A veces llegan cartas

 Lo he pensando y lo he dicho varias veces: la importancia de una carta radica en la puntualidad, y en que con ella estemos expresando la urgencia de un deseo, la necesidad de dar a conocer esa parte muy íntima de nosotros que se rehúsa a debutar en público, cara a cara con la o las personas a las que se intenta llegar por medio de la palabra escrita. En el papel somos fluidos, a menos que persistamos en la idea de aceptar una condición de ostracismo mental que impida revelarnos tal cual somos. Yo recuerdo que mis mejores conquistas amorosas las obtuve enviando cartas urgentes y desesperadas a las chicas con las cuales poco contacto verbal tenía. Desde muy temprano desarrollé cierta habilidad para la escritura, adobando mis párrafos con oportunas citas poéticas que acababan descrestando a mis amores platónicos. Muchas de esas agraciadas vecinitas o compañeritas de colegio ni se imaginaban que yo agonizaba de amor por ellas. De frente nunca les di motivo para hacerlo, yo las trataba con un dejo de engreimiento que rayaba en la indiferencia incluso. Aparentaba ser el chico difícil, el que no era fácil de conquistar de buenas a primeras. Este truco nunca falló. Así que cuando les llegaba las cartas, las primeras sorprendidas eran ellas. El impacto de ese cambio de conducta las ponía en tal estado de confusión, que ahí mismo respondían pidiendo que nos viéramos en determinado sitio o lugar para ir aclarando las cosas, con resultados siempre a mi favor. Las cartas, y después un rostro sonriente y conquistador, nunca fallaba. A Carmen, mi esposa (y este es un ejemplo vivo de lo que estoy diciendo), la conocí durante una etapa de convalecencia que tuve después de una delicada operación de vesícula en la Clínica Santiago de Cali. Allí llegué más muerto que vivo, pero llegué y salí después caminando por mis propios medios. Fui a convalecer a casa de mis padres al Chorrillo, en Chachagüi, con apenas 42 kilos de peso. Carmen trabajaba en una tienda del Idema, era la administradora. Fuimos por azúcar, y me encontré con un turroncito moreno al que de entrada quise dar un mordisco. Papá, que ya era su amigo, me la presentó, teniendo ambos buenos temas de conversación. Descubrí que le gustaba, la lectura y empecé a hablarle de libros. Así nos hicimos amigos y novios de una vez. Cuando me devolví para Cali, con cinco kilos más de peso, empecé a mandarle unas cartas larguísimas que ella pacientemente se devoraba a medida que sus sentimientos crecían al ritmo de mi prosa desmedida. Decidimos después que si no estábamos juntos, la historia quedaba inconclusa. Yo había sido renuente a la idea del matrimonio. Consideraba que era una forma sutilmente impuesta de esclavitud sin ninguna puerta de escape posible. Por eso la extrañeza de mi propia familia cuando les presenté a Carmen, no tardando en advertirle a ella de mis ideas extrañas y peligrosas. Ella hasta se alarmó en el fondo. No, le dije, no les hagas caso. Eso pensaban ellos, los pobres, cuando estaba yo soltero. Sorpresa total. El amor se encarga solito de barrerle a uno esa escombrera que se le acumula a uno en la cabeza creyendo cosas que no son. He traído el tema de las cartas por los motivos y las razones ya expuestas, y porque han sido y siguen siendo a lo largo de la historia el mejor vehículo para llegarles a las personas. Y también porque leyendo las cartas ajenas descubre uno que nunca fallan. Muestra de ellos son Las cartas de amor a Nora Barnacle del escritor irlandés James Joyce, el autor del Ulises, que ahora mismo estoy leyendo. El grado de erotismo allí es altísimo, y no me atrevo a difundirlo en este espacio para que no se diga después que le estoy rindiendo culto a la pornografía literaria. La carta en cuestión dice:

 

[¿Finales de julio de 1904?]


  60 Shelbourne Road, Dublín


  Mi iracunda Nora, te dije que te escribiría. Ahora me escribes y me preguntas qué demonios me pasaba la otra noche. Estoy seguro de que algo anduvo mal. Me mirabas como si estuvieras triste por algo que no había ocurrido, y que habría podido gustarte mucho. Desde entonces he tratado de consolarme, pero no lo consigo. ¿Dónde estarás el sábado, el domingo, el lunes por la noche, para que no pueda verte? Ahora, querida, adiós. Beso el milagroso hoyuelo de tu cuello. Tu Hermano Cristiano en la lujuria.


  La próxima vez, cuando vengas, deja tu enojo en casa… y también el corsé.


  J. A. J.


Nicolás Figue/Vocesdispersas - abril 3 de 2023, lunes




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