Alguna
vez, no recuerdo cómo ni por qué, me vi precisado a pasar largas tardes en casa
de Robertico. Para todos era Tico, el apelativo le venía bien, era cortico, o
sea bajito y pasadito de kilos. Me gustaba quedarme porque la mamá de Tico era
una señora risueña, agradable, simpática, atenta, y dispuesta siempre al
diálogo. La edad para compaginar era lo de menos. Ella me preguntaba cosas, yo
le respondía siendo ingenioso en las respuestas, para impresionarla, y ya.
Risas al final. Yo me quedaba en la sala, al lado del ventanal, para estar
observando hacia afuera, hacía la calle. ¡Qué tanto miras!, me decía cuando
aparecía con un vaso de leche y una galleta negra puestos en un plato. Yo me
avergonzaba un poco tras ser sorprendido en algo que podría ser impertinente,
pero me sobreponía de inmediato por la confianza que ella me demostraba. ¡No es
nada importante señora, tengo curiosidad por estar al tanto de lo que pasa en
la calle, no es por nada más! Entonces empezaba a preguntarme cosas íntimas,
que si tenía novia, que si soñaba cosas indecentes, escandalosas, que si cuando
me encerraba en el baño me entretenía "en lo mío", y cuando estaba a
punto de contestarle, con los cachetes ardidos por el rubor, ella simplemente
me pasaba una mano por el cabello diciéndome "no tienes que responderme a
nada de eso, es una broma, me encanta coger desprevenidos a los niños con estas
observaciones, reaccionan de una forma divertida, bueno, lo hacen para
disimular que les estoy diciendo la verdad, ustedes son tremendos en el
fondo"... La mamá de Tico era como se dice una mamá moderna, descomplicada,
se ponía por lo común una ropa muy ligera, muy juvenil, decía que por comodidad
y por el calor, y porque estando en su casa podía vestirse como le daba la
gana, faltaba más. Le gustaba mirarse al espejo aprovechando todos los ángulos
posibles, los que mejor le resaltaran su figura. En una palabra la mamá de Tico
era muy bonita. Lástima que teniendo un marido con tanta plata, porque el papá
de Tico era uno de los hombres más ricos de la región, el hombre no le dedicara
el tiempo que la señora se merecía. Ella siempre decía que así era la vida pero
que algún día tendría su recompensa. Nunca supe a qué se estaba refiriendo. Yo
lo único que hacía era mirarla como si fuera otra ventana con vista al cielo, donde
pudiera ver pasar mis sueños como estrellas errantes. Hasta que de tanto
estarla viendo y estarla pensando empecé a soñar con ella muy de seguido. En el
sueño seguíamos siendo buenos amigos, compinches en cierta manera, al punto que
no dudaba en tomarle la mano y pedirle como todo un caballero que se case
conmigo. Ella simplemente se reía de la ocurrencia, sin darle mayor importancia
al asunto. Pero nunca me retiraba la mano. La dejaba quieta para que yo se la
apretara amorosamente. Lo cual me llenaba de esperanzas. Esa fue la primera
noche. La segunda noche me veía yo llegando a su casa, tocando a su puerta, y
ella abriéndome vestida completamente de blanco. ¡Llegas justo a tiempo!, me
dijo tan llena de alborozo que no me quedó la menor duda que había aceptado mi
propuesta. Adentro, en la casa, había gran revuelo de personas, luciendo trajes
muy elegantes, pero extrañamente de color negro, tanto los hombres como las
damas. Como si en vez de prepararse para una boda, lo hicieran para un funeral.
