EL SILENCIO DE NORALBA


                                EL SILENCIO DE NORALBA




   Desde que Noralba empezó a trabajar en el almacén no hemos hecho otra cosa que hablar de su extraña belleza. Claro, porque no es una mujer como todas. Ella lleva encima la ventaja de sobresalir de entre el resto de mujeres que trabajan aquí con nosotros de una manera natural, sin esforzarse casi.  Son mujeres provenientes de estrato medio-bajo con grandes aspiraciones de conservar el puesto al precio que sea. Pocas son las solteras. O como se dice, libres, sin compromiso. Me refiero básicamente a aquellas niñas recién salidas del colegio y que optan por un trabajo inmediato para subsistir. Su inexperiencia las convierte en elementos confiables para el patrón, incluso a la hora de fijarles el sueldo. Las otras son madres solteras dispuestas a todo. Tienen en su haber dos y hasta tres relaciones maritales sin consecuencias reprochables. “Al principio era lindo, el hombre de mi vida, nos entendíamos y la pasábamos bien. Con el tiempo las cosas fueron cambiando, el trabajo nos distanciaba, empezaron las desconfianzas, los reclamos y hasta las amenazas. Conocí a una persona, la amistad nos fue acercando mucho, terminamos enamorándonos. La situación me obligó a dejar a mi marido y seguir después con el pelado. Del primero me quedó una niña y con el de ahora tengo un niño. Tengo que ser positiva. Estoy joven y no se lo que pase más adelante”. Todas como cortadas con la misma tijera.  No es sino que uno se ponga a conversar con ellas para darse cuenta que sus intenciones siempre apuntan a algo concreto. De la única que no sabemos nada es de Noralba, pues a pesar de llevar dos meses, no se ha permitido la confianza con nadie para contarle sus cosas.  Ella llega, se sienta, y escasamente cruza palabra con el resto de sus compañeras. Hay seis cajas registradoras, seis puestos de pago con un muchacho ayudando a empacar. Ellos, los empacadores, son los que nos cuentan lo que ellas dicen y piensan de nosotros. Le preguntamos al empacador de Noralba y su respuesta es siempre  la misma: a esa pelada no le interesa hablar de nada ni de nadie.  ¿Qué tendrá Noralba para estar siempre tan callada? Es por eso que nos toca irnos despacito, con mucha delicadez y sigilo. Acecharla como hacen las hienas hambrientas ante la posibilidad de un suculento festín. “¡Cuidadito con sobrepasarse con la mona, partida de degenerados!”…  nos alertaba Renelgado, y los demás lo mirábamos con odio, con ganas de echarle ácido sulfúrico en los ojos, porque sabíamos que nada bueno tenía guardado en esa cabezota de monstruo perverso y devorador. “Escucha, maldita sabandija: aquí hay una mujer que nos gusta y debemos trabajar en equipo si queremos algo con ella. ¿Desde cuando piensas que puedes ir solo?”, le replicábamos con firmeza para que viera que no estábamos ajenos a sus tétricas  intenciones. El hijo de puta lo que hacía era estirar las comisuras labiales hasta las orejas mostrando su hilera de dientes deformes y amarillentos.   Como las hienas cuando perciben el festín ajeno. Renelgado entonces cambiaba de semblante para disipar dudas: “Tranquilos muchachos, ustedes saben como soy yo, lo de sobrepasarse lo digo para atemperar los ánimos y no ir a cometer errores. Veo que la ansiedad los consume” Pero ya el resto habían empezado a desconfiar de él y prefirieron callar, observándose entre sí con un rencor imposible de ocultar. Renelgado movió la cabeza en signo de incredulidad. “Ustedes no entienden. A la mona hay que andarle suavecito, sin sobresaltos. No dejar que sospeche nada. No causarle dudas innecesarias. Si la asustamos se espanta y se va”. Tenía los ojillos encendidos con un brillo maléfico de sátiro en vigilia. “Está bien –le dijimos-, por esta vez te haremos caso. Pero aquí nadie va a actuar por cuenta propia. Nadie tiene privilegios ni ventajas sobre los demás O todos en la cama, o todos en el suelo. Ojo vivo con lo que hacés maricón de mierda” El hombre asintió palmoteándonos la espalda amistosamente. Entonces cogimos los carros y echamos a andar hacia la bodega no sin antes volver los ojos y mirarla a ella sentadita en su puesto atendiendo la fila de clientes. Muy sobria y adusta, como siempre. Apenas dirigiéndole una que otra palabra  suelta de atención a alguna persona que necesitaba saber algo sobre lo que acaba de comprar. Fijos sus ojos verdes en el dinero que entregaba y recibía.


