Se había emborrachado. Había tropezado. Se había caído por la empinada escalinata del frente, se había caído bien abajo, donde un peatón lo observó cuando se derrumbaba hacia la noche sin fin. Se quebró el cuello. Un final escalofriante y sangriento, su última escena.
(William Peter Blatty-El Exorcista)


Se había masturbado. Había obtenido un dudoso placer. Se había propuesto evocar toda una lista de mujeres a las que nunca fue capaz de abordar decentemente y justo apareció ella de la nada, como un fantasma de carnes limpias y transparentes. La humedad del semen derramado le ardía en alguna parte del cuerpo como una llaga. La mujer que tenía ante sí tenía nombre propio y había muerto hace quince años en un accidente de tránsito. Surgía ahora de las tinieblas para observar ese triste acto donde ninguna exclamación de placer podía salvarlo. Simplemente estaba ahí para condenarlo por una promesa de amor incumplida, una especie de burla a la que ella se sometió creyendo encender el amor, ese amor extraño y complicado que no pudo descifrar a tiempo porque él pensaba que la pensaba y llegando a poseerla nunca la tuvo de verdad. 

Ricardo Figueroa-Ayda, retrato de un sueño.








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