1965
1965
Sólo una cosa quisiera suprimir
del extenso lago de la memoria:
mis años de infancia en Buesaco.
Vivir allí fue lo más impúdicamente hostil
que pudo habernos sucedido.
Para empezar, éramos pobres,
nos cubríamos con ropas ajenas,
comíamos lo que nos dejaban en la
mesa
los dueños del banquete.
Éramos los refugiados
de una guerra inmisericorde
desatada por extraños, crueles sucesos,
que nunca entendimos.
Años atrás, sin embargo,
papá alcanzó alguna notoriedad
al serle otorgado
por efectos burocráticos
el principal cargo del lugar: ser alcalde.
Empezamos a distinguirnos
como los primorosos hijos del alcalde,
vivíamos en una casa esquinera
con un grande potrero al frente
donde sobresalía un árbol de olivo.
La vivienda tenía nombre propio: “La casa campesina”
llamada así por ser sitio de encuentro
de labriegos y peones cada domingo.
La casa era de una señora gorda
que se repartía el pelo en dos gruesas trenzas,
lo que le daba imponencia;
ella, persona muy influyente en el pueblo,
manejaba los negocios de su callado marido.
Nos tomó mucha simpatía,
empezamos a llamarla inopinadamente “mamá Rebeca”,
así nos enseñó mamá que debíamos decirle
en virtud a su bondad y gran corazón.
Los hijos propios de ella empezaron a odiarnos,
a realizar todo tipo de maldades para desquitarse,
entre ellas, cubrirnos con sus gruesas manos boca y nariz.
Sólo las quitaban cuando la falta del aire desorbitaba
nuestros ojos. Se divertían haciéndolo a espaldas de los adultos.
Nunca se lo dijimos a mamá. Decían que era parte del juego.
Y que en vez de llorar, había que reír con ellos.
Papá salía temprano del hogar
regresando muy tarde en la noche.
Nos acostumbramos a verlo muy poco en la casa
mamá era muy joven aún y bonita.
Y había dado a luz su tercer
hijo.
Generalmente se pasaba la mayor parte del tiempo
asomada a la enrejada ventana,
la que daba al potrero
para vernos jugar.
Había plantado allí un árbol de olivo, como ya dije,
sus hojas eran suaves, mullidas, perfumadas,
y la altura que presentaba era apta
para observar mejor el mundo desde arriba.
De allí se cayó mi hermano
quedando medio muerto sobre el pasto reseco.
Papá no quiso llevarlo al médico,
le frotó una pomada en medio del
llanto.
Pasaron los días,
mi hermano no presentaba mejoría,
se quedó así con el hombro contraído
llevando de por vida las señales
de un descuido que empezó siendo un juego.
El carisma y la popularidad de papá lo convirtieron pronto
en el centro de reuniones y festejos,
sobre todo en el ámbito que para él ejercía mayor atracción:
el de las muchachas jóvenes y bonitas,
con las que conformó un grupo social, cultural, y deportivo.
Era, para él, su mayor distracción, y un pretexto, además,
para permanecer más tiempo fuera de casa.
¿Sería por eso la manía de mamá
de no separarse nunca de la ventana?
Una vez llevó mi padre una gran figura de pan
puesta y decorada en una reluciente bandeja de plata.
Con gran cuidado la puso en medio de la sala.
Era una figura de niña con ojos y boca y dos trenzas ocultando
leves pezones.
Es el bautizo de la muñeca, dijo nuestra madre,
pero ustedes, niños, tienen que irse a dormir temprano,
esto es cosa de mayores.
Quise darle un pellizco a la muñeca
para probar
lo que sería su carne, de tan viva como se veía.
Por la noche llegó mucha gente,
La casa se llenó de voces, de ruidos, de música y sonoras carcajadas.
Nunca la casa
había estado tan alegre y concurrida como entonces.
Inexplicablemente nos repartieron en dos piezas
a mis dos hermanos menores y a mí,
ellos en la alcoba de nuestros padres,
yo en el dormitorio último,
el del fondo,
donde alguna vez llegó a hospedarse mi abuela materna,
de nombre Isabel.
Yo quería mucho a mi abuela,
ella me enseñaba a rezar con las manos juntas,
y me daba pedazos de pan tieso que guardaba
debajo de la almohada.
Pero cuando después de un tiempo se fue,
cansada quizás de estar siempre en la cama,
me daba miedo volver a ese cuarto sabiendo que ella,
que mi abuela, ya no estaba,
y que había llorado mucho
al despedirse de mí,
su nieto entrañable. “Cuando seas grande, hijo, serás un padre, un
sacerdote”
Lo decía siempre con la certeza de estar diciendo
una gran verdad.
La noche de la fiesta papá me llevó a ese cuarto,
ordenando que debía permanecer callado,
sin estar causando ninguna molestia,
ojalá echándome a dormir de inmediato.