   Cuando pasábamos por la sección de panadería cogíamos un paquete de los grandes de pan tajado y más adelante queso y mortadela. Teníamos hambre y la comida estaba allí por montones. La gaseosa podíamos sacarla de los arrumes acomodados al fondo de la bodega. Hasta allá les quedaba imposible asomarse a los vigilantes y eso nos permitía despacharnos con fruición del banquete escogido.  Comíamos en nombre de Dios y del patrón por ser tan bueno y tener tanta plata. Aunque a Renelgado no lo importaba ni lo uno ni lo otro. Para él todo debía estar al alcance de la mano para saciarse y disfrutarlo sin emplear mayor esfuerzo. La apropiación del bien común era uno de sus lemas impuestos al momento de establecer el orden  de sus prioridades personales. Y como se conducía por la vida sin Dios ni ley, su remordimiento era poco o inexistente al hacer su balance del daño causado. El dinero, la comida y las mujeres era lo único que realmente le causaba preocupación. Y con respecto a estas últimas, su obsesión lo llevaba incluso a seguirlas sigilosamente a los baños y poner sus ojillos encendidos en rendijas, huequesillos o aberturas que él mismo acondicionaba para saciar ese instinto morboso que lo atormentaba diariamente.   Era de los que acompañaba cada bocado de comida con un  estruendoso eructo. Y cuando terminaba, un pedo digno de una tuba en señal de agradecimiento. Los eructos  y los pedos de Renelgado tenían fama. Eran  como su razón social para moverse por el mundo. El que no cesaba de celebrar era Barbosa, que intentaba hacer algo igual sin lograr algo que pudiera equiparar o rebasar siquiera el éxito de Renelgado. “¡Imbécil! -intervino Ceballos-. ¡No se puede ser Rambo y el Jorobado de Notre Dame al mismo tiempo! Respeta las jerarquías, proyecto de hombre”. Entonces fue cuando se le ocurrió a Barbosa que Ceballos era mucho apellido para él y le puso Cebollas. Terminamos hablando pestes del pobre Barbosa y cagados de la risa por la cara que le puso Ceballos, el inteligente del grupo. De súbito nos acordamos de la mujer y salimos de nuevo a la carga con  renovada energía. Ella ni siquiera se había movido de su sitio. De vez en cuando levantaba la vista mirando como distraída la organización de un paisaje distante sin presentir ningún peligro. Tiene una blusita roja de tiras y el cabello suelto muy rubio cayéndole como cascada de oro sobre sus hombros y la espalda. Su piel broncínea despide un resplandor delicioso y sensual de mujer hecha en una fábrica de muñecas perfectas. La obra ambulante del sueño que cada una si había forjado para sí. Es, o la efigie rescatada de algún delirio antiguo de faraón. Tuvo que haber sido la más bella de su harem. Por eso es tan extraña su belleza. Porque no se acomoda ni concuerda con la época actual que vivimos. Su frialdad de mármol nos lo confirma. Porque ella desde que llegó ha sido así, y porque a Noralba no le gusta que le estén echando ni piropos siquiera. Sabe que tiene enloquecida a media humanidad, pero su rostro de mujer privilegiada transcurre con la indiferencia y la frialdad propias de una mujer sencilla, normal, nada pretenciosa, a quien solo le interesa ganarse el sueldo honradamente sin comprometer un milímetro siquiera de su prodigiosa belleza. Nosotros la detallamos en toda su magnitud y la admiramos mucho más por eso. Sin evitar, claro, caer en una especie de éxtasis cada que lo hacemos. Y cuando  advertimos de pronto que el furor y el deseo incontrolados nos impulsan a romper el pacto, nos volvemos entre sí como perros salvajes mostrando colmillos y fauces amenazantes. La idea del combate parecía inminente. ¡Quién lo iba a creer! Nosotros, los que siempre andamos juntos y bebemos y comemos del mismo plato. Nosotros, los que oímos, sentimos, vemos y actuamos al unísono de una sola palabra, de una sola voz, de un mismo mandato, unidos, fortalecidos y dispuestos “pa´las que sean”, como sentenciosa y categóricamente dice Barbosa, el más alegre y extrovertido de los cuatro, pero también el más impulsivo y menos piadoso a la hora de sentenciar sus venganzas. Y todo por culpa de quién: de ella, de Noralba, por haber llegado cuando el mundo, nuestro mundo, cumplía su ciclo de alegre demencia a cabalidad. Llegó para convertirse en una disyuntiva o un enigma, en un factor de conciliación y también de discordia, atrayendo y rechazando, iluminando y ensombreciendo los días como una maga hechicera venida de una región de espanto. Lo que le haya pasado hace tres mil años no es su culpa ni la de nosotros, dijimos con  propósito compasivo tras examinar su plano histórico y el nuestro. Y en vista de esto terminamos aceptando que Noralba, por algún extraño designio, era la elegida.


