ENCERRADOS
Buenos días. No debieron dejarme dormir tanto. Tampoco tuve la precaución
de poner la alarma del celular. ¿Qué día es hoy? No importa. Suficiente que
está despejado y con buen sol. Tengo que pensar en lo mucho o poco que deba
hacer en este largo día. Sí, claro, dormí bien. No puedo quejarme. Soñé que me
ponía a follar con Marulay Iriarte. Bueno, por poco. Al menos se mostró como era. Había oscurecido en el sueño. Nos habíamos
quedado encerrados en un cuarto esperando a que nos abran para salir. Yo rogaba
que nadie llegue. Me sentía a gusto conversando con mi amiga. Ella tampoco
demostraba afán de nada. A lo único que temo, me dijo mirando hacia el techo,
es a que nos echen candela de afuera y muramos calcinados. Y si eso pasara, le
dije, ¿cuál sería tu último deseo? Ella me miró directo a los ojos con sus ojos
negros y muy brillantes. Culiar, me dijo sin ambages. Anunciándome de una vez
lo que yo debía hacer en ese momento. Traté de disimular su rapto de sinceridad
con una observación distraída del tiempo que llevábamos ahí encerrados. Que yo
recuerde estábamos haciendo un inventario de herramientas, alguien cerró las
puertas, suponiendo tal vez que adentro ya no quedaba nadie, y se marchó. Cuando
reaccionamos era demasiado tarde. Carecíamos de teléfono para comunicarnos con
el exterior. En el sueño pasaba todo eso. Lo bueno es que nos quedaba un litro
lleno de gaseosa y cuatro panes. Es como estar en una isla desierta, le dije
evocando a Robinson Crusoe. ¿Habrá ratas acá adentro?, dijo. Les tengo pavor a las
ratas. Son despiadadas. En tan solo un par de horas te habrán arrancado toda la
parte de tu cuerpo. Y quedará tan desfigurada tu cara que después ni te
reconocerán. Las ratas hacen todo eso. Marulay apenas me miraba como
burlándose. ¿Entendiste bien lo que te dije? Presiento que ésta es nuestra
última noche en este planeta, si no son las ratas es algo peor lo que va a
pasarnos. De aquí no saldremos vivos. Quiero Culiar. Y al tiempo que lo dijo se
quitó la blusa, el yin y los zapatos. Ven, dijo. Desabróchame el brasier. Se
volteó para ofrecerme la espalda. Cuando lo tuvo suelto giró el cuerpo para
mostrarme las tetas. Quedé mudo de la emoción. Pero más que de la emoción, de
recordar la vez en que el finado Graciano, uno de nuestros compañeros, que en
paz descanse este demonio, quizás el mismo que nos dejó encerrados, me dijo que
estaba enamorado “no de Marulay sino de
las tetas de Marulay”, así de simple,
como pa´ no estarle dando más vueltas
al asunto. Comprobé sin exagerar un ápice, que Marulay tenía las tetas más
hermosas del mundo. Firmes y protuberantes, con esos pezones brotados apuntando
hacia arriba, al cielo. Por último se inclinó un poco para quitarse el calzón. Un
matojo de pelo negro le cubría la rajadura. De pronto se llevó los dedos hasta
allá, separó en dos el abundante follaje capilar, para mostrarme el interior
bermejo de su vagina. Vamos, me dijo, no hay tiempo que perder. Así como te
estoy facilitando las cosas, puedo también desistir. Arrepentirme. Decirte que
no. Empecé a quitarme la ropa lo más rápido que pude. Es un sueño, me dije. Y
por experiencia sé que podría despertar abruptamente. Justo en el momento
indicado. Tengo que hacerle el amor a Marulay. Ella nunca me ha demostrado que
me quiere, eso lo tenía claro. Ha sido mujer de muchos hombres. Yo era otro más
en su lista de apetencias sexuales. Lo cual carecía de importancia para mí. ¡Cuántos
de mis compañeros deliraban por tocar siquiera el filo de su vestido! Y el
Erney, por ejemplo, confesaba hacerse una paja diaria en su nombre. Lo que
estaba yo a punto de vivir era insólito, cosa de no creer. Revisé el estado de
mi miembro. Era perfecto. Una erección firme y brillante como el acero. Vi que
sus ojos negros le brillaron aún más. Como si fueran a brotar lágrimas de
ellos. De manera perentoria me ordenó que me pusiera en movimiento. Tienes que
afanarte, me dijo. En cualquier momento pueden llegar y todo se iría al carajo.
Se acostó bocabajo encima de unas estibas de madera, levantando seductoramente
la grupa como si de hecho fuera la posición que utilizase de continuo en sus
lides amorosas. De pronto, justo en ese momento, algo imperceptible sucedió en
mi cabeza: fue la certeza contumaz e incontrovertible de estar actuando en un
sueño, en una mentira. Escuché a un gallo cantar tres veces en un solar
cercano. Les juro que de no haber sido por esos cantos irracionales del animal
me hubiera comido a Marulay Iriarte.
Nicolás Figue/ Vocesdispersas-enero 30 de 2022.
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