Pude haberlo hecho enseguida
a no ser porque me prohibió
que encendiera la luz
dejando luego la puerta asegurada con llave.
Escuché los pasos alejarse rápidamente.
Comencé a sentirme infinita,
Desgraciadamente solo, y abandonado.
Me dije sin embargo que no iba a llorar.
Con manos angustiadas
emprendí el registro de la pared palmo a palmo
en busca del interruptor de energía.
Nunca pude ubicarlo, como si no hubiera existido nunca. La oscuridad en
pleno
había caído sobre mí.
Grité, llamé, protesté,
exigí con brazos manos y pies
que me dejaran salir de allí.
El bullicio desatado afuera, en la fiesta,
Impedía todo intento de salvación.
Si llegaba a morir, en medio de esa oscuridad,
moriría dentro de la menor insignificancia,
bajo la aprobación execrable
de una concurrencia sorda, enloquecida,
que danzaba alrededor del cuerpo de una muñeca
a la que en poco tiempo descuartizarían para comer
en un acto pactado de canibalismo.
A punto ya de sofocarme,
se me representó de súbito
la imagen de un pavo enorme, imponente,
haciendo alarde en ecos
de un poderío de plumas agitándose en el aire
como si de la muerte misma se tratase.
Sobresalía de su pico feroz el moco bermejo
en tanto sus ojillos amarillentos despedían
un brillo incontenible de despiadada crueldad.
De sus garras filosas,
fulgentes como el acero,
el animal emitía un signo de
muerte.
Habíame elegido como su víctima propicia,
el indefenso polluelo,
al que sin duda engulliría
con la eficacia del implacable monstruo de rapiña.
Era un pavo, me decía para tranquilizarme,
no un buitre abismal.
En la casa de enseguida la mamá de Dúber criaba pavos
a los que se les decía chumbos,
andaban mezclados con los puercos, los perros, los conejos,
y las gallinas,
los veía yo de lejos cuando se inflamaban con ruidos
secos y perentorios.
Así sometían a sus congéneres hembras,
descargando en el acto todo ese
alud de plumas y poderío,
ante el sometimiento y la debilidad
de sus reinas vencidas.
También vi una vez,
(quizás no debí llegar en aquel momento inapropiado),
cuando papá sacudía violentamente con su cuerpo
el frágil cuerpo de mamá.
Era todo su peso aplastando el suyo.
Quise gritarle que no volviera a hacerlo más,
pero la conducta del pavo en sus dominios
algo me trataba de explicar.
¿De dónde diablos venía ese pavo horroroso,
implacable engendro de la noche,
que yo mismo vi materializarse en las fauces
de esa oscuridad maligna que me aprisionaba?
Hasta hoy me parece fútil, intrascendente recordarlo,
pero cuando se sufren persecuciones nocturnas
de animales feroces y demonios husmeando
las regiones del sueño,
descubro que nunca me he liberado
de tan extraños y recurrentes fenómenos alimentados
en los albores de mi alucinante infancia.
En Buesaco fui a la escuela,
mi profesora se llamaba Ruth,
tenía ella fascinantes ojos verdes y cabello rubio,
cada que sus ojos chocaban con los míos,
de su boca salía un ramo esplendoroso de sonrisas.
Yo naufragaba en el embeleso,
quizás más de la cuenta,
y eso empezó a volverme un poco tonto,
retraído, ajeno a los verdaderos intereses
por los que allí me había hecho presente.
Cuando ella se reunía
y conversaba con otras personas,
hombres en el mayor de los casos,
a mí me daban ganas de tirar los cuadernos al piso,
patearlos con furia, destrozarlos,
y salir corriendo.
La primera vez que escribí su nombre
fue en la superficie lisa de una piedra
e inmediatamente la escondí en la tierra
para que nadie pudiera verla ni encontrarla.
Era mi secreto. Contenía mis sueños, mis pensamientos,
mi ardor indefinible por una mujer.
Seguía pensando en lo del pavo,
y en la conducta extraña de papá,
la imagen me causaba tanto repudio,
que maldecía el momento
de haber estado por error, ahí presente.
¡Ruth, mi bella profesora Ruth!
Mi corazón y mi alma se negaban
a aceptar que fuera ella justamente
un ser frágil de este mundo.
Ahí en sus ojos,
en su sonrisa limpia y transparente como el aire,
mis pensamientos recibían dulce calma.
Hasta que un día la insensatez y la afrenta
empañaron por siempre mi dicha.
Terminada la jornada de la tarde,
dirigíame de la escuela a la casa. Dos muchachos
del curso quinto, canallas y desaplicados,
me atajaron en el camino.
Van a golpearme, a desquitarse por algo que pude haberles hecho
me dije. Pero qué. No entendía nada.
Mi consciencia estaba tranquila.
Visto estaba que tenían planeado ejecutar su venganza,
eran los que con su agresividad y
patanería,
infundían miedo y temor a los demás,
generalmente niños asustadizos y débiles como yo,
incapaces de defenderse por la fuerza.