   A las tres de la tarde, la hora más tediosa y soporífera del día, nos poníamos a limpiar los vidrios de las ventanas para tener la oportunidad de poseerla en los reflejos que obteníamos con los trapos limpios y el jabón. Ni siquiera los objetos que se interponían entre ella y nosotros podían ocultarla.  Pero nosotros descubrimos que podíamos observarla en los objetos menos pensados como en el borde de un ganchito para el cabello o en la punta reluciente de un cuchillo. El tiempo se deslizaba como una araña de fuego sobre nuestras cabezas produciéndonos rasguños insoportables en el cerebro. Por ratos una voz caída de lo alto nos anunciaba que debíamos volver a la realidad. Era la voz del asistente de administración exigiendo menos relajamiento y más productividad: “¡Nos estamos durmiendo en los papeles, señores, qué pasa!...” Hacíamos los que retomábamos con ímpetu los carros sacudiendo la franela en el camino. Entonces Renelgado se estremecía de lujuria al descubrir la impúdica erección que se acentuaba bajo su casaca. Perro degenerado. Aunque en el fondo nadie podía declararse exento de estar sintiendo lo suyo y soportar de igual forma su propia agonía por algo que estaba fustigando implacablemente los sentidos.
   Así como tampoco nadie estaba dispuesto a ocultar los motivos que nos llevaban  a ponernos firme y decididamente frente a la muchacha. Ella seguía allí, estaba ahí puesta a nuestro alcance, y resultaba imposible que alguien más, con más coraje y agallas, interfiriera para que las cosas pudieran cumplirse como ya estaba  planeado. Simplemente había que ser cautelosos y saber esperar. Esperar a que la dulce princesa ponga sus blancos y delicados piecesitos dentro del círculo de fuego que habría de aprisionarla.
   “No nos digamos mentiras: Noralba no tiene comparación con  las que hay aquí adentro, ni tampoco con las de afuera también, sin exagerar. Es divina por donde se la mire. Esa mujer es única. La hicieron así, exclusiva e irrepetible. Una rareza del género humano. Rareza con belleza riman. Ella es así porque no quiso ser de otra manera. Sentada, parada, de frente, de lado, en la posición que sea, que se imaginen, es divina como una diosa”, dice Renelgado elevando religiosamente los ojos al cielo para sostener su argumento. Cebollas no tardó en bajarlo de la nube: “¿Divina dices?” Divina es una crema que mi abuelita se echa para las arrugas. No hagas comparaciones de mal gusto, viejo Renel, sea objetivo y aterrice mijo, usted ya está grandecito para andar pensando que la chiva caga bolitas de oro. Mire nomás le digo una cosa: Noralba es una hembra de carne y hueso que siente frío, calor, hambre, cansancio, que duerme, come,  caga, y peé por igual, y aquí nadie  va a comer de divinidad sólo porque la mona no se ha dejado hablar ni tocar. Si pretendemos darle un calificativo que la distinga del resto de féminas,  me parece que Rica, así de sencillo como suena, es el que mejor le sienta. ¿Y porqué es el que mejor le sienta? ¡Porque está rica suculenta apetitosa deseable comestible mamacita!... Y porque sencillamente pertenece al lado de acá, de la aglomeración, de la escombrera, del pandemonium, del agite cotidiano, del suelo, del hemisferio terrestre, de donde somos todos, los vivos, los que pisamos el pavimento duro y áspero de la Sucursal y aguantamos de todo lo que nos caiga encima. Desde manzanas podridas hasta bombas y serpientes venenosas. Hay que verla como es y ya. Bajémosla del pedestal para su propio bien. Eso le confiere dimensiones humanas propias que la convierten en una mujer común  y corriente como las que vemos todos los días yendo y viniendo por estas calles. El término Rica, sin ser del otro mundo, le aporta esa misma cuota de dulce pecaminosidad que nuestro padre Adán le descubrió a su impredecible Eva. ¿Me explico, muchachones, o les pongo a Cebollas para que complemente la lección?” Barbosa saca un cigarrillo del bolsillo superior del overol con evidente gesto teatral. “Con la excepción…” había empezado a decir a través del humo espeso, pero Cebollas le cortó abruptamente para decirle: “Con la excepción compadre, de que a nosotros su belleza nos tiene jodidos, física y materialmente llevados, hundidos en la miseria existencial. Somos  como espectros de muladar a su alrededor, ¿no te has dado cuenta? ¿Y todo para qué? ¿Para terminar convertidos en algo peor de lo que ya somos? ¿Enceguecidos con una luz ficticia que no es su propia luz sino la emanación caprichosa que nosotros mismos le creamos con tanta devoción para magnificarla? ¿Qué es Noralba en el fondo, realmente? ¿Una mujer? ¿Una imagen? ¿Una prospección vaga y engañosa de las circunstancias? ¿O sólo el producto de nuestros deseos reprimidos y morbosos? ¡Y pensar que al llegar a su casa se desviste, se pone cómoda, y deja que el hombre que la espera le haga el amor por las buenas o por las malas! ¡Porque sola no parece estar! ¡Ella también buscó lo suyo y lo tiene para su felicidad o su desgracia! Siempre, en la vida de mujeres como Noralba, hay uno o más hombres recordándoles apasionadamente que son unas santas o unas putas. Y las putas por dentro se emocionan hasta conseguir el grado de santidad que se merecen a fuerza de amor y de sacrificio. A mí no me venga con fábulas ni canciones de cuna, Barbosa. Y te lo voy a demostrar cuando la tengamos en nuestras manos”.
