso es
para que respetés, me dijo. Como estaba en chanclas no me dolió mucho, pero me
hizo caer el helado. Recogelo, me dijo, no le des gusto al diablo. Que el
diablo se coma su helado porque yo no voy a recoger nada, cuando lleguemos a la
casa de don Mariano tumbamos naranjas. El sol seguía pegando duro y el polvo de
la carretera hervía como si tuviera candela debajo. Al pasar por la casa de don
Mariano vimos el patio regado de café y a Hugo y a Tocayo, le decían tocayo
porque se llamaba Mariano como el papá, volteando el café con los rastrillos.
Al vernos nos saludaron y preguntando si íbamos al río. Si, vamos de baño. El
charco a estas horas está solo. Apenas pa’ uno meterse y nadar a sus anchas,
les dije. Entonces me acordé de las naranjas y les dije que si podíamos coger
unas para chupar. Cuando les dije eso soltaron a reírse maliciosos. Para chupar
tengo esta cañita dulce, dijo Tocayo poniéndose la mano en medio de la pantaloneta.
Hasta mi hermano soltó la carcajada desquitándose de lo que le había dicho.
Está buena la recochita ya, le dije a Tocayo, me vas a regalar la puta naranja
o te la meto por el culo, maricón. Y como siguieron riéndose yo entré al patio,
cogí una vara y tumbé las naranjas que me dio la gana. Hola vas a acabar con el
palo, me dijo Tocayo, y ahí mismo le dije palo el que tengo aquí, vení para que
lo conozcas y lo muevas un ratico. Risas y burlas de todos mientras recogía mis
naranjas y las amarraba en la toalla. Adentro en el salón, encima de unos
bultos, estaba acostado Gregorio Velasco, el hijo de don Gregorio Velasco. Le
decían Gato, nunca lo llamaban por el nombre. La casa de Gregorio quedaba al
frente de la de don Mariano y por eso el Gato mantenía todo el tiempo metido
allí, husmeando, recochando y fumando marihuana cuando don Mariano y doña Nelsy no estaban. Gozaba de
mala fama entre la gente del pueblo el tal Gato, era grosero, rebelde,
maleducado, tomaba trago con los adultos y jugaba de igual a igual con los
tahúres más conocidos. En una pelea por una apuesta salió herido y estuvo hospitalizado
dos semanas en el Puerto. Cuando volvió le vimos el brazo izquierdo envuelto en una banda azul sostenida del
cuello. Según decía su mamá, doña Hortensia, la puñalada estuvo a punto de
dejarle paralizado el brazo de por vida. Se lo salvaron de milagro. Cosas de mi Dios, decía la señora. Cosas del
diablo, decía el Gato, a quien se le escuchaba reverenciar al demonio cada que
superaba alguna situación compleja. Mi papá nos había prohibido juntarnos con
el Gato, ese muchacho es mal elemento nos decía, que yo no los vea participando
de sus vulgaridades porque los castigo. Yo no entendía a qué clase de
vulgaridades se refería mi papá porque el Gato mientras estaba con nosotros
jugando fútbol, saliendo a los paseos de la escuela, participando de los juegos
que nos inventábamos por la noche en la calle, que era en lo único que podía
distraerse uno para no caer en el aburrimiento, el Gato se portaba normal, un
poco bulloso sí, a veces pendenciero, pero normal como cualquier muchacho de
los que habían en el pueblo. Pero esa tarde, viéndolo tirado encima de los
bultos de café, vencido por algo que pudieran ser los efectos del cansancio, el
sueño, el alcohol o la marihuana, comprobamos que era un ser perverso y
endemoniado. Fue Hugo el que nos contó todo, nos dijo que el Gato se estaba
comiendo a la hermana, a Yarledy, y que la pelada no les decía nada a los papás
ni a nadie porque estaba amenazada de muerte por su propio hermano. Ahí donde
lo ven está fundido por el sueño de la marihuana y quién sabe si del
remordimiento también. Es tan descarado que cuando acaba, porque a estas horas
los papás no están, usted sabe que ellos venden cacharro en otros pueblos y llegan tarde, casi por la noche, la obliga
después a que lo sirva como si fuera el marido, le pide jugo, comida, que le
frite carne, y si ella se opone la emprende a golpes hasta hacerla llorar. Y
eso no es nada: ¿usted se acuerda de la peladita que violaron bajando la loma?
La que venía con el hermanito el domingo por la mañana a caballo, venían a
comprar el mercadito mandados por los papás, acuérdese que fueron tres los que
la violaron, ella los reconoció a todos después, cuando pusieron la demanda y
los cogió la policía. Los que le hicieron eso fueron el hijo de misiá Lucinda
Pérez, el Carlos ése que tiene cara de tonto, el hijo de Elcio Minota, al que
le dicen Morado, y quién va a ser el tercero sino esta joyita que usted ve ahí,
cagado del sueño encima de los bultos. Hará cosa de una hora, antecito de que
ustedes llegaran, cuando vino diciendo que le había echado el polvo más arrecho
de caballo a la yegua más arisca del potrero, así como le digo, como si en vez
de ser una persona, una mujer, su hermana por encima de todo, fuera un animal. Ahí
fue cuando entendimos el por qué papá decía que el Gato era un mal elemento y
que no debíamos juntarnos con él. Me dolió mucho conocer esta horrorosa verdad.
Yarledy fue siempre esa persona que yo admiré y quise en silencio, sin llegar
nunca a manifestarle nada por causa de esa timidez abrasante que me lo impedía.
Y que a la postre sólo sirvió para dejarla a merced de ese malvado, de ese ser despreciable
y maligno que le había tocado de hermano. Estoy seguro que de haber tenido algo
con ella, la historia tendría otro giro menos dramático en este recuento de
sucesos. Al Gato volvieron a acusarlo
ante la ley, pero esta vez por hurto
calificado. Como era menor de edad lo tuvieron seis meses en la correccional de Santander y
lo soltaron. Fue durante este tiempo, cuando él no estaba, en que tuve
oportunidad de conversar con Yarledy, y sin yo preguntarle nada, me dijo que
tenía mucho miedo que su hermano volviera. Bajó la cabeza dando a entender que
su temor era fundado y que si no había alguien que la protegiera, terminaría
pasándole algo muy malo. Las lágrimas le rodaban por las mejillas. Me daba pena
decirle que yo sabía del abuso a que la tenía sometida el Gato, pero no me
sentí capaz de mencionárselo porque me
parecía humillante para ella que supiera una verdad que tal vez ocultaba con
todas las fuerzas de su corazón. El Gato volvió al pueblo después de cumplir
los seis meses, pero al poco tiempo desapareció definitivamente debido a que
supo que lo estaban buscando los de arriba para matarlo. Supongo que Yarledy
habló finalmente con alguien, quizás la persona que ya le tenía puesto el ojo
encima, un duro, como pasaba con todas las niñas bonitas que iban creciendo e
impactando con su belleza. El dinero puede más que el amor.
Autor:
Ricardo Figueroa-La Máquina de Escribir.
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