LO DE ELLA Y LO MIO

 Parodiando con pasmosa exactitud (¡qué digo pasmosa, con sevicia, alevosía y ventaja a Alejandra Pizarnik!) puedo decir que: cuando era más chico, despertaba llorando y era feliz por la noche. Ahora es lo contrario. A las seis de la tarde –hora fatal para los solitarios- muero y remuero. Me transformo en una bestia encerrada, impotente en su enorme fuerza inútil. ¿Es esto la adultez?, pregunto. ¿Ser una persona grande es odiar la niebla y la oscuridad? La vida es demasiado larga, creo, siento No es larga cuando hay muchas cosas que hacer. Pero cuando no se hace nada o se espera todo, que es lo mismo, entonces la vida es larga. Pero yo me veo forzado a pensar en la vida. Desde hace muchos años, desde que me di cuenta que sufría demasiado tuve que pensar en mi vida.  

 

Cierto y mentira. Cuando me despertaba por la noche no lloraba, el miedo me ponía a temblar de pies a cabeza. Entonces me envolvía desesperadamente en la cobija, con la cabeza tapada, y rogaba que el demonio no me fuera a insinuar algún tipo de maldad. Pero más a que me induzca a cometer una maldad, a que me mostrara su rostro horripilante, de ojos perversos y dientes amarillos. El demonio no debía ser cosa buena al lado de un niño asustado, abandonado en medio de la noche. Y es que cuando vivíamos en el pueblo, por allá lejos, al lado de una loma, mi cuarto no tenía sino una puerta alta, de madera, que papá ajustaba con fuerza desde afuera después de apagarme la luz. Era su sentencia para no permitirme salir sino hasta el otro día, cuando ya la claridad se apoderaba del patio, y escuchaba los pasos de mamá dirigiéndose a la cocina a preparar el desayuno. Entonces saltaba de la cama, abriendo como poseído la puerta. Pero antes de eso, en esa noche larga y asfixiante, llena de ruidos, de músicas extrañas, de gritos lejanos y postreros, dentro de esa oscuridad eterna (mi cuarto no tenía ventana), envolviéndome con sus fibras invisibles, tejiendo su propia mortaja, me hallaba yo, impávido como un muerto, rogándole al demonio o a quien fuera que me estuviera acechando, que me deje tener mi sueño en paz, que por favor no interviniera, que bastante sufría en la vida para acabar de padecer y ponerme a llorar lágrimas de sangre sólo por su gusto. Que se vaya por donde vino. A veces el diablo o lo que fuera se iba y yo volvía a quedarme solo con mis pensamientos, los buenos, y los malos. Pero sudando a chorros debajo de la cobija. ¿Ser una persona grande (y aquí retomo a Alejandra Pizarnik) es odiar la niebla y la oscuridad? Me refiero al ahora, al momento mismo en que el reloj marca las seis y cuarenta y cinco y empiezo a prender luces, todas las luces posibles en mi entorno, aboliendo hasta el último rastro de insidiosa oscuridad. Ya no me atormentan fantasmas ni demonios, la vida ha sido demasiado larga, y se aprende a distinguir un monstruo de otro. Y cuando la noche se prolonga, abocándonos al naufragio del insomnio, otras sombras, otros rostros invaden el recinto para traernos voces antiguas de un pasado remoto, y por lo tanto caduco. El error es convencerse de eso. Cuando se han dejado de hacer cosas, cuando se han dejado en el camino rastros que han pretendido ser pasos, huellas, los golpes de unos zapatos resuenan acusando su olvido. El terror de un niño por la oscuridad no es el mismo que el espanto de un hombre grande por sus propias sombras, ocultas y escurridizas.  

 

Nicolás Figue/ Vocesdispersas-escrittore17.blogspot.com 

27 de febrero de 2023, lunes.


 

 

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