   Un silencio dubitativo y hostil se apoderó de Renelgado; sus ojillos inquietos empezaron a removerse dentro de su cavidad infestada de lujuria como buscando una respuesta en algún lugar cercano posible. Le enfurecía que alguien sobrecargara sus opiniones de perfidia y resentimiento. Por eso, sin perder ese rictus malicioso y enigmático que lo caracterizaba en situaciones similares declaró con toda la ira reflejada en la voz: “No voy a perder el tiempo contaminándome con el veneno que destilan sus palabras irónicas, viejo mán, pero grábese  esto que voy a decirle muy adentro de su cabeza de buey decrépito: Noralba no llegó aquí para jodernos la vida, se lo aseguro. Somos nosotros los que ya empezamos a jodérsela a ella. A ruñírsela por pedacitos. Acabará por destruirnos si no actuamos con prontitud. No hay opción: o es ella, o somos nosotros.  La mataré y me compraré luego una deliciosa cerveza helada”. Nos miramos simultáneamente sin atrevernos a contradecir sus palabras. El pacto estaba sellado.

   La pugna por obtener siempre el mejor sitio de observación para contemplar a Noralba no cesaba. Reñíamos, pujábamos, discutíamos, temblábamos de impaciencia y de ira, sudábamos a chorros, proferíamos insultos y denuestos cada vez más rabiosos y ofensivos para establecer esa  primacía a que creíamos tener todo el derecho. No quedaba un instante de calma ni de sosiego en nuestras almas atormentadas: si se sienta, si se levanta, si gira el cuerpo en la silla, si deja caer algo al piso, si estira los brazos para desperezarse, se emite un quejidito de pereza o de fastidio, si coloca las manos en las rodillas, si cambia de expresión, pasando de un estado de ánimo a otro, si aprueba o desaprueba, si pide o deja de pedir, en fin, no hay detalle, por mayor o insignificante que parezca, que pase desapercibido a nuestra mirada fija y expectante. Ella, acostumbrada siempre a sobrellevar la dificultad de su belleza inconmovible, se yergue hermosa, altiva y majestuosa frente al mundo, exhibiendo con eficacia la crueldad de la indiferencia. Humillados y escarnecidos, buscamos refugio en el único sitio donde podemos estar y conversar sin ser nunca interrumpidos por alguien ajeno a nuestro círculo: El socavón último de la bodega.
   Guarnizo era el más afectado y dolido de todos: flaco, pero de una agilidad prodigiosa, con el cabello largo amarrado en cola y sus delineadas patillas estilo Lorenzo Lamas en el Renegado, la serie de televisión que nunca nos perdíamos, Guarnizo protagonizaba su propio capítulo imprimiéndole el sello que lo caracterizaba. Y cuando le llegaban estos momentos de suprema ansiedad, semejaba el típico sobreviviente del exterminio nazi languideciendo sin esperanza dentro de las ruinas de su propio bombardeo interno. Barbosa, que no cejaba en su empeño de acelerar su destrucción, salía con que el flaquito mantenía batiéndosela detrás de las pacas amontonadas de papel higiénico. Degenerado el Renelgado, le decía, desvirtuando el Renegado por su precaria condición física. “Con decirles muchachos que hasta pone un afiche de cerveza al frente para inspirarse como los dioses en su cacería de chicas águila, ja ja ja…” El rostro desvalido de Guarnizo se transformaba de inmediato: una palidéz espantosa de muerto viviente cubríale por completo. En este estado resultaba fácil adivinar lo que iba a decirnos. Sus palabras sin embargo fueron escasas pero terminantes: “Barbosa, no se las quiera pasar de listo conmigo, que si me sigue provocando, le pego una puñada, usted ya sabe”
   El tono de la voz, ciertamente verídico y puntual, no lograba causarnos pánico a pesar de que en su amenaza podíamos oler cierto aroma de sangre reciente. Y Barbosa, que era el directamente afectado, no hacía más que reírse y burlarse de su intervención evidentemente cinematográfica. Por eso, trepándose a una silla, y adoptando figura de recitador, exclamaba repuntando la frase: “¡Oh, por todos los dioses! ¡Les juro que de este golpe ya no voy a levantarme! ¡Pronto, pronto, acercaos y desviad la mano flaca y homicida al sitio que le corresponde, que es donde más gusto y placer saca! ¡Es ahí donde debe permanecer para su solaz y entretenimiento!...” Las carcajadas burlescas no se hacían esperar, y todos festejábamos la ocurrencia Shakesperiana de Barbosa, sin cuidarnos de la reacción sorpresiva del apabullado Guarnizo. Al flaco le temblaba  el cuerpo de la ira como si lo tuviera cogido un cable de alta tensión. Sólo su deseo de venganza lograba sostenerlo para resistir nuestra burla. Pero entonces ya no habló más sino que miró a Barbosa con la mirada más fría y punzante de que era capaz para hacerse entender. De inmediato comprendimos que los días de nuestro compañero estaban contados y que había que hacer algo para evitarle lo peor. Pensamos en su pobre destino, y sin quererlo, pensamos en Noralba también, en que parte de nuestra progresiva destrucción se debía a ella, al hecho de estar ignorándonos por completo. Era su culpa, no la de nosotros.

