EL PLACER TEXTUAL
Había empezado a leer La
divina comedia hace dos semanas, debí haberla terminado en cinco días, máximo, pero
el peor error que comete uno es imponerse un plan de lectura que abarque
determinado tiempo sin contar que alrededor de uno existen otro tipo de
prioridades a las que tampoco se debe descuidar o relegar y que son, en
últimas, las que determinan todo. Bueno, hoy me levanté muy temprano con ese
propósito, terminar las últimas cuarenta páginas que me faltaban para saldar
esa deuda con Dante, teniendo esta vez sí un reto de mayor envergadura con Los
hermanos Karamazov, de Dostoievski. No es que sea la primera lectura de este
libro, cuando estuve en Pasto, estoy hablando del año 1980, compré el libro en
uno de los supermercados más conocidos y tradicionales de la ciudad llamado
AMOREL, el antiguo Amorel que quedaba en
la calle 17 entre carreras 22 y 23,y en ese tiempo algunas editoriales nacionales
como extranjeras (Plaza y Janés, Oveja Negra, Bruguera, sobre todo) tenían sus
stands de ventas y uno lo primero que hacía era ver qué novedades literarias se
exhibían para ir echando al carrito junto con las verduras y los granos. De esa
colección de Bruguera adquirí obras sumamente valiosas de la literatura
latinoamericana y universal, Onetti, Cortázar, García Márquez, Rulfo, Fuentes,
Donoso, Vargas Llosa, Flaubert, Kafka, Chejov, Tostoi, Pavese, Dostoyevsky, en
fin, una lista larga de escritores maravillosos, pero fue la oportunidad que
necesitaba para tener la obra más representativa de Dostoyevsky como es Crimen
y Castigo, Humillados y ofendidos, El príncipe idiota, Los demonios, El jugador,
Los hermanos Karamazov, etc. Recuerdo que este libro, por ser tan voluminoso
(me costó alrededor de 370 pesos de esa época) empecé a llevarlo dentro de una
mochila indígena, de manufactura ecuatoriana, y cada que entraba a una
cafetería iba sacando mi libro y me ponía a leer hasta que alcanzaba a veces la
cantidad de cinco o seis tintos bien cargados e igual cantidad de cigarrillos
de marca ecuatoriana también, el famoso Baronet, que se consumía más que el
Marlboro. Yo en ese tiempo fumaba mucho, de lo cual me arrepiento, teniendo
propensión al alcohol, cosa nada recomendable porque me tuve que ir dos veces a
la clínica por urgencias con un grado alto de intoxicación. La primera vez
pensé que me iba a morir, no sentía el cuerpo, y empecé a flotar en medio de
una nebulosa que yo presentí la antesala del cielo. En la segunda ocasión
llevaba tomando ocho días seguidos, lo que duró la celebración del onomástico
de la ciudad, 443 años. Aún no sé porqué esta euforia desmedida, lo cierto es
que terminé en la sala de urgencias de la clínica de los Seguros Sociales
dizque hablando incoherencias y sin siquiera saber quién era yo. Nunca me di
cuenta de nada, perdí por completo el sentido de la realidad, ni siquiera sabía
dónde estaba. Cuando recobré el conocimiento, el médico que me atendió
simplemente me dijo “bienvenido al mundo de los vivos”, y antes de que yo
dijera algo me dio la reprimenda del siglo como si fuera mi papá. ¿Cuál es el
motivo de que haya bebido tanto?, preguntó, y yo respondí ninguno doc, estaba
festejando y duró varios días. Bueno, dijo, pues le recuerdo que esa gracia por
poco le cuesta la vida. Y si quiere morirse joven como está siga bebiendo. Me
lo dijo así, directo a la cara y sin anestesia. Yo tenía 20 años y ningún
motivo plausible para internarme al mundo de los seres rígidos, los que no oyen
ni hablan ni comen ni ven. Entonces me fui para la casa, ingresé
crepusculariamente a mi habitación, cogí el libro de Dostoyevsky, el que tenía
más cerca a la mano que era Crímen y Castigo y no salí de allí hasta que me lo
hube leído todo. Pasé entonces a Los hermanos Karamazov, en la página que había
dejado demarcada, y empecé de nuevo desde el principio. Cuando terminé me dije “no
