SEÑOR DE LAS SOMBRAS, II PARTE.

 Terminadas las labores del día en el hotel, y habiéndome quedado en la recepción hasta el arribo del último cliente, subí a eso de las once y media de la noche a mi habitación, cerciorándome palmo a palmo del estado de puertas y ventanas. Afuera, en la azotea, vi ropa colgada en la cuerda. Por alguna razón mi cuñada la dejó ahí, o quizás se le olvidó meterla. Examiné la puerta enrejada que daba acceso a la terraza. Ya mi hermano le había puesto el candado. Yo manejaba una copia de esa llave. “Lo importante es que no llueva”, me dije dando la vuelta y entrando a la habitación. El calor era sofocante adentro.  Tomé como siempre un refrescante baño pensando que lo mejor sería echarme a dormir de una vez. ¡Al diablo la lectura! Me sentía cansado del trajín del día y de estar copulando a escondidas con la fogosa María Dafnis, la menuda mucama en quien encontré la fórmula perfecta para darle rienda a la exaltación de los sentidos. Llevaba trabajando con nosotros dos meses a lo sumo, era del barrio Mojica, en el distrito de Agua blanca, tenía 19 abriles y dos hijos en su currículum materno. Desde que llegó en calidad de mucama, mi hermano menor Remigio empezó una implacable cacería con ofrecimientos y propuestas de todo tipo para convencerla. No la dejaba trabajar en paz. Cansada ya de esta situación recurrió a mí para que terciara en su defensa. Ella simplemente no quería nada con mi hermano. Lo detesto por atrevido, me dijo derramando algunas lágrimas. Su rabia y su indefensión me despertaron sentimientos compasivos, la abracé con sincera ternura, conmovido con lo que sentía ella por dentro.  Hablé con mi hermano. Le dije que no se volviera a meter más con ella porque estaba comprometida. Tenía que respetarla. Que se buscara otra para aplacar sus impulsos. Mi hermano pareció entrar en razón. Dejó de asediarla. La chica estuvo tan agradecida conmigo que me contó la historia completa de su vida retozando a gusto en mi propia cama. Empecé a darle pequeñas ayudas. Ella quedó tan agradecida conmigo que se ofreció a darme sexo en contraprestación a ese acto generoso. Le dije que no era necesario que siga sacrificándose por nada. Insistió tanto que me pareció descomedido negarme a sus ruegos. El requisito, le dije, era hacerlo con suma discreción, que nadie en la casa se dé cuenta de nuestros asuntos. Ese fue el comienzo de nuestra “jodienda descremallerada” como lo denomina Erika Jong en su libro. La pasamos de película, siempre al acecho de una pieza desocupada para ocuparnos de lo nuestro. De tener sexo, porque, a decir verdad, nunca intervinieron, al menos de mi parte, los sentimientos en esa relación.  Y ahora, refugiado en esta pieza con cajas llenas de libros y el recuento de mis andanzas con Chacha embriagándome el alma, retomo la lectura del libro de Cousté en un intento de realizar mi propio exorcismo. Casi ni me acordaba de lo sucedido la noche anterior, lo que realmente me alentaba era proseguir la lectura sin que nada, ningún temor, me lo impidieran. Serían la una y media de la madrugada cuando empezó a inquietarme un insistente aleteo de pájaro en la ventana. Apagué la luz para distinguir mejor. No era un pájaro, era una mariposa oscura de gran tamaño la que luchaba por sostenerse en la superficie del vidrio. Le tiré desde adentro una camiseta enrollada para espantarla. El animal ni siquiera se dio por aludido. Empecé a sentir frío. Me vestí con una sudadera y un suéter de franela. Puse la cobija. Me dije que por hoy no más lectura. En pocos segundos quedé profundamente dormido. Ignoro cuánto tiempo transcurrió desde entonces. Sólo que, inducido por una señal, tal vez una orden perentoria, llegada de alguna parte, desperté justo para ver al personaje de negro caminando despacioso por el pasillo, ya en la parte de adentro. El amplio ventanal me permitía seguir los movimientos de ida y vuelta del sujeto por el frente mismo de mi puerta. Un hálito de pavor me estremeció todo el cuerpo.  Los latidos de mi corazón eran tan fuertes que resonaban como tambores en mi cabeza. Empecé a respirar con dificultad, a perder incluso todo movimiento de los miembros superiores e inferiores. Estaba paralizado. Sólo mis ojos permanecían abiertos y atentos al desplazamiento de aquel ser espectral vestido rigurosamente de negro, con el sombrero de fieltro ocultándole el rostro. Caminaba con parsimonia sin atreverse a mirarme. El poder que emanaba su figura era tan aplastante que me impedía reaccionar de alguna manera y recuperar el dominio de mis emociones. Sentía la mandíbula encajada, ejerciendo desmedida presión contra mi maxilar superior. Era imposible modular una sola palabra. Mentalmente le insté a que me diga quién era y qué quería de mí. Todo en vano. Ningún signo de reacción, sólo silencio e indiferencia de parte suya. Como último y salvador recurso quise rezar el padrenuestro, pero ni siquiera me acordé de cómo empezaba. Ninguna palabra acudía en orden a mi cabeza, todo era un girar espantoso, un remolino de imágenes, vertiginoso, absorbiéndome por completo. Quedé a expensas la de la fuerza maligna. Vi un patio inmenso, en penumbras, estoy yo junto a dos personas, los identifico, son mis amigos, el uno escritor, el otro estudiante de artes plásticas, portan una bandeja de plata en cuya superficie hay unas tijeras abiertas y sal, un montoncito de sal en el medio. Mi amigo el escritor abre un libro de aspecto antiguo y lee en voz alta unas letanías diabólicas. Entonces el otro traza a su alrededor un circulo con la sal que toma de la bandeja. Una vez termina se aleja unos pasos y regresa con una gallina negra atadas las patas con una cinta roja. Con una afilada navaja le cercena el cuello al animal para formar con la sangre que mana en abundancia una estrella de cinco puntas, muy semejante al sello de Baphomet, que es la insignia oficial de la iglesia de Satán. Enseguida el rumor de muchas voces, como extraídas de un foso, podría decir que, del círculo trazado, surgen clamando victoria en lenguajes extraños. Yo quiero huir de allí, pero estoy paralizado por un frío atroz, repentino, que en forma de neblina me envuelve. Los pocos rezagos de claridad que había al comienzo han desaparecido. Sólo las voces infernales parecen guiarnos en medio de las tinieblas. Mis amigos levantan los brazos en signo de alabanza al señor de las sombras. Yo no quiero seguirlos. Me he aferrado a algo, otra fuerza, otro poder. El frío arremete con más potencia en mi cuerpo para doblegarme. Mis ojos congelados miran a otro punto del infinito. Una minúscula luz, quizás, al final de ese diabólico túnel. Milagrosamente escucho la voz de mi madre que viene en mi auxilio. Me palpa el rostro. Me abraza fuerte y llora. Sus lágrimas, portadoras de una calidez extraordinaria, le devuelven por completo la sensibilidad a mi cuerpo. He vuelto a nacer. Ella me arropa con una manta tejida con sus propias manos. Me canta una canción de cuna. La claridad retorna. Estoy en una casa desconocida, quizás en la que yo nací. Mi madre es joven. Soy su primer hijo. El ruido y los pitos de unos carros a la distancia me devolvieron abruptamente a la realidad de un mundo no tan desconocido para mí.

Escucho las voces de los inquilinos entrando y saliendo por los pasillos, los buenos días hasta luego muchas gracias desgranándose como una cantinela monótona, los pasos alejándose por las gradas, descendiendo a la calle, a fundirse con la claridad del día. El sonido del radio transistor puesto en la salita, música de la buena señores, sin comerciales, alguien canta repitiendo los finales de la canción, risas mórbidas de una mujer entrando y saliendo de su pieza, cerrando con brusquedad la puerta para no ser oída, yo la conozco, sé quién es, volverá a echarse en la cama hasta el mediodía, la hora de almorzar, se acuesta con un conductor de bus, el tipo la aprovecha todo el día cuando la trae, le pegan recio al colchón, ella es muy joven, con la cara llena de pecas, ama el dinero, vende su cuerpo al mejor postor,  me fascina, no tengo el valor para proponerle nada, soy un cero a la izquierda, a veces pienso que se burla de mí, sobre todo cuando canta, lo hace para fastidiarme, todo porque una vez no le quise dejar entrar un mancito que se consiguió en la cafetería, uno que no estaba registrado, esto no es un puteadero le dije, además ya tiene quien le paga la pieza, no sea trásfuga, la dejé con la gana, tiene que aprender a respetarme, además este es un negocio decente, por eso me estira la trompa cada que me ve, yo le tiro indiferencia aunque no aguanto las ganas de comérmela, qué se va a hacer, los pitos de los carros en la avenida, las voces acuciantes, ha comenzado en forma el día, al otro lado las mujeres asomándose por los ventanales del edificio, allí donde funciona una fábrica de camisas, ellas se buscan a sí mismas en los rafagazos de libertad que les llega de afuera, toda esa barahúnda humana conectándose en mis sentidos, confirmando que renazco al nuevo día, que ninguna noche, por oscura y prolongada que sea, me deja atrapado en su espesura de sombras hostiles. La pregunta entonces era qué me estaba pasando, qué extrañas maniobras me conducían a la locura. 

Nicolás Figue-Vocesdispersas/28 diciembre de 2021

(Esta historia continuará)



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