   La guerra estaba más que declarada en ambos bandos. De allí en adelante había que pisar fuerte y en terreno firme. No se valían los errores y las equivocaciones. El que no tuviera bien claro lo que quería podía ir desertando antes de que fuera demasiado tarde. No teníamos noticia, ni contada ni relatada por nadie, de que Guarnizo hubiera matado a alguien, pero en vista de las circunstancias, podía empezar.
   La llegada imprevista de Bermejo, el carnicero, nos devolvió un poco la tranquilidad y la cordura. Era el único que podía transgredir nuestros límites porque se había declarado simpatizante de nuestra causa. El delantal blanco estaba repugnantemente teñido de sangre fresca. Su enorme cara de cerdo sacrificado estuvo a punto de producirnos risa. Pero tenía muchos arrestos para sobreponerse a la adversidad: “¿De nuevo discutiendo, muchachos? ¿Ustedes, que son el alma y el nervio de la fiesta? ¡Mala espina me da verlos en esta situación tan dispareja! ¡No olviden que la unidad hace la fuerza, y ahora más que nunca deben permanecer unidos para que las cosas se den como lo han determinado! Ya saben que pueden contar conmigo: un copartidario incondicional hasta la última gota de sangre derramada…” Su cara de cerdo sacrificado se transformó al arribo de una sonrisa ladina. Bueno, al fin y al cabo todos los cerdos sacrificados tienen esta sonrisa característica que los hacen triunfadores por encima de su propia fatalidad. “Oiga, Doc –le dijo al ratico Guarnizo-, usted lleva mucho tiempo despostando marranos, ¿verdad? ¿No será que esa cara es el resultado de los lazos tan estrechos que usted sostiene con los porcinos? Le aplicaron “La venganza del marrano” por pura simpatía y agradecimiento. O no, Doc. Y dígame: aparte de cerdos y vacas, ¿qué otra cosa ha matado ahí como por curiosidad?”
   Bermejo se sobresaltó visiblemente ofendido: “No entiendo qué quiere usted decirme, pelado. Explíquese a qué se está refiriendo en concreto”
   Guarnizo, tomándose un aire de confianza que a todos nos pareció provocante, prosiguió: “Me refiero, Doc, a que si no ha matado gente, personas, por ejemplo”
   Bermejo se puso esta vez como la grana viva; un súbito temblor se apoderó de sí haciendo que sus quijadas se  entrechocasen incontroladamente. Nunca lo habíamos visto ponerse de esa manera. Fue Barbosa quien intervino para decir: “¿Están viendo muchachos? Ya está empezando a decirnos la verdad”
   Bermejo hizo un intento de marcharse para no acabar de comprometerse en la indagatoria, pero Ceballos lo detuvo estratégicamente: “¡Tranquilo, compadre, este no es un interrogatorio, ni nosotros somos los jueces que van a dictarle sentencia! Aquí en confianza díganos si lo ha hecho y punto”
   Bermejo volvió a sentarse más confiado de la situación. Su cara estaba bañada en sudor. Guarnizo le pasó la franela, y éste apresuró para secarse. Vimos que iba a empezar. Barbosa sacó los cigarrillos y empezamos a fumar todos. Bermejo, más calmado, dijo lo que queríamos saber: “Yo maté hace mucho tiempo a un hombre con una botella. Estábamos tomando trago y surgió el problema. Simplemente la tomé de la mesa y se la descargué de lleno en la cabeza. Luego me acordé del cuchillo, y antes de que el hombre pudiera levantarse, lo rematé a puñaladas. Lo hice por honor. Porque a mí ningún hijo de puta me viene a faltar el respeto por gusto”
   La historia de Bermejo tenía un  trasfondo moral y quisimos averiguar de qué se trataba para haber cometido semejante atrocidad. Le instamos a que prosiguiera su relato. “A veces se habla mucho sin llegar a conocer a la gente –nos dijo apurando el humo hasta el fondo de los pulmones-. Fue en un bailadero, por los lados del río. Nos habíamos sentado a la mesa, tomándonos despacio el aguardiente, y turnándonos para el baile, había esa noche pocas mujeres curiosamente, y yo estaba con la mía, mi mujer, la de siempre. Eso de las turnadas era porque los que estaban conmigo la sacaban a ella, y como eran de mi completo conocimiento y confianza, yo se los permitía para que el ambiente se mantuviera al gusto de todos. En ésas se arrima un mán de otra mesa con la camisa ya de por fuera y tragueado, y sin más ni más le agarró la cumbamba a mi mujer diciéndole que saliera a bailar con él pésele a quien le pese porque estaba dispuesto a todo. El hijueputa lo que me tenía era bronca porque fue directo a provocarme. Yo ahí mismo me paré y me les puse en el medio. El mancito era casi de mi altura pero más fornido y con cara de asesino profesional. ¡Malparido a vos qué es lo que te está pasando!, le dije, y me contesta muy fresco “a mi nada, gurrupleta, yo me estoy dirigiendo es a la hembrita, ¿verdad