vuelvo a tomarme un puto trago más en mi vida”, y así pasaron seis meses, un
año, empecé a llevar una vida más saludable, trotando todos los días por la
Avenida de los Estudiantes y dando la vuelta por la avenida de las Pachas, que
así le decían por el colegio que allí quedaba, Las Franciscanas. Seguí
trabajando, yendo a cine los sábados al teatro Gualcalá, que era el que más me
gustaba, y comprando libros para leer por las noches. De ahí fue que me nació
la idea de escribir. De hecho, empecé haciéndolo en cuadernos de escolar, y
después me compré una máquina de escribir marca Brother. Empecé a pasar todo lo
escrito a mano en la máquina creyendo que la escritura me iba a resolver parte
de mis angustias existenciales, mis dudas y mis miedos internos. Pero
comparando lo mío con lo de Dostoyevsky y con lo de Kafka me sentí ridículo y
quemé todo lo que había escrito. Me propuese exclusivamente leer, nada más. Y
tengo por costumbre leer con una pequeña regleta y un portaminas o lapicero
rojo para resaltar esas frases o esos párrafos que valen la pena tener en
cuenta siempre y cada que uno por casualidad o por determinada intención vuelve
y abre el libro que ya se tenía leído hace tiempo. Es así como ahora doy con un
párrafo subrayado del libro “Son así, reportaje a nueves escritores
latinoamericanos”, del escritor Eligio García Márquez, sí, hermano de nuestra
gloria de las letras universales, Gabriel García Márquez. En el aparte que le
corresponde la entrevista a Juan Carlos Onetti, escritor uruguayo autor de El
Astillero, La vida breve, Juntacadáveres, El Pozo, en fin, muchos y muy
importantes, Eligio aborda el tema del amor y las mujeres en la vida del
escritor, para ese tiempo septuagenario, y con muchos amoríos encima, a lo cual
responde Onetti con su habitual sarcasmo:
-Yo nunca he intentado ser
clandestino. Sé que se dice que soy difícil, huraño. No, no es cierto. Soy como
todas las personas. Cuanto un tipo no te es simpático no lo puedes aguantar. No
puedo. Pero cuando estoy con alguien que me cae bien, bueno, tú lo has visto,
no soy huraño, no soy irascible, no soy orgulloso.
- Pero no hay nada que hacer,
esa es la fama que tiene… ¿Y qué decir de la otra, de su visión y relación con
las mujeres? La eterna envilecida, el adorado perro de la dicha, esa sombría
visión a la que tanto aludió María Esther Guillio en un espléndido reportaje
con el monstruo sagrado y su cara de bondad.
Al oír el nombre de María Esther
hace un gesto con la mano, echándola hacia atrás en señal de lejanía pero
también de escándalo jamás olvidado.
-Huuummm… Sí, ella y otras
mujeres me han reprochado eso, muchas mujeres. Pero todo eso no es conmigo. Por
ejemplo no tengo ni sombra del temperamento del violador. Porque si la mujer no
quiere, yo tampoco quiero. Mejor me voy. Insisto, el amor es un dúo. Que los
dos sean felices. Que los dos se inventen cosas. Eso es para mí el amor. Claro,
yo le doy una gran importancia al amor físico. Recuerdo muy bien un reportaje
que me hicieron en la televisión y me preguntaron de una manera casi
impertinente: “¿Qué es el sexo para usted señor Onetti?”. Y respondí que me
parecía una cosa maravillosa y además higiénica. Pero la gente se olvida que
hay un producto que multiplica la satisfacción sexual, y es un producto que no
se vende en las farmacias. Ese producto es el amor. Cuando vos estás enamorado
gozas muchísimo, muchísimo más”.
Está, como ya, dije en el libro
de Eligio García M., Son así, nueve reportajes a escritores latinoamericanos,
publicado por la editorial Oveja Negra, edición de 3.000 ejemplares, junio de
1983, segunda edición. Por esta y por muchas otras razones, que sólo le
corresponde plantearse a uno mismo en calidad de lector, es que el placer de la
lectura se asemeja al placer verdadero, metafísico, que es análogo al placer
textual.
Nicolás Figue/ Vocesdispersas -escrittore17.blogspot.com
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