Ella, advirtiendo mi extrañeza, me dijo que era parte de la celebración. Un
estilo sui géneris, acorde a mi gusto. Dentro de poco estaré muerta, aseguró sin
dejar de sonreír. Es por eso que debes apresurarte. Todo me parecía muy real,
hasta el susto que experimenté cuando por alguna razón que yo desconocía, ella
me anticipaba el suceso de su muerte como parte del programa. Ahí fue cuando
caí en la cuenta de estar participando en una especie de complot con una mujer
casada, y que, en cualquier momento, de algún lugar imprevisto, saldría hecho
un energúmeno su marido para matarnos despiadadamente a los dos. Eso ni tenía
que imaginármelo. Tico me había dicho que su papá ocultaba armas en un cajón de
su dormitorio. Y que por la noche salía a matar gente. Eso me dijo no sé si
exagerando o qué. Siendo que era un hombre tan adinerado era razonable que las
llegara a necesitar. Me puse a mirar para todos lados esperando la sorpresa de
su llegada. Los invitados adentro habían empezado a entonar una tonada desconocida
que me puso los pelos de punta. Era algo así como la misa de réquiem de Brahms.
Al fin qué, me dijo la señora, vas a seguir adelante, o vas a salir huyendo
como el cobarde que eres. Lo dijo sin perder esa sonrisa encantadora con que
subyugaba corazones débiles como el mío, como dándome ánimos en el fondo. Le
ofrecí el brazo para entrar a la casa y mezclarnos con los invitados que ahora
ya no tenían trajes ni vestidos negros sino unas batolas blancas de lino crudo
como las que se usan en el medio oriente. Al fondo había una mesa perfectamente
decorada con flores exóticas, dispuestas para la ocasión. Alguien tomó un libro
que reposaba ahí mismo, lo abrió, leyó unos párrafos, y nos invitó con
solemnidad patriarcal a que firmáramos el pie de página. La señora, o sea la
persona que iba a ser mi esposa, puso su nombre con una caligrafía antigua,
unos arabescos indescifrables que más parecía una manera sospechosa de ocultar
el nombre, y me pasó a mí la pluma para que proceda. Se hizo un silencio
espectral en la sala. El momento crucial había llegado. A partir de allí, con
un simple trazo de mi mano en el papel, me iba a convertir en el padrastro de
Tico. Y Tico sin aparecer por ningún lado, como si se lo hubiera tragado la
tierra. Firmé. Cuando levanté la vista para deleitarme con la presencia de mi
soberana esposa sonriéndome como una diosa, una espada carolingia, surgida de
la nada, le atravesó limpiamente la espalda y el pecho a mi amada. Nunca pude
ver al homicida, camuflado como había estado entre la asistencia. Ella ni
siquiera gritó. Tampoco derramó una gota de sangre. Lo que hizo fue dar la
vuelta y alejarse hacia un salón envuelto en tinieblas. Me senté a llorar sin
saber realmente lo que había pasado. Alguien me tomó del brazo y me condujo por
entre la multitud hasta la parte exterior de la casa. Ahí estaba Tico dándole
patadas a un balón. No fue sino verme para reprocharme por la demora. ¡El
partido va a empezar y usted por allá perdido haciendo quién sabe qué cosas! Me
dejó perplejo su frialdad. ¿Y tu mamá, Tico?, le dije con la intención de
probar su sentido de la realidad. ¡Mi mamá muy bien gracias, dijo que después
del partido fueras a la casa para darte un vaso de leche con galleta negra!...
Nicolás
Figue/ Vocesdispersas-febrero 16, miércoles.
Continuando con estas entregas a través de mi Blogger Vocesdispersas, les comparto otra de mis creaciones literarias enmarcadas en el ámbito onírico, donde por lo general discurren escenas que pueden ser historias pasadas o anticipadas de una realidad imprevista, a veces dislocada, producto de la exaltación febril o la pesadilla recurrente. Un estado factible, en cierta medida ceñido a la ansiedad o al deseo retenido. En la actualidad preparo un libro de cuentos que tiene como título Las últimas siete palabras, del que hace parte este cuento escrito o concebido mientras se viaja en el bus. Cualquier momento es bueno para escribir.
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