mamita?, porque a usted yo la conozco, y hasta hemos salido juntos en algún momento, sino o no mamita, cuál es el problema, dígaselo a este perro pa´que entienda y se nos vaya abriendo, gonorzofia…” Mi mujer lo miró muy asustada a él y luego a mí quedándose muda y paralizada del miedo. Yo no quise preguntar nada, sólo agarré la botella y se la asesté en la cabeza aprovechando que el abusivo ya se estaba inclinando con intención de besarla. Ahí fue cuando me acordé del puñal, mejor dicho, esta media pendejadita que cargo conmigo, y se la hundí justo donde reciben el golpe de gracia los cerdos para que mueran más rápido. La gente ni siquiera se metió. Los que estaban bailando siguieron bailando como si nada hubiera pasado, y los que estaban sentados hasta pidieron más aguardiente para disimular, o quizás para celebrar. Con los otros que estaban conmigo sacamos el cuerpo de ahí, lo arrastramos hasta el río, y lo dejamos caer al agua para que se vaya al fondo sin hacer bulla con el pedazo de escombro que le amarramos.  Cuando regresamos ya habían limpiado los vidrios y la sangre y todo permanecía en orden como cuando recién llegamos. Mi mujer seguía allí sentada esperándome con  una sonrisa casi de agradecimiento en sus labios. Lo primero que me dijo fue: “te cercioraste mijo si quedó bién…” y yo le dije si, bién muerto como debe quedar un hijueputa como ése.  Sonrió esta vez convencida, como si el incidente no tuviera que ver con ella. Eso me inquietó un poco pero opté por no darle importancia. Incluso me dio la impresión que el suceso estuviera quitándole un gran peso de encima. Lo que no entiendo es por qué yo nunca le hice ningún reclamo ni le pedí explicación de lo que el tipo le había dicho. Nos fuimos después para la casa y yo me puse a esperar detrás de la ventana a que el escándalo reventara, pero fue como si al muerto se lo hubiera tragado la tierra con la anuencia y el beneplácito del mundo entero. Y los testigos, los que vieron de cerca, tampoco dijeron nada. El escenario perfecto para un crimen perfecto, como dicen en las series policíacas. Con mi mujer nunca más volvimos a acordarnos del asunto. Ella sabe que si vuelve a faltoniarme el camino que le queda es el mismo que tomó el difunto al fondo de su río. Mientras tanto vivimos felices, contentos, y bailando mucho. Eso es todo, muchachones, no quiero agregarle más arandelas a la historia porque todo acabó allí, y la vida es muy bella pa´seguirla viviendo sin problemas. Aunque cuando toca toca, y eso no lo sabe sino mi Dios”
   Cuando Bermejo hubo terminado, marchándose luego con su puñaleta bajo la casaca, nosotros pensamos cada uno para sí qué tan inmiscuidos nos sentíamos en el asesinato de Noralba sin siquiera haberlo llevado a cabo.
   Al final de unas muy prudentes y necesarias reflexiones optamos por olvidarnos de aquel delicado episodio en la vida de Bermejo, no sin antes recordarle a Guarnizo que nadie estaba dispuesto a dejarse matar sin cumplir primero con lo que a cada uno le correspondía en relación con Noralba. “Aquí todos estamos hasta los huevos por esa mujer, flaquito, y hasta que las cosas no se resuelvan como queremos, la que va a llevar del bulto es ella solita”

   Afuera, mientras tanto, ella resplandecía con una luz sobrenatural dentro de esa urna cristalina que la protegía. Su inocencia irresistible, tentadora, tan excitante como perversa, la convertía en una especie de niña-demonio arrastrándonos sin remedio a la perdición. ¡Qué visión maravillosa la de sus piernas sobresaliendo de esa zona de misterio de su faldita blanca perfectamente ceñida al universo de su cuerpo! ¡Qué derroche de candor y sensualidad despedían en cada movimiento! ¡Era como para perder la cabeza definitivamente al sólo contacto de su imponente hermosura!... Y sus ojos, su mirada, siempre insinuante y provocadora sin quererlo, pero atrapando y aprisionando como si fuese una sutil tela de araña en cuyos hilos de luz terminasen enceguecidos el alma y los sentidos… Por esa mujer valía la pena perder la razón y hasta la vida misma si en su consecución estuviesen éstas comprometidas. Convencidos de este trágico destino al que por voluntad propia estábamos abocados, aceptamos que Noralba cercenara de una vez y para siempre la inocencia y la bondad de nuestros corazones. Como una punzada instigante, propiciada por la vara de castigo con que alientan la bravura del toro de lidia, sobrevino lo inevitable, lo que despertaría en nosotros ese deseo terrible e implacable que  removió  nuestras entrañas: tenerla, apoderarnos de ella al precio que fuera y en las condiciones que se nos impongan para amarla hasta el último pálpito de su aliento.
