Apoteosis de los sentidos.




Terminamos de jugar fútbol en la cancha de la escuela y Ramiro dijo vamos al charco de la quebrada a bañarnos. Para llegar a la dicha quebrada había que atravesar un terreno cultivado de tomates. Al dueño de la tomatera no le gustaba que estemos pasando por ahí siendo que era terreno privado. Pero ese era el camino más corto para llegar a la quebrada. Luego había que tomar una pendiente y bajar al otro lado. En esa loma, como cosa curiosa, sobresalían unas piedras enormes y nadie se explicaba que siendo una loma hubiera tanta piedra ahí sembrada. Nosotros acostumbrámos a jugar encima de esas piedras, muchas veces subiendo con facilidad, y después viéndonos a gatas para bajar desde las más altas. Era un reto que cada cual asumía mostrando su más alta cuota de valor y agilidad. Una vez arriba, levantábamos los brazos en señal de victoria  gritando como locos para que el viento se llevara nuestra euforia a los confines de la montaña. No faltaba entonces el que se bajaba la pantaloneta y se ponía a mear a favor o en contra del viento, unas veces para que los orines cayeran lejos como lluvia, otras para que éstos se devolvieran y nos salpicaran por completo. Esa vez fue Ramiro el que lo hizo. Vi cuando se fue bajando la pantaloneta y el chorro a salir. El viento estaba a favor. Hagamos llover sobre el pueblo sediento, me dijo, saca el chimbo vos también. Que sea un aguacero calientico, dijo. Siempre pasa que cuando uno ve orinando a alguien las ganas empiezan a dominarlo. Nuestros orines se mezclaron por acción de la fuerte brisa. Por un momento, y de manera inexplicable, se me vino a la mente la imagen de Pilar, la hermana de Ramiro. Debió ser porque a ella la vi orinando en el huerto de su casa. Yo estaba del otro lado del cerco de cañabrava y ella apareció de la nada, levantándose la bata y acuclillándose detrás de una mata de plátano para soltar su chorro. No pude quitarle la vista de encima hasta que acabó. Incluso hasta después de haberse ido yo permanecí como hipnotizado viendo el charquito espumoso hasta que la tierra lo absorbió dejando una leve mancha oscura de humedad. De las tres hermanas que tenía Ramiro, Pilar era la más linda porque tenía los ojos verdes y el cabello rubio como ninguna otra en el pueblo.  Hasta decían que con esa belleza dentro de cinco años la escogerían para el reinado y saldría elegida a ojos cerrados. Pero mientras llegaba a reina más de uno de mis amigos la pretendía y no justamente para alabar y ponderar su belleza sino para coronarla. Así como suena. El Gustavo por ejemplo decía que si no la tumbaba por las buenas no le quedaba de otra sino que hacerle vaca muerta. Uno busca novia para acostarse con ella, decía, de lo contrario ni el noviazgo ni la novia sirven. En la mente pérfida y siniestra de todos mis amigos ella estaba sentenciada. Ramiro era mi amigo y me sentía en la obligación de alertarlo sobre el peligro que corría la hermana si la dejaban sola por ahí. Pero a medida que orinábamos mis preocupaciones se transformaron en pensamientos sinuosos y me vi tentado a decirle que Pilar merecía que yo le hiciera un hijo. De sólo creer que fuera cierto el chimbo se me fue poniendo tieso. Miré a Ramiro que había acabado también pero seguía agarrando la verga como si la apuntara hacia alguna dirección. Al darse cuenta que yo lo miraba me dijo ¿vos ya te haces la paja? y como nunca supuse que fuera a preguntármelo así, de sopetón, precisamente él, el hermano de Pilar, a quien desde que había visto orinando en el huerto no podía sacarme de la cabeza, siendo  la causante de ardorosas sensaciones y deseos nunca antes sentidos ni experimentados con tanto ímpetu, lo que hice fue entrar en un estado de confusión y de zozobra tan vergonzosos, tan sin justificación, mientras la cara me ardía como si realmente me hubiera sorprendido haciéndolo a nombre de Pilar. Esa noche al acostarme y apagar la luz de mi cuarto no hice más que pensar en el suceso de esa tarde y de lo que Ramiro me había dicho. Y a medida que recordaba la escena en detalle, los dos orinando y al final terminar con los penes erectos, volvieron a asaltarme las imágenes de Pilar orinando por su propia cuenta en el huerto, y en menos tiempo de lo esperado logré una nueva erección, tan intensa y embriagante, que me fue imposible contenerme más. Con un temblor de miedo avancé la mano hasta alcanzar aquello que me latía sin control dentro del calzoncillo. Había crecido tanto que yo mismo me alarmé creyendo que su proporción no era normal y que algo raro estaba pasándome en esos momentos. Quise levantarme, prender la luz, examinarme, y de ser posible, pedirle auxilio a mi mamá. Pero me quedé quieto cuando lo aprisioné fuerte en mi mano y empezar con toda el ansia el famoso movimiento repetitivo que habría de desatar todo un cataclismo de estremecedoras e indescriptibles sensaciones. Una especie de remolino que me envolvía, me sumergía hasta el fondo de una oscuridad de muerte, sacándome luego a una superficie cuajada de luces que yo era incapaz de establecer de dónde venían. De lo único que fui consciente fue de haber sacado, rescatado quizás, la imagen, el rostro, la mirada, el cuerpo, si, el cuerpo totalmente desnudo y expuesto de Pilar y haberle dicho "¡nunca, nunca serás de nadie porque yo te vi eso, eso que todos los hombres quieren, y ahora me lo entregarás a mi, a mí únicamente, Pilar, Pilarcita de mi vida!"... Apoteosis total de los sentidos.

Autor: Ricardo Figueroa-La Máquina de Escribir.

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