Uno de ellos,
el más bulloso y camorrista,
usaba gorra oscura de paño
que nunca se quitaba,
excepto para cubrir la boca de sus víctimas
y ahogar gritos y sollozos.
Disfrutaba haciéndolo,
era su método personal y efectivo,
para nunca fallar,
para consumar a gusto su maldad.
Ahora ellos se erguían mucho,
dando a entender
que eran los amos y señores de la situación.
Comprendí que estaba perdido.
La gorra sucia y maloliente
ya estaba en su mano.
El pie del otro rufián golpeó con fuerza
mis piernas endebles,
temblorosas. Rodé como un objeto sin peso
por la tierra áspera e inclemente.
Un nuevo golpe,
esta vez asestado con sevicia,
en la boca del estómago,
me sustrajo las pocas fuerzas que me quedaban.
Una oscuridad repentina invadió en consecuencia
mi cerebro.
Los dos malvados actuaron enseguida,
sujetándome con violencia los brazos
y arrastrándome decididos
a los matorrales aledaños. Una vez allí
sentí la presión de los cuerpos
encima del mío,
sin que al final se pusiesen de acuerdo
en lo que harían enseguida.
¿Qué tal si le pongo la gorra en la cara
y pueda así morir de asfixia? Quedaría
como un accidente. El niño encontró en el camino
pasaporte merecido al descanso eterno. Lástima.
La mano perversa inició su tarea
con intención premeditada.
De acuerdo, respondió el otro,
es lo que hay que hacer,
procurar no delatarnos ni que él lo haga.
A menos,
a menos que nos pida que no lo hagamos,
que esto termine agradándole,
gustándole,
y no diga nada a nadie,
lo que se dice a NADIE,
y contentos los tres. ¿Qué dice?
Es la última oportunidad. Hable. Diga que sí.
Que sí. No se haga el muerto
puede morirse de verdad si a nosotros nos da la gana.
Un escalofrío de pánico me sacudió el cuerpo.
Por el camino,
todavía lejos,
parecía que venían personas
arreando ganado. Ellos reaccionaron.
El de la gorra acudió a su implacable método
aplicando con fuerza la gorra en mi boca,
para reprimir cualquier posible grito.
El ruido de las pisadas
invadía ya el camino,
estaban sobre nosotros.
Debían ser muchas reses por delante
produciendo todo ese ruido sobre las piedras
y la tierra reseca.
El ramaje nos cubría por completo,
pero estábamos a escasos metros del camino.
Un solo pensamiento golpeó con eficacia
mi cerebro: zafarme,
huir,
liberarme.
Sacando fuerzas de flaqueza,
giré rápidamente el cuerpo
sorprendiendo con mi agilidad desesperada a los cafres,
doblegando su propia resistencia.
Salí a la vera del camino.
El galope del caballo se detuvo,
los dos delincuentes corrieron, huyeron
perdiéndose en la espesura del bosque.
El que iba en el caballo me miró interrogante,
casi dudando al verme
sin entender nada.
El jinete simplemente reanudó la marcha,
yo recogí los cuadernos,
el llanto y la rabia estremecían mi pecho,
taladraban mi cerebro,
cruentos deseos de venganza traspasaron como relámpagos
la noche oscura de mi alma entenebrecida.
El tormento empezó a carcomerme por dentro.
Fueron noches delirantes,
sórdidas e interminables,
en que asistido del puñal
trazaba planes
de impostergable venganza.
Sólo la imagen inmaculada,
imagen dulce y consoladora
de Ruth mi profesora,
aportaba la calma, el alivio,
que todo mi ser vulnerado
necesitaba.
Mientras forjamos ideas de venganza,
el corazón palpita libre,
la mente se expande a límites peligrosos,
la razón desata impulsos carentes de toda razón,
de toda lógica,
de todo arrepentimiento.
Somos hijos directos del pecado,
herederos irremisibles del crimen,
el mal seguirá buscando el mal,
en tanto el bien huye y se acobarda
como una doncella perseguida,
señalada,
sentenciada,
expuestas sus entrañas
a la infamia del estupro,
del cruel desvarío,
la oscuridad,
y la muerte,
indicios únicos de una realidad transformada,
puesta como estrella de espanto,
en el nombre de un rostro nunca identificado.
Nicolás Figue/ Vocesdispersas-febrero 12 de 2022
(Foto sacada del álbum familiar, en la Casa Campesina, Buesaco, Nariño, con mi hermano Felipe. Ignoro la fecha, lo cual no me impide suponer el año de 1965)
Interesante relato, y todo lo que escribes es fascinante para el lector, Dios te ilumine para seguir haciéndolo y ver tu sueño hecho realidad ❤️
ResponderEliminarGracias Carmen Elisa, tus palabras me llenan de satisfacción.
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