   La decisión parecía tomada: tenerla y venerarla en el silencio impuro de nuestra locura como si fuera la mismísima Venus, la diosa de la que hablaba Guarnizo cuando le daba por sacudir sus retazos de conocimiento. Y de tanto insistir, Noralba se había convertido en nuestra diosa Venus, que era al mismo tiempo Afrodita, la diosa griega del amor y la belleza, nacida de la espuma del mar, como Noralba nacida de las tormentas de pasión que se formaban en nuestras pobres almas entenebrecidas. En cada cabeza los pensamientos apuntaban justo a la misma idea: entendiendo que ya nada parecía sostenernos en el nivel de lógica requerido, actuábamos como sonámbulos respondiendo sólo al instinto de nuestra ciega naturaleza, al ansia brutal que nos impulsaba a acercarnos a ella y asestarle el golpe de gracia que habría de ponerla al alcance de nuestras manos. Ella sigue girando y moviéndose en su burbuja cristalina como un exótico pececillo de lujo. La luz blanca de las lámparas que cae oblicua sobre su piel la convierte en una estatua de mármol, en la diosa griega, en el fetiche intocable, en la burda muñeca rellena de huesos y de tripas, en la implacable aniquiladora de sueños donde la última imagen será nuestra muerte. ¡Oh absurda perdición! ¡Oh perverso engaño! ¡Puerta por la cual entra el error y la falta! Pero sus gestos, firmes y precisos, altivos y desdeñosos, nos indican el comienzo de su más pura llama: tomarla y ponerla en un pedestal y alabarla e idolatrarla sin sosiego, invadir sus ojos siempre abiertos como larvas que luego irán escarbando por todo su cuerpo, escudriñar sus tiempos estancados y sus espacios más sagrados y más íntimos y dejarle un grito de amor allí donde sólo ella sea capaz de entenderlo y descifrarlo para su propia satisfacción y deleite. Sólo que su resuelta vanidad de mujer inalcanzable nos lleva de nuevo a creer que somos demasiado pueriles e insignificantes como para ser vistos y tenidos en cuenta. La rabia y el rencor se van apoderando de  nosotros. Ahora la insolencia de su belleza nos hiere y golpea de manera indecible. Un furor maligno empieza a hervirnos en la sangre. Ya no queda otra opción. La venganza se constituye en nuestra única herramienta de salvación. El tiempo estaba dado. Era ahora o nunca. Ahora o nunca.
   A Guarnizo se le encomendó la primera parte de la misión. Fue y la convenció de que se acercara un momento a la bodega para explicársele ciertos reglamentos con algunos productos. A esa hora de la tarde el movimiento del almacén decaía. Generalmente dejaban funcionando dos cajas de registro para atender a las pocas personas que llegaban. El calor espantaba a los clientes, lo cual aprovechaban las niñas cajeras para hacer un tour por el supermercado y enterarse de las últimas promociones. Ella le había dicho al muchacho empacador que iba a aprovechar para comerse una fruta. Guarnizo le ofreció una manzana. La manzana más roja,  más grande y apetitosa del mercado. La tentación del ofrecimiento la condujo lenta pero inexorablemente hacia la bodega. Su olor de hembra cautiva nos excitó hasta el deliro. La diosa subía sin sobresaltos hacia su pedestal.  

