SEÑOR DE LAS SOMBRAS (I parte)

 


El edificio donde funcionaba el Amoblado, cuyo nombre escrito en una lámina metálica decía “El viajero”, queda en la carrera primera con cuarenta y seis, barrio Popular. La vieja edificación era de dos pisos con treinta habitaciones arriba, mientras que en el primero funcionaba el restaurante de doña Ofir, una paisa cincuentona cuyo rostro parecía sacado de un cuadro de Débora Arango.  Al amoblado llegaban todo tipo de personas con distintos afanes y necesidades, desde prófugos de la justicia, amantes clandestinos, músicos en estado de inopia, declamadores desesperados, poetas en trance de agonía, adivinos y vendedores de ilusiones, artistas de circo, políticos descastados, hasta inventores del elíxir de la eterna juventud. Generalmente las habitaciones permanecían ocupadas con todos los clientes que llegaban a diario, provistos unos de equipaje, otros sólo con la ropa que llevaban puesta. Algunos preferían matar el tiempo haciendo tertulia en la estrecha salita en medio de jugos helados, gaseosa o cerveza. Ya por la noche se congregaban a ver el noticiero y las telenovelas, sin nada que pudiera moverlos de allí, más contagiados por el ocio que por la necesidad de socializar. Había que esperar hasta que el último o los últimos los fuera venciendo el sueño para apagar el televisor. Entonces sí cada uno de nosotros se retiraba a su respectiva habitación, la que teníamos asignada de las 30 existentes en el negocio. Remigio tenía la 15, Floralba la 2, Enrique y Oliva ocupando la 1, acondicionada ésta como la alcoba conyugal de ambos. A mí, por ser más independiente, y necesitar de más espacio por la cantidad de libros que traje de Pasto, me dieron una habitación arriba, en la azotea, lo cual me pareció ideal en mis pretensiones de empezar a escribir o de ir ordenando mejor los textos que fui desarrollando en los intervalos de tiempo que me dejaban mis labores como dependiente de un almacén primero, y auxiliar de operaciones en la planta de agua en Mijitayo, después. Por aquel tiempo me hice amigo de un escritor en ciernes que me inició en la lectura de textos y libros que tuvieran que ver con el tema del demonio en sus distintas facetas y manifestaciones. La idea era empaparnos del asunto para crear nuestras propias historias en un intento por emular a Poe, a Lovecraft, a Baudelaire, a Bierce, a Huysmans, en fin. En el intento prevalecía un objetivo meramente literario, nunca una aproximación de hecho a la figura del demonio como signo de adhesión, eso nunca. Así que a los pocos días de haber llegado a Cali visité algunas librerías, encontrándome en una de ellas, la Atenas, un libro que me adentró en forma absoluta al mundo de Satán: se trataba de La biografía del diablo, del escritor argentino Alberto Cousté. Compré el libro y muy rápidamente empecé su lectura esa misma noche. El tema a nivel histórico y religioso resultaba apasionante, el autor hacía gala de una erudición notable como tal vez ningún otro investigador pudiera hacerlo. Me sumergí tanto en la lectura que ya no me importaba el tiempo que empleaba en la noche y la madrugada para devorar aquellas páginas. Hasta que ocurrió un hecho que me puso al borde del horror e incluso de la locura misma: el diablo se me apareció por tres noches consecutivas ahí mismo en la pieza, confirmándome que podía salir del libro mismo, o de las oscuridades infernales donde habitaba, para que yo pudiera verlo de cerca.