   En el interior de la bodega reinaba un silencio sacro, como de liturgia. Una luz amarillenta iluminaba muy tenuemente el escenario. Bermejo había juntado dos mesas y cubierto luego éstas por un amplio mantel blanco. En el centro, encima de una bandeja, se podía ver el reluciente puñal, el mismo con que despachó al hombre del bailadero al sueño eterno en el fondo del río. “Aunque no tenga velas en este entierro, quiero manifestarles mi aprecio muchacho aportándoles mi humilde contribución –nos dijo con el rostro bañado en sudor-. Todo por la unidad y el entendimiento del grupo. Ustedes encárguense del resto”
   Sin más preámbulo encaminó sus pasos hasta la puerta y salió ajustándola cuidadosamente. Noralba se quedó observándolo con la manzana ya mordisqueada en la mano. Un gesto de extrañeza apareció en su bello rostro. “Es por seguridad –se anticipó Ceballos-. No queremos arriesgarnos a nada. Menos a compartir nuestro banquete con nadie”
   Barbosa puso entonces en la mesa el queso, la mortadela y el pan tajado. Por la gaseosa no hay de qué preocuparse, la traigo después, dijo. Noralba puso cara de sorprendida: “Ya veo. Ustedes lo que quieren es seducirme con todo esto. Sólo que no voy a poder aceptarles el ofrecimiento porque con mi manzana tengo y me basta”
   Ante la rápida observación de la muchacha no tuvo más remedio que intervenir Guarnizo con una de sus infalibles teorías: “Por lo visto el terror a engordar es lo único que cohíbe a una mujer de satisfacerse con un buen manjar; nunca he visto a una mujer que no tenga apetito, y como sé que usted no se resiste a las ganas de comerse un buen sándwich preparado por mi amigo Barbosa, es que me permito, o nos permitimos mejor, invitarla a que se siente a comer con nosotros sin ningún complejo de culpa encima”
   Noralba recuperó un poco la confianza aceptando sentarse a un lado de la mesa, motivo por el cual Guarnizo  recargó con vehemencia sus argumentos: “Comer es lo que más les gusta a las mujeres. Pero el miedo a engordar es más fuerte que todo. Para una mujer es su peor desgracia. Eso de engordar, claro. ¿A usted qué es lo que le produce más miedo? Aparte de morir, que es lo más feo”
   Noralba lo miró un poco sorprendida por el tono utilizado, sobre todo con la última frase del comentario. Ya le estaba pareciendo como raro todo ese protocolo ciertamente espectral, pero manteniendo su habitual dominio y compostura dijo: “¿La muerte?” quedándose por unos segundos en actitud reflexiva. Luego de otro mordisco a la manzana respondió: “Mientras yo no sepa el día y la hora que tenga que morirme no puedo estar sintiendo miedo. Uno se asusta cuando sabe que algo va a ocurrirle y puede ser fatal. Mientras tanto no hay de qué ni por qué”
   Era la respuesta que necesitábamos. Así todo iba a resultar más fácil. El convencimiento de ella era nuestra garantía para llevar a cabo nuestros propósitos. Noralba estaba más bella que nunca en esos momentos. Cada pedacito de su piel nos excitaba y estremecía. Ya no había que perder tiempo.
   Con la frialdad inusitada del despostador profesional Barbosa levantó los brazos a espaldas de la mujer y el impacto del objeto pasó limpio a través de su cuello descubierto. Un grito de júbilo se escapó de nuestras gargantas: “¡Eso es, le diste, viejo, te luciste con esa jugada maestra! ¡Por fin, por fin, será nuestra ahora, la mujer nos pertenece por entero, todas nuestras desdichas terminan aquí mismo, y nadie sabrá lo que le pasó, nadie!”
   Una vez recogida la cabeza y puesta dentro de la bolsa plástica, procedimos a separar el resto de los miembros de su cuerpo para la repartición: Barbosa, por ser el artífice de la victoria, exigió quedarse con el tronco, fuente inagotable y nunca perecedera de sus desbordadas fantasías. “Le haré un tatuaje con mis iniciales justo encima del corazón”, aseguró visiblemente conmovido por la protuberancia palpada en sus dedos ágiles y ansiosos. Ceballos tomó para sí  las piernas de Noralba, piernas firmes y hermosamente bronceadas. “Pondré alrededor  de sus tobillos cadenillas de oro para asegurarme de que estará siempre conmigo no como mi esclava sino como la ama y la dueña absoluta de mi vida”. Ceballos tenía sus razones al decirlo debido a un pequeño trauma de niñez. Guarnizo, mientras tanto, hizo una sentidísima reverencia a las piernas ya asignadas, y sus dedos largos y huesudos acariciaron y tomaron inmediatamente los brazos de su reina absoluta: “Fueron estos brazos los que le dieron alas a mis sueños, manos y brazos esquivos en su tiempo. Con ellos en mi mente volé a máximas alturas hasta vislumbrar el infinito. No necesito más para recuperar la calma y dormirme feliz, abrazado y acariciado con ternura”
   Mientras tanto yo, sin revelar el menor signo de emoción ni gozo desmedido, con la certeza y la seguridad de estar cumpliendo un deber aplazado, guardé la bolsa con su cabeza sempiterna a fin de entronizarla en mi mundo de idólatra como cualquier Medusa de leyenda. Era lo menos que yo podía hacer por ella y por mí. Incluso hasta pude adivinar una fugaz sonrisa de complacencia en su rostro despierto. Su aceptación me pareció un poco morbosa por decir lo menos.

   Ella preside ahora mi sofisticada colección de objetos raros, inusuales, con que de vez en cuando sorprendo a alguno de mis pocos visitantes que llegan atraídos por la supuesta presencia de una cabeza de mujer dando órdenes, vociferando y disponiendo a su antojo las actividades de la casa.  

Ricardo Figueroa-escribidore17.blogspot.com-la máquina de escribir     

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