Esa noche, la primera de esa tormentosa aparición, yo había tomado primero un baño antes de meterme a la cama. El excesivo calor me puso a sudar copiosamente y no me pareció justo arruinar mis tendidos de cama recién cambiados ese día. Le eché un vistazo al libro sintiendo que la ansiedad por volcarme a su lectura me consumía. Una vez salido del baño me puse una camiseta de franela limpia, la pantaloneta que usaba para dormir, y sin pérdida de tiempo me acomodé lo mejor que pude en la cama tomando el libro y abriéndolo en la página señalada con un cartoncito rectangular de los que usaba para marcar mis lecturas. Leí con los ojos y la mente muy abiertos extrayendo del libro hasta el más mínimo detalle de lo que el demonio significaba para la humanidad. Transcurrirían unas tres o cuatro horas a lo sumo cuando sin haber experimentado sueño ni cansancio una ráfaga repentina de viento me golpeó el rostro quedando de inmediato bajo los efectos de un sueño profundo. En los minutos que transcurrieron no soñé nada, la sensación que experimenté era la de estar flotando en un inmenso vacío, una especie de oscuridad matizada a intervalos por los destellos de una luz amarillenta venida de alguna parte. Y como si la misma luz fuese la portadora de un anuncio establecido, desperté en la misma posición en que había quedado todavía con el libro entre las manos. Lo que vieron mis ojos en el acto fue la figura de una persona apostada en la parte de afuera del ventanal que da a la azotea. Se trataba de un individuo en extremo delgado que llevaba puesto un gabán de color negro haciéndole juego con un sombrero de fieltro, negro también, con el cual ocultaba parte del rostro. De momento supuse que alguien ingresó por las terrazas aledañas y buscaba la forma de meterse al interior de nuestro edificio. Recordé que la puerta que dividía el corredor interno hasta la azotea, tenía puesto el candado, el mismo que verifiqué antes de meterme a la pieza. Era imposible entonces que la transgrediera fácilmente. Eso me dio tranquilidad.  Volví los ojos a donde estaba el sujeto en procura de identificarlo, pero su aspecto rígido, con el rostro ladeado bajo el sombrero, impedían todo intento por lograrlo. Un súbito escalofrío mezclado con un pánico creciente se apoderó inmediatamente de mí. Algo en mis adentros me anunció que aquel ser espectral no era de este mundo, y que de alguna manera yo había provocado, tal vez invocado, su presencia sin darme cuenta. Ahí fue cuando me acordé con espanto que la luz del cuarto había quedado prendida y ahora estaba apagada. Sólo el resplandor de las luces de afuera, de la calle, y las edificaciones cercanas, me permitían distinguir el entorno de mi habitación. La impresión obtenida fue de tal magnitud, que volví a quedar en estado de inconsciencia por un periodo largo de tiempo, suficiente para despertar y ver ya la claridad del nuevo día mostrándome un mejor panorama. Las dudas empezaron a asediarme. ¿Qué pudo haberme ocurrido? ¿Sería una pesadilla o la representación veraz de un acontecimiento fuera de toda explicación posible? ¿Lo que vi se trataba de algo real o el producto quizá de mi enfebrecida imaginación? Por toda lógica debería concluir que se trataba de una alucinación. Debiendo pensar por tanto que aquello que vi no era un ser fantasmagórico sino el producto de un delirio pasajero. Pero entonces ese terror experimentado ante su presencia debía significar algo. Yo sentí físico miedo, la sensación de encontrarme ante un peligro desconocido, inminente, porque algo en mis adentros me avisaba que aquel ser espectral que se hallaba apostado al otro lado de la ventana, inmóvil, pero irradiando una fuerza desconocida, era el demonio.

La historia dice que en un principio fue el más hermoso de los ángeles creados por Dios. Pero su altivez, su arrogancia, su anhelo inocultable de suplantar el poder de Dios lo llevó a rebelarse. Como resultado, lo expulsaron del cielo. Y en castigo, fue enviado a las profundidades del infierno. Es desde allí donde despliega su maligno poder como el adversario declarado de Dios que es. Desde entonces su misión es urdir y planificar el descontrol de la humanidad y de los hombres, llevándolos al pecado y el alejamiento del Supremo Creador. Y como el gran desertor que es de las huestes celestiales, tiene bajo su mando toda una legión de demonios menores, los cuales le obedecen ciegamente causando desastres, angustias, estragos de todo tipo en la vida de las personas, entrando incluso en el cuerpo de las víctimas para infligirles dolor y sufrimiento. ¿Estaría el maligno en un trance de posesión conmigo? ¿Tuvo algo que ver la lectura del libro de Cousté con lo que me estaba pasando?

Sometido a estos interrogantes me di la licencia de abrirle la puerta a dos hipótesis posibles. La primera: Que así tal y como pude ver la figura de alguien que parecía ser una persona con todos sus atenuantes físicos y humanos, desconcertante en su rigidez, con parte del rostro oculto bajo el ala del sombrero, no mirándome a mí sino poniendo la mirada hacia abajo, en el suelo, pero sintiendo yo que algo más fuerte en su ser quería inmovilizarme, dominarme, quitarme todo rastro de lucidez, entonces eso, eso que estaba ahí, no era un ser de este mundo, era un proscrito, pertenecía a las tinieblas. La segunda hipótesis, y a la cual quería aferrarme para descartar la anterior, es que dicha figura no existía como tal, se trataba de una proyección, la consecuencia quizás del impacto obtenido con la lectura del libro. Las ganas de saberlo todo, de ahondar en el tema, de pretender un concepto intelectual acerca de la existencia del demonio, me tenían sujeto a un estado emocional exacerbado. Es decir, que, en el acto de enfrentarme a ese reto, mi propia mente me jugó una mala pasada llevándome “a ver” algo ilusorio, inexistente, el arribo de un deseo insano de satisfacer mi personal curiosidad. Sin embargo, con estas reflexiones no quedé satisfecho del todo. La visión, real o no, de aquel fantasmagórico personaje junto a la ventana, empezó a producirme tal atracción, que no descarté la posibilidad que volviera de nuevo. Cosa que efectivamente sucedió en la siguiente noche, pero esta vez con alteraciones de espanto en el escenario.

Nicolás Figue/ Vocesdispersas- Noviembre 15 de 2021




Comentarios

  1. Una historia terrorífica, y sé que como buen lector este tema te fascina y un encuentro con lo desconocido sería muy interesante para escribir.

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  2. Gracias por tu comentario Carmen Elisa, la historia promete momentos de gran intensidad, donde con sutileza sicologica se pone a prueba la capacidad de resistencia, tanto del autor- protagonista, como del lector en su afán